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La Transfiguración |
En su transfiguración en el monte Tabor Nuestro Señor nos concedió un anticipo de la Parusía.
Esto tuvo lugar justo antes de la recta final hacia la Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo. Los Apóstoles estaban tristes y acongojados por la noticia de la Pasión, y Él quería reconfortarlos.
Y escoge a los tres más cercanos a Él: a San Pedro, que era el que con más fervor adhería a Nuestro Señor; a San Juan, que era el discípulo más amado; y a Santiago, aquel que dijo que podía beber el cáliz que Nuestro Señor iba a beber (cf. San Marcos X, 38-39), y aquel teólogo elocuente, al que deseando complacer a los judíos, que no podían sufrirle por esta cualidad, Herodes mandó matar.
Nuestro Señor quería reserva de lo que estos tres elegidos iban a ver. Por tal razón, cuando bajaban de la montaña les dijo: “No habléis a nadie de esta visión…” (San Mateo XVII, 9). Quería dar un testimonio en privado para sostener sobre todo a sus Apóstoles.
Es común pensar de la transfiguración como que fue una simple visión de la gloria de Nuestro Señor. Pero, ¿acaso no hay nada de especial en esta manifestación de su gloria? ¿De qué gloria estamos hablando? ¿Qué es lo que esta gloria manifiesta?
Se trata de una visión muy especial de su gloria. Es la gloria que hace de contrapeso a la anonadación de Nuestro Señor en la cruz.
La anonadación de Nuestro Señor consiste específica y únicamente en el hecho de tomar un cuerpo susceptible de morir, un cuerpo en el que en su vida terrena no irradiaría la divinidad. Desde el instante de la Encarnación, no permitió que su cuerpo se manifestase glorioso.
Luego, en la transfiguración se daba el momento, aunque muy corto, de mostrar esa gloria. Nuestro Señor se inmoló en la cruz en adoración al poder omnipotente de la Santísima Trinidad, y de paso, para redimirnos y salvarnos.
La manifestación de su gloria en la transfiguración es muy particular. Porque la transfiguración con la cual quería consolidar la fe tambaleante de sus Apóstoles es la gloriosa anticipación de su segunda venida, en su reino, con todo el poder de su divina y gloriosa majestad, el día de la Parusía.
Durante casi dos mil años de teología y exégesis católica no se ha predicado esta verdad fundamental y paladinamente manifiesta que muestra la gloria y el poder de Cristo Rey. Porque la transfiguración es para mostrar la Parusía.
En efecto, en el Evangelio, unos versículos antes de la narración de la transfiguración leemos:
“Porque el Hijo del hombre ha de venir, en la gloria de su Padre, con sus ángeles, y entonces dará cada uno según sus obras… algunos de los que están aquí no gustarán la muerte sin que hayan visto al Hijo del hombre viniendo en su Reino” (San Mateo XVI, 27-28)
Dice Straubinger que la opinión de San Jerónimo y de San Crisóstomo sobre estas palabras está abonada por lo que dicen los apóstoles Juan y Pedro. Y San Juan y San Pedro se refieren a la Parusía:
“Porque no os hemos dado a conocer el poder y la Parusía de Nuestro Señor Jesucristo según fábulas inventadas, sino como testigos oculares que fuimos de su majestad. Pues Él recibió de Dios Padre honor y gloria cuando de la Gloria majestuosísima le fue enviada aquella voz: ‘Éste es mi Hijo amado en quien Yo me complazco’; y esta voz enviada del cielo la oímos nosotros, estando con Él en el monte santo” (2 Pedro I, 16-19).
En este pasaje, donde San Pedro habla de la Parusía, claramente la conecta con la transfiguración de Nuestro Señor.
Y esa gloria de Cristo no solo es su gloria de resucitado, como todos normalmente reconocen y hay que reconocer, sino más aún, su gloria con la especificación de su Parusía, viniendo con todo el poder de su divina majestad. Esa es la gloria que manifestó; y por eso se asustaron los Apóstoles.
Porque cuando veamos a Cristo Rey venir, y se manifieste la propia verdad de uno mismo a sí mismo, vamos a pedir a gritos que nos trague la tierra. Porque vamos a ver a Cristo que nos viene a decapitar.
En cambio, para aquel que esté bien despierto y lo espere con la lámpara encendidas, no dormido como las vírgenes estultas: ¡Aleluya!
Y con esa manifestación entonces quería Nuestro Señor consolidar en la fe a sus Apóstoles, para que se mantuvieran firmes en el momento de su muerte y crucifixión.
No simplemente en la gloria de Cristo Rey a la diestra del Padre, sino en la gloria del divino Juez, con todo su poder y majestad, para juzgar a vivos y a muertos.
Así se entiende por qué se asustaron los Apóstoles, que fueron testigos oculares de su majestad, donde por primera vez vieron al Señor en la gloria en la cual ha de venir.
A raíz de este episodio, dijo San Juan: “Nosotros vimos su gloria” (San Juan I, 14). La vieron en la transfiguración, y en su Parusía. El Señor se lo prometió a ellos.
En la Catena Aurea, la recopilación patrística y exegética de Santo Tomás de Aquino, leemos en el comentario a San Marco 8, 39, lo que dice Teofilacto:
“Queriendo manifestar que no prometía en vano cuando habló de su gloria, añade: ‘En verdad os digo que algunos de los que están aquí no morirán…’ Esto es, Pedro, Santiago y Juan, no morirán hasta que les muestre en la transfiguración cuanta gloria ha de acompañarme en mi segunda venida. La transfiguración no es pues otra cosa sino la profecía de la segunda venida en la cual brillarán el mismo Cristo y los santos”.
Más claro imposible. Y lo trae la Catena Aurea de Santo Tomás de Aquino.
¿Por qué esto no se enseña?
Por el prejuicio en contra de la consumación del Reino de Cristo en la Parusía, del que aún Santo Tomás fue, con todo su genio, vilmente víctima.
Y no solamente lo dice aquí la Catena Aurea. También, en el comentario a San Lucas 9, 26, Teofilacto dice:
“Esto es la gloria en que habitan los justos, dijo esto refiriéndose a la transfiguración que representaba las felicidades de la gloria futura, como diciendo, hay algunos de los que están aquí a saber, San Pedro, San Juan y Santiago, que no sufrirán la muerte hasta que en el día de la transfiguración vean la gloria que disfrutarán los que me confiesen”.
¡Clarísimo!
Y también Remigio dice lo mismo:
“Los tres discípulos que fueron vieron la transfiguración en el monte viendo la gloria eterna que se les había prometido, o sea la gloria que iban a ver de Cristo, y que lo vieron viniendo en su reino, con toda la claridad de su fulgor…”
Entonces hay testimonios en las Escrituras de que la transfiguración es un anticipo de la Parusía.
Pero como está el gran prejuicio en contra de la consumación del reino de Nuestro Señor Jesucristo en la tierra, no se puede hablar claramente de este tema. Quien lo hace, es rotulado de judaizante, como dice el padre Castellani en su libro sobre el Apocalipsis.
Pero, ¿qué cosa más judaizante, dice Castellani, que esperar un gran triunfo terreno de la Iglesia antes de la segunda venida? ¿Antes del Anticristo?
El actual socialismo comunista, por ejemplo, es netamente un reino carnal y ateo, es decir, judaizante. El nuevo orden mundial lo es también.
Y el triunfo del Inmaculado Corazón de María es judaizante si no se lo relaciona con la Parusía, que es el triunfo de Cristo Rey, y allí se dará el triunfo del Inmaculado Corazón de María.
Cualquier otra interpretación que se quiera dar de la consumación de reino de Cristo es un triunfo terreno, y no el triunfo de Cristo Rey.
Esta diabólica idea ha venido permeando desde siempre la óptica exegética de los hombres de Iglesia. Incluso afectó al pobre Santo Tomás de Aquino, y al mismo San Agustín, a instancias de la represión furibunda de San Jerónimo, que no veía otra consumación del reino que no fuera el carnal.
Por esta idea diabólica, en la Iglesia durante dos mil años prácticamente no se ha predicado sobre la Parusía como debiera ser. No se ha enseñado corriente, profusa y claramente la Parusía, para que los fieles puedan entenderla, y esperarla, y desearla, y amarla.
Quien no entiende esto es porque no quiere, y no quiere porque es judaizante.
En su libro los Papeles de Benjamín Benavidez el padre Castellani dice que el verdadero católico, al final de los tiempos, se caracterizará no tanto por creer o no en Cristo, sino por creer o no en su retorno, su segunda venida, la Parusía.
Es la Parusía lo que Nuestro Señor mostró anticipadamente en el monte santo de la transfiguración, para consolidarlos a sus Apóstoles ante la crucifixión, y para consolidarnos a nosotros ante la segunda crucifixión que sucederá en los últimos tiempos, los tiempos apocalípticos, en que el cuerpo Místico de la Iglesia de Dios está ya siendo crucificado. Quien no tenga esto en claro claudicará.
Ésta es la explicación profunda de la crisis en la que estamos que se derrumba llegando hasta la raíz que ataca a la fe de la Iglesia y que ya San Pío X había señalado.
Cuando venga a juzgar a vivos y a muertos, el juicio de vivos no será el juicio de muertos, ni el juicio de muertos el de vivos, porque si no, no tiene sentido decir en el Credo que vendrá a juzgar a vivos y muertos.
El Credo, precisamente, no es una abundancia de palabras, sino todo lo contrario. Es una síntesis dogmática de los artículos o dogmas fundamentales que todo cristiano debe creer explícitamente y tan distintos son los vivos de los muertos como los muertos son de los vivos.
En medio de la cuaresma se manifiesta la Parusía de Nuestro Señor, para que nos vayamos acostumbrando a esperar la Parusía en medio de nuestros dolores, único remedio a nuestra desdichada condición. Eso quería Nuestro Señor para sus Apóstoles.
¡Que no claudiquemos ante la muerte del Cuerpo Místico de Nuestro Señor!
Domingo II de Cuadragésima – 2025-03-16 – 1 Tesalonicenses IV, 1-7 – San Mateo XVII, 1-9 – Padre Edgar Iván Díaz