San Pedro y San Juan curando en el nombre de Jesús |
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Los Apóstoles Pedro y Juan se encontraron ante el Sinedrio, reunido en Jerusalén bajo la supervisión de sus jefes – los ancianos y los escribas, y el Sumo Sacerdotes Anás, y Caifás, Juan y Alejandro y los que eran del linaje de los príncipes de los sacerdotes (cf. Hechos IV, 5-6), quienes le preguntaron: “¿Con qué poder o en qué nombre habéis hecho vosotros esto?” (Hechos IV, 7).
Esta misma pregunta del Sinedrio la repiten hoy algunos miembros de la así llamada Tradición de la Iglesia a los que intentamos seguir siendo fieles a Jesús: “¿Con qué poder o en qué nombre os hacéis vagos?”, vale decir: “¿Por qué os quedáis sin jurisdicción?” Que en realidad significa: “¿Por qué no nos obedecéis?”
Nuestra respuesta es la de San Pedro, quien da cuentas de su buen obrar: “‘Si nosotros hoy somos interrogados acerca del bien hecho… sea notorio a todos vosotros… que (fue) en nombre de Jesucristo el Nazareno, a quien vosotros crucificasteis y a quien Dios ha resucitado de entre los muertos…” (Hechos IV, 8-10).
En nuestra defensa podemos decir, junto con San Pedro, que nos quedamos sin jurisdicción precisamente en nombre de Jesucristo el Nazareno, porque queremos seguir al Cordero dondequiera que vaya (cf. Apocalipsis XIV, 4), y Él hoy ya no tiene lugar ni en la oficialidad ni en la así llamada Tradición.
Hay que “obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hechos V, 29), puesto que, al final de los tiempos, continúa San Pedro, habrá impostores burlones, que viven según sus propias concupiscencias (cf. 2 Pedro III, 3), disfrazados de servidores de Cristo para aprovecharse de la religión, y esto es en lo que se han convertido los hombres de la Iglesia.
La jerarquía se ha quedado sin jurisdicción porque se han separado totalmente de Jesucristo, conformando una nueva religión. Y la Tradición cree que volver a Roma es la solución. Por eso, repite el mismo error, y cuestionan a quienes no piensan como ellos.
No es por culpa nuestra que nos encontramos en esta situación: el huérfano no tiene la culpa de la muerte de su padre.
Roma ha desechado esta piedra (cf. Hechos IV, 11), y a sabiendas, sabiendo muy bien que “no hay salvación en ningún otro… no hay otro nombre dado a los hombres, por medio del cual podemos salvarnos” (Hechos IV, 12). Esta asombrosa enseñanza nos lleva por el buen camino; es nuestra única guía. Es una decisión vital seguirlo; una cuestión de vida o muerte: seguir a Jesús, y no a los hombres.
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Además, establecer otro nombre es un punto crítico pues afecta al honor de Dios. Nadie puede apropiarse a sí mismo de la atribución de salvador. Precisamente, el nombre “Jesús” le viene asignado por el Padre porque conoce las esencias de las cosas.
Su nombre es la verdad, dice San Bernardo, y quiere decir “Salvador”. Salvar es conservar el bien y el orden. Ambos valores fundamentales se encuentran hoy en grave peligro. Salvar es librar del mal; de la ruina; de la corrupción; de la maldición; de la perdición en el infierno.
El nombre de Jesús especifica la esencia de la divinidad de Nuestro Señor. El nombre “Jesús” no le fue impuesto, continúa San Bernardo, porque por ser Dios le correspondía desde toda la eternidad. Jesús es consustancial al Padre, posee la naturaleza divina. Le corresponde en Sí mismo, porque Él es. En el Evangelio leemos claramente que “se le dio por nombre Jesús, nombre con el cual fue llamado por el Ángel antes que fuese concebido” (San Lucas II, 21).
Pero, a pesar de esto, los suyos no lo recibieron (San Juan I, 11). Las tinieblas prevalecieron porque no lo recibieron (cf. San Juan I, 5) y esto produjo una inversión en el orden jerárquico de la primacía de la inteligencia sobre la voluntad.
La Segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Verbo de Dios, es producido, o engendrado, o generado por vía de intelecto, mientras que el Espíritu Santo, la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, es espirada por vía de la voluntad o del amor.
Por esta razón, hay una primacía del Verbo de Dios en cuanto al orden, u origen, y este orden no se debe invertir, no obstante que, las dos Personas son iguales, es decir, son consustanciales.
Es pues necesario recibir a Nuestro Señor con nuestra inteligencia, esto es, hay que aceptar y adherirse a la verdad, primero que todo. De lo contrario, se produce un desorden entre la inteligencia y la voluntad, como ya hemos dicho. Éste es el gran problema de siempre: la no adhesión a la verdad, lleva en consecuencia, a la aceptación de la mentira. No a Jesús; sí, al demonio.
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Es tal el poder del nombre que, al principio, se bautizaba solo en el nombre de Jesús: “Arrepentíos, y bautizaos… en el nombre de Jesús para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo” (Hechos II, 38).
Hoy este bautismo sería absolutamente inválido, pues debe ser hecho en nombre de la Santísima Trinidad. Santo Tomás de Aquino explica la diferencia. En ese momento, el bautismo en el solo nombre de Jesús fue permitido por una concesión especial de Dios para mostrar el poder del nombre de Jesús, que había sido prohibido por los judíos.
Con esto nos basta y sobra para entender la importancia de la fiesta del nombre de Jesús, de su significado, es decir, la manifestación y la proclamación de su divinidad. Jesús no es un simple enviado de Dios.
En la circuncisión quedó manifiesta su humanidad: el Hombre; y con el nombre, se manifiesta al mismo tiempo, su divinidad: Dios.
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Es necesario, pues, entender que el nombre de Jesús define su naturaleza divina, es decir, manifiesta que ese Niño que acaba de nacer es Dios. Es necesario marcar con fuego ese nombre en nuestros corazones, e invocarlo como defensa, pues en los últimos tiempos aparecerá el Anticristo, y hay grave peligro de creerle.
Notemos que en la Sagrada Escritura la figura del Anticristo no es presentada como la de un criminal o vicioso, sino como la del que le roba a Dios la gloria (cf. 2 Tesalonicenses II, 3ss), y por eso, es un engañador, y su engaño será muy sutil y perverso, al punto tal de confundir a los elegidos. Y esto se ve precisamente que es lo que hacen los que pretenden ser hombres de la Iglesia.
Jesucristo es bien claro cuando dice que ha venido en nombre de su Padre, y no lo reciben. ¡Tremendo! En cambio, otro (refiriéndose al Anticristo) viene en su propio nombre, y a ese sí lo reciben (cf. San Juan V, 43). Los falsos profetas se anuncian a sí mismos y son admirados sin más credenciales que su propia suficiencia. Esto es Roma hoy, y quienes pretenden volver a su seno.
Pero los discípulos de Jesús, que hablan en nombre de Él, son escuchados por pocos, como pocos fueron los que escucharon a Jesús, el enviado del Padre, en su tiempo. ¡Dolorosa realidad para Jesús! Y a la vez, marca indefectible – la cruz – de pertenecer a Jesús.
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Jesús es el único nombre que salva.
¡Que su santo nombre quede enclavado en el corazón, reafirmando su divinidad, ya que es el único nombre que ha sido dado bajo el cielo y a los hombres para su salvación eterna!
¡Que podamos decir, entonces, Ven Señor Jesús, porque esto ya no aguanta más! Esa es la oración que apresurará la venida de Cristo, si la pide el pequeño rebaño fiel con humildad
Pero para eso hay que creer en la Parusía, y en su posterior Reino en la tierra, y por eso, Satanás impide la luz al respecto, para que no se pida.
¡Ven Señor Jesús! Apresuremos su segunda venida de todo corazón, aún cuando esto signifique el martirio.
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