domingo, 23 de marzo de 2025

"El Reino de Cristo y de Dios" (Efesios V, 5) - p. Edgar Iván Díaz

Fra Angelico - El Cristo Sufriente

“Estaba Jesús echando un demonio mudo” (San Lucas XI, 14), y el Señor es objetado por los Fariseos que le atribuían la expulsión del demonio mudo a la influencia de la obra o arte de Beelzebul, es decir, del Diablo.

Pero Nuestro Señor leyendo sus pensamientos y conociendo sus corazones, les dice, retrucándoles, para demostrarles lo absurdo e improcedente de tal acusación:

“Todo reino dividido contra sí mismo, es arruinado... Si, pues, Satanás se divide contra sí mismo, ¿cómo se sostendrá su reino?” (San Lucas XI, 17-18).

Si Nuestro Señor hubiera obrado en virtud del demonio, entonces el reino de Satanás estaría dividido, y caería porque todo reino dividido sucumbe. Jesús les demuestra así que no está obrando por virtud de Satanás, porque Satanás no se dividiría a sí mismo, sino en contra de Satanás.

Y además les pregunta: “¿Vuestros hijos por virtud de quién los arrojan?” (San Lucas XI, 19), porque ellos alardeaban de exorcizar también, aunque con muy poca suerte.

Les hace esa pregunta para mostrarles que pensaban mal de Él, por pura mala voluntad. A sus hijos no les acusaban de hacerlo por virtud de Satanás, pero a Jesús, sí. 

Y les dice la obvia conclusión: 

“Si por el dedo de Dios echo Yo los demonios, es que ya llegó a vosotros el reino de Dios” (San Lucas XI, 20). 

Un demonio no puede expulsar a otro demonio. Luego Jesús expulsa los demonios por virtud de Dios, y el Reino de Dios ya está entre ellos.

Así se manifestó en virtud de quién y porqué lanzaba los demonios. No simplemente como los otros que expulsaban demonios, sino especialmente, porque era el enviado de Dios, el Hijo de Dios, el Mesías que todo Israel esperaba.

Y esto le dio ocasión a Nuestro Señor para explicar lo que sucede cuando un demonio sale de un hombre:

“Cuando el espíritu inmundo sale de un hombre, recorre los lugares áridos, buscando dónde posarse, y, no hallándolo, dice: ‘Me volveré a mi casa, de donde salí’. A su llegada la encuentra barrida y adornada. Entonces se va a tomar consigo otros siete espíritus aún más malos que él mismo; entrados, se arraigan allí, y el fin de aquel hombre viene a ser peor que el principio” (San Lucas XI, 24-26).

Así es el poder de Satanás. Jesucristo nos advierte que tengamos cuidado con el Diablo, porque siempre es así, vuelve, regresa, retorna, y con otros más, y el estado de la persona a la que vuelve resulta peor que cuando el demonio salió de ella. 

Hay que tener mucho cuidado de no darle entrada nuevamente ya que esta vez viene fortalecido y peor aún. 

Eran los dirigentes del pueblo elegido y sus secuaces quienes objetaban a Nuestro Señor y así arrastraban a los demás. Nuestro Señor les aclara:

“Quien no está conmigo, está contra Mí; y quien no acumula conmigo, desparrama” (San Lucas XI, 23).

¡Esta afirmación solo la puede decir Dios! 

Ésta es una afirmación de la Verdad Absoluta. Ningún ser humano puede decir semejante afirmación. Solamente la Verdad puede; y Dios es la Verdad. 

Con esta expresión Nuestro Señor les estaba proclamando también que Él es Dios y que el Reino de Dios había llegado a ellos.

Así reafirmó Nuestro Señor su condición de Dios, y su condición de Rey, aunque ellos no lo aceptaron, o no lo quisieron aceptar. Él es Dios, y Rey.

Y el Reino de Dios es el Reino de Cristo. Así lo dice San Pablo en la epístola de hoy:

“…el Reino de Cristo y de Dios” (Efesios V, 5).

O sea, que cuando se habla del Reino de Dios se está hablando del Reino de Cristo. Él es Dios, y hombre, y es Rey. 

Cristo es Dios, y de su Reino hablan las Escrituras, aunque podamos leerlas desapercibidamente, casi sin darnos cuenta, sin percatarnos, que San Pablo dice: “el Reino de Cristo y de Dios” (Efesios V, 5), para aquellos que niegan el Reino de Cristo en la tierra. Para este reino Dios Padre creó la tierra. 

La razón divina primigenia por la que Dios hizo la creación es amor a Jesucristo Nuestro Señor. Para Él creó la tierra. Todo es para Cristo, y por Cristo.

La Epístola de hoy también dice que Nuestro Señor “se entregó por nosotros como oblación y víctima a Dios” (Efesios V, 2), por nuestros pecados. Se entregó por nosotros porque el hombre cayó en pecado. 

Es cierto que Nuestro Señor vino a redimirnos del pecado, pero el pecado no existe sin creación, y sin creación de seres libres, que puedan conocer y amar como los hombres y los ángeles.

Por eso, que haya venido a redimirnos en la Cruz es una razón subordinada a la razón por la cual Dios creó la tierra, a saber, para Nuestro Señor.

El argumento irrefutable del amor de Dios, con el que se nos dice que por amor creó este mundo, es que ese amor no puede estar cifrado ni superado por el amor que Dios se debe a sí mismo en la Santísima Trinidad.

Para Dios, no hay amor mayor que el que Él puede tenerse a Sí mismo en la Santísima Trinidad. 

Ningún otro amor, ni el de todo el bien del universo creado de la nada, justificaría el amor de Dios para con su Hijo, Segunda Persona de la Santísima Trinidad. Por esto Jesús es Rey de la tierra, porque Dios Padre la creó para Él.

Es que Dios se debe el amor a Sí mismo, y ninguna de sus perfecciones o atributos, que Dios participa a todo el universo creando los distintos seres, desde los inertes, pasando por los vegetales, los animales, el hombre, hasta los puramente espirituales, los ángeles, ninguno de estos bienes ni perfecciones colman ni son dignos del amor que Dios se tiene a Sí mismo y se debe a Sí mismo por propia esencia y naturaleza. 

El bien que Dios más estima es el de su propio ser—su propia deidad y divinidad—plena, absoluta, es decir, su divina naturaleza. 

Solo puede Él difundir el bien en la plenitud de su ser, y no en seres limitados o participados. Lo único que justifica la difusión del bien es difundirlos en la plenitud de su ser, y no en seres limitados o participados. 

Luego, para que Dios difundiera el bien fuera de Dios era necesaria la Encarnación de su Divino Hijo. Solamente así, gracias a que la Segunda Persona de la Santísima Trinidad se hizo hombre, pudo Dios difundir el bien a las creaturas.

Como Bien Absoluto Dios difunde sus bienes, y no puede dejar de difundir el Bien. 

¿Cuál es el mayor bien que puede difundir? Su propia vida, su propio ser. 

¿Cómo se puede operar eso? Por la Encarnación. 

Esa es la razón teológica por la cual Dios crea, para difundir el Bien, a Sí mismo, a la Santísima Trinidad, y por la Encarnación, en consecuencia, a las creaturas.

Si nosotros tenemos algo de bueno, es porque Dios así lo quiso. Y eso bueno que tenemos no es para nuestro egoísmo, sino para Jesucristo.

Por eso Cristo “es Alfa y Omega” (Apocalipsis I, 8). 

Por eso “Cristo es primogénito de toda la creación” (Colosenses I, 15). 

Si Él no hubiera sido el primero y la primacía y el predestinado desde toda la eternidad en el plan divino no sería el Alfa y el Omega, no sería el primogénito.

Entonces, Él, desde toda la eternidad, fue decretado.

Porque Dios por amor quiere difundir su amor, y la única manera de hacerlo en plenitud y no a medias, es a través de la Encarnación. 

Por eso decidió la Encarnación, pues en la Encarnación está la plenitud de la divinidad corporalmente.

Ese plan primigenio de la Encarnación incluye la maternidad divina de Nuestra Señora, y San José. 

San José está incluido en el mismo decreto de la Encarnación y es lo máximo que se le puede atribuir a San José, porque no podía haber Encarnación sin maternidad y sin que esta maternidad fuera virginal y, a la vez, resguardada dentro de la Sagrada Familia. 

Y por eso Cristo, su Madre y San José, son paradigma de todo lo demás que Dios iba a crear. Porque San José tenía que nacer de alguien; y la Virgen María tenía que nacer de alguien. Así, Dios creó a Adán y Eva por razón del decreto de la Encarnación de su divino Hijo desde toda la eternidad.

Pero como el plan primigenio se trastocó por el pecado de los ángeles malditos, y después, por el de Adán y Eva, y los nuestros, entonces ese Primogénito, Nuestro Señor Jesucristo, se anonadó tomando una naturaleza humana pasible y susceptible de sufrir y de morir y no en cuerpo glorioso como le correspondería por estar tocado, sustentado, subsistiendo y existiendo en la plenitud del ser divino. 

Por todo esto es que Nuestro Señor dice:

“Quien no está conmigo… desparrama” (San Lucas XI, 23). 

Fue como si les exigiera: ¡Debéis adorarme!

¡Claro que sí! 

¿Quién, con un poquito de buena voluntad, estando Dios Encarnado delante de él, no se arrodilla y le adora?

Si es “el que ilumina a todo hombre” (San Juan I, 9), como leemos en el Prólogo de San Juan, por haber venido a este mundo, y porque está a punto de venir en la Parusía. 

Por eso recalcó: 

“Mas si por el dedo de Dios echo Yo los demonios (y no por virtud de Beelzebul), es que ya llegó a vosotros el Reino de Dios” (San Lucas XI, 20).

Él podía decir eso porque Él es el Reino de Dios. Y ellos lo podían entender así. Pero la obstinación y la mala voluntad, y los prejuicios no les permitían ver. 

¡Como tampoco les permiten ver hoy! 

¿Con qué derecho un judío, un musulmán, un protestante, un budista, un fetichista se atreve a decir que no va a adorar a Dios y a su Cristo, si Él es, se mueve, existe y subsiste porque Dios lo quiere así?

Éste es el gran problema de la humanidad. Solo una religión salva. La única religión que desde el principio unió al hombre con Dios. No hay otra religión, u otro modo de unirse a Dios. Ninguna otra religión vale. Tampoco vale la libertad de conciencia, para elegir y adorar a Dios, como a la persona se le antoje.

Eso es orgullo satánico en el hombre, que ahora se ha convertido en derecho. El derecho de elegir la religión que se quiera. Eso es cátedra humana, no divina, como la del Vaticano II, como la de la agenda mundial. 

Hoy, cualquier culto, cualquier concepto de Dios, de Iglesia y de religión, vale. Esto lleva al infierno, porque no se adora al verdadero Dios, en espíritu y en verdad, como Dios es, como Dios se propone, como Dios se ha manifestado.

“Quien no está conmigo, está contra Mí” (San Lucas XI, 23).

Tampoco se adora al verdadero Dios, en espíritu y en verdad, cuando se quiere seguir siendo católico, pero con una fe blandengue, con un dogma aguado por componendas con la herejía. ¿Por qué se insiste en apañar la herejía?

Atención, tamariscos, porque la Tradición está yendo al precipicio con una nueva manera de ecumenismo, al igual que lo que pasó en el Vaticano II. Hoy la Tradición tiende a degradarse.

Atención, tamariscos, porque ser permisivo del error en la doctrina de Cristo desvitaliza la fe, disminuye las gracias que Dios tiene destinadas a su pueblo fiel.

Atención, tamariscos, no hay que tener miedo de desenmascarar la herejía. No está mal denunciar el peligro en el que se puede llegar a caer. 

No hacerlo es caer en un buenismo, que no es otra cosa que comprometer la salvación por motivos humanos. Esto es suicida.

A la herejía hay que decirle como Cristo: “quien no está conmigo está contra Mí” (San Lucas XI, 23). Cristo lo dijo, y yo estoy con Cristo.

Pero, ¿quién habla así? 

¿Quién se atreve a denunciar la herejía? 

Hay respeto humano, prejuicio, compromiso y presión. No hay verdad clara. Quien no quiere mirar las cosas de frente es por otra cosa.

¡Revitalizar la fe! ¡Ser aguerridos! Sin pisotear a nadie, por supuesto, pero tampoco dejarse pisotear. 

Habiéndonos podido redimir de muchísimas otras maneras, Nuestro Señor eligió la más apoteósica y escandalosa, para los que no tienen fe. Fue inmolado en la Cruz.

Estamos destinados a dar esplendor a nuestra fe. A ser partícipes de la Pasión y Muerte de Nuestro Señor con la propia crucifixión. Es el triunfo del espíritu por sobre la materia.

El Padre inmoló al Hijo. También inmola a su Iglesia.

Estar al pie de la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo.

¡Ven Señor Jesús! ¡Ven pronto! 

Amén.

Domingo III de Cuaresma – 2025-03-23 – Efesios V, 1-9 – San Lucas XI, 14-28 – Padre Edgar Díaz