Después de muchos años de estudio sobre el tema un amigo llegó a la conclusión de que la mayoría de las propuestas dadas a la presente crisis de la Iglesia caen, de un modo u otro, en una flagrante contradicción.
Para los que aguardan al Señor... Lc 12,36
Después de muchos años de estudio sobre el tema un amigo llegó a la conclusión de que la mayoría de las propuestas dadas a la presente crisis de la Iglesia caen, de un modo u otro, en una flagrante contradicción.
La Iglesia no condena a sus fieles por los pecados que han cometido. Antes, busca siempre su arrepentimiento. Pero sí condena a aquellos de la Iglesia, sobre todo a los obispos y sacerdotes, que adulteran la doctrina. Esto es la mayor fuente de peligro para las almas.
En el Antiguo Testamento la esperanza en el futuro Redentor incluía la esperanza de la resurrección obrada por Él.
Nuestro Señor Jesucristo declaró en términos precisos que padecería el suplicio de la cruz (San Mateo 20, 19): “Taladraron mis manos y mis pies” (Salmo 21[22], 17).
En el Jueves Santo, uno de los días más importantes de la historia de la humanidad, en la noche anterior al Sacrificio, cuando las trompetas sacerdotales, con su estridente sonido, dieron la acostumbrada señal de que era la hora de comenzar la comida, Jesús y los Apóstoles se pusieron a la mesa.
“¡Judica me, Deus, et discerne causam meam de gente non sancta: ab homine iniquo et doloso erue me!” (“Júzgame Tú, oh, Dios, y separa mi causa de la gente no santa; líbrame del hombre inicuo y engañador”) (Salmo 42 [43], 1).
Dios nada hizo en vano. Si hoy vemos ingratitud, indiferencia y, peor aún, olvido y pecado contra Él, llegará el día en que “Vendrá toda carne a postrarse ante Él” (Isaías 66, 23), porque “todo cuanto quiso ha hecho el Señor, así en el cielo como en la tierra”, como nos recuerda el Ofertorio, el Gradual y el Tracto de la Santa Misa de hoy.