La paz es la tranquilidad del orden. En el hombre se puede contemplar un triple orden: el orden del hombre hacia Dios; el orden del hombre hacia sí mismo; y el orden del hombre hacia otros o de los hombres entre sí.
Así, a este triple orden le corresponde una triple paz. Paz con Dios; paz consigo mismo; y paz con los demás.
Sin embargo, la paz es un don de Dios preclaro y eximio. El hombre creado por Dios y por Él colocado en el paraíso, estaba dotado de este insigne beneficio, y estaba en paz con Dios, al que conocía y veneraba como Padre suyo.
Tenía además paz consigo mismo, porque la parte inferior estaba sometida a la parte superior, es decir, el apetito a la razón; tenía paz con otros, ciertamente, con Eva, a la cual amaba con vehemencia como su cónyuge, carne de su carne, y huesos de sus huesos.
Esta paz la destruyó el pecado. Así es, el pecado destruyó la justicia y el recto orden y consecuentemente destruyó la paz, que es la tranquilidad del orden.
Destruyó la paz con Dios, porque por el pecado, el hombre se reveló contra Dios y le incitó a la cólera hacia él, y se hizo su enemigo; destruyó la paz del hombre consigo mismo, porque el pecado produjo aquella lucha y rebelión de la concupiscencia contra la razón; destruyó la paz de los hombres entre sí, porque del pecado nacieron las envidias y el odio entre los hombres, incluso entre los hermanos, que produjeron aquel primer fratricidio y después otras muchas disputas, luchas y guerras.
Por lo tanto, era razonable que Nuestro Señor Jesucristo volviera a traer a los hombres aquella paz perdida por el pecado. Ésta es la paz de Nuestro Señor Jesucristo, que los profetas han predicho muchas veces.
Cristo, el restaurador del género humano. El Hombre Redentor y Salvador. Fue prometido por Dios a nuestros primeros padres (Génesis III, 15).
Fue preanunciado al pueblo de Israel, como que había de venir a destruir el pecado y a salvar y a restituir al género humano.
Ésta es la paz concedida por Nuestro Señor Jesucristo, que los profetas han predicho muchas veces, conseguida con su muerte en la Cruz, y que será otorgada a los hombres en la Parusía.
Pues Nuestro Señor Jesucristo es y se llama el Príncipe de la Paz (cf. Isaías IX, 5-6); Él mismo será la paz (cf. Miqueas V, 5); hablará de la paz a las naciones (cf. Zacarías IX, 10).
En aquellos días la paz no tendrá fin (cf. Isaías IX, 7), aparecerá la justicia y abundará la paz (cf. Salmo 71, 3-7).
La paz predicha por los profetas y que ha de traer Nuestro Señor Jesucristo no solo es paz con Dios, sino también paz del hombre consigo mismo, y también paz de los hombres entre sí.
Se puede probar la paz con Dios y la paz del hombre consigo mismo:
“Derramad, oh cielos, desde arriba el rocío, y lluevan las nubes la justicia; ábrase la tierra y produzca la salvación; y brote juntamente con ella la justicia. Yo, Dios, soy autor de estas cosas” (Isaías 45:8).
“Yo hago venir mi justicia, que no está lejos, y mi salvación que no tardará. Yo pondré en Sión la salud, y mi gloria en Israel” (Isaías 46:13).
“Observad el derecho y practicad la justicia; porque pronto vendrá mi salvación, y va a revelarse mi justicia” (Isaías 56:1).
Porque la justicia se opone al pecado y lo excluye, pues por el pecado nos enemistamos con Dios, parece que la paz y la reconciliación con Dios van más allá de la justicia.
De forma similar, la verdadera salvación, la salvación de Dios, prometida y dada por Dios, trae consigo la liberación del pecado.
Además, la justicia o justificación trae a los hombres la paz interna del alma y la tranquilidad de la buena conciencia.
“El castigo salvador pesó sobre Él y en sus llagas hemos sido curados” (Isaías 53, 3).
Nuestro Señor soportó el castigo de los pecados satisfaciendo a la justicia divina para nuestra salvación.
En cambio, Dios, habiendo sido expiados los pecados por Él, nos otorga la prosperidad y la salvación, por Uno para todos.
Dos bienes son descritos: la paz, y la curación.
La paz es el bien traído por Nuestro Señor Jesucristo, y como el conjunto y acumulación de todos los bienes.
Y muy acertadamente se añade la curación, que es como el camino para la perfecta posesión de la paz.
Los males con los que el pecado nos ha acometido, se nos dice que serán curados. Se intuye, pues, que se logrará una restauración a nuestra condición de enfermos por los pecados.
Nuestras heridas serán curadas por sus clavos.
Luego, la Pasión de Cristo es la disciplina o castigo para nuestra paz. Es también nuestra salvación, que nos sana del mal del pecado y, por consiguiente, nos trae la paz y la reconciliación con Dios y la paz y la tranquilidad de la buena conciencia.
¡Ven pronto Señor Jesús!
Ya sea, a través de una buena muerte, como la del martirio…
Ya sea a través de tu Parusía.
¡No tardes más…!
Amén.