sábado, 3 de diciembre de 2022

Las grandezas de sus bondades - Padre Edgar Díaz

La Virtud de la Esperanza en el Arte
Praderas de Zumwalt - Idaho - Norteamérica

*

En medio de las vicisitudes las Escrituras nos proporcionan consuelo. En ellas nos habla el mismo Dios, cuya palabra es el fundamento inquebrantable de nuestra esperanza, porque ella está llena de promesas.

El testimonio de los Santos confirma lo expresado: “Cuando descubrí el Evangelio—dice Santa Teresa de Lisieux—los demás libros ya no me decían nada”.

Todo fue escrito para nuestra enseñanza y consuelo:

“Pues todo lo que antes se escribió, fue escrito para nuestra enseñanza, a fin de que tengamos la esperanza mediante la paciencia y la consolación de las Escrituras. El Dios de la paciencia y de la consolación os conceda un unánime sentir entre vosotros según Cristo Jesús” (Romanos XV, 4-5).

Todo fue escrito a fin de que tengamos vida, esperanza y consuelo:

“Acuérdate de tu palabra a tu siervo, en la cual me hiciste poner mi esperanza. Esto es lo que me consuela en mi aflicción: que tu palabra me da vida” (Salmo 118 [119], 49-50).

Vemos que las palabras de Dios son la medida de sus promesas, por lo cual nuestra esperanza en éstas crece en la proporción en que vamos conociendo esas palabras y creyéndolas: “Sea, Dios, tu misericordia sobre nosotros, como lo esperamos de Ti” (Salmo 32 [33], 22).

Y ningún deseo nuestro puede alcanzar semejante medida, porque la palabra de Dios sobrepuja toda imaginación: “Ten compasión de mí, oh, Dios, en la medida de tu misericordia; según la grandeza de tus bondades, borra mi iniquidad” (Salmo 50 [51], 3).

Las palabras de Dios son la medida de sus promesas que sobrepasan toda imaginación: 

“Vengan sobre mí tus misericordias, oh, Dios; y tu salud, según tus oráculos; y podré responder a los que me reprochan por haber confiado en tus palabras” (Salmo 118 [119], 41-42).

“De todo corazón imploro tu rostro; apiádate de mí conforme a tu promesa” (Salmo 118 [119], 58).

“Conforme a tu palabra, oh, Dios, has obrado bondadosamente con tu siervo” (Salmo 118 [119], 65).

“Desfallece mi alma suspirando por la salud que de Ti viene; cuento con tu palabra” (Salmo 118 [119], 81).

Con este deseo ardiente y confiado con que Israel expresaba el ansia por el Mesías hemos de vivir nosotros hoy suspirando por su venida.

“Y el Espíritu y la novia dicen: ‘Ven’. Diga también quien escucha: ‘Ven’. Y el que tenga sed venga; y el que quiera, tome gratis del agua de la vida” (Apocalipsis XXII, 17).

El Espíritu y la novia dicen: Ven, Ven, Señor Jesús. Es el suspiro con que termina toda la Biblia (cf. Apocalipsis XXII, 20) y, con ella, toda la Revelación divina.

El mismo suspiro de Israel para llamar al Mesías, es el que hoy, con mayor motivo después de haberlo conocido en su primera venida, emite la Iglesia ansiosa de las Bodas (cf. Apocalipsis XIX, 6 ss.).

Diga también quien escucha: Ven. El vehemente pedido de que Él venga sin demora, nos parecería tal vez una insistencia egoísta y atrevida, como que pretendiera enseñarle a Él cuándo ha de venir (cf. Apocalipsis XXII, 12).

Bien vemos aquí, sin embargo, que es Él quien nos enseña que así lo llamemos: “¿Cuál no debe ser la santidad de vuestra conducta y piedad para esperar y apresurar la Parusía del día de Dios…?” (2 Pedro III, 11-12).

Así, la esperanza es la mejor prueba de la caridad. 

Pero la Iglesia no fuerza esta venida, porque sabe que solo algo muy importante puede detenerlo a que demore la unión.

Debe antes completarse el número de los elegidos, y la novia (la Iglesia) ha de estar vestida de blanco (cf. Apocalipsis IX, 7 s.), sin mancha ni arruga alguna, como Él la quiere (cf. Efesios V, 25 ss.; Cantar de los Cantares IV, 7; Oseas II, 19 s.; Oseas III, 3-5).

En esto se vive, pues, muy intensamente el precepto de la caridad fraterna, al compartir la longanimidad de Dios (cf. Romanos III, 26); y también el misterio de la comunión de los Santos, al solidarizar nuestra esperanza con la de toda la Iglesia (como lo hacía todo buen israelita, cuya esperanza mesiánica se confundía con la de todo Israel). 

Y al aceptar de buen grado que esa plenitud de felicidad, que esperamos, junto con la glorificación del Amado, esté sometida, por obra de su insondable caridad divina, a esa gran paciencia con que solo Él sabe esperar a los pecadores durante el justo tiempo hasta completar el ramillete que ha de ofrecer un día “a su Dios y Padre” (1 Corintios XV, 24; San Juan XVII, 2).

“Espero en Dios, mi alma confía en su palabra. Aguardando está mi alma, más que el centinela el alba. Más que el centinela la aurora” (Salmo 129 [130], 5-6).

Mi alma confía en su palabra, es decir, “en la realización de los oráculos que anuncian el advenimiento de una era de justicia y de prosperidad”, señala Crampón.

La larga espera es siempre ansiosa (cf. Daniel IX, 24), y más si es en la triste noche. Solo la mañana trae alegría: “el llanto viene al anochecer, y con la aurora vuelve la alegría” (Salmo 29 [30], 6).

También San Pedro nos da la esperanza como antorcha en lugar oscuro para aguardar la venida del Lucero (cf. 2 Pedro I, 19), y, así, “la esperanza cristiana se confunde hoy con la esperanza de Israel en un mismo anhelo por ver glorificado al Mesías”, comenta Straubinger.

“Porque no os hemos dado a conocer el poder y la Parusía de nuestro Señor Jesucristo según fábulas inventadas, sino como testigos oculares que fuimos de su majestad” (2 Pedro I, 16).

“La misericordia del Señor se manifestará en el rescate abundante de su pueblo, librándolo de todas sus iniquidades, que son la causa de los desastres y humillaciones que padece”, explica Prado.

“Cuenta Israel con Dios, porque en Dios está la misericordia, y con Él, copiosa redención” (Salmo 129 [130], 7).

¡Bellísimo! Aunque la espera es larga, podemos gozar desde ahora “la dichosa esperanza” (cf. Tito II, 13), pues su cumplimiento es más seguro que, en la noche, la venida de un nuevo día.

Copiosa redención, porque es una redención gratuita y superabundante, hecha a costa de la Sangre inocente: 

“¿Puede tener otro móvil que un asombroso amor del Padre para nosotros? Amor del que es Santo y Omnipotente al que es impuro, culpable, incapaz, no puede ser sino un amor esencialmente misericordioso”, nos dice Monseñor Guerry.

Jesús llama “nuestra redención” al día de su segunda venida (cf. San Lucas XXI, 28), porque en él recogeremos plenamente el fruto de la primera.

Por lo tanto,

“No menosprecies las profecías” (1 Tesalonicenses V, 20). E insiste San Pablo: “Aspirad a la profecía” (1 Corintios XIV, 39).

Hoy solemos interesarnos poco por las profecías, a las cuales la Sagrada Escritura dedica, sin embargo, gran parte de sus páginas.

En el Eclesiástico (39, 1) se nos muestra el estudio de las profecías como ocupación característica del que es sabio según Dios (cf. Amós III, 7 ss.).

Doctrina y profecía tienen la misma íntima relación que conocimiento y deseo. 

Lo primero es doctrina, o sea conocimiento y fe; lo segundo es profecía, o sea esperanza y deseo vehementísimo, ambicioso anhelo de unión que quisiera estar soñando en ello a toda hora, y que con solo pensar en la felicidad esperada, nos anticipa ese gozo tanto más eficazmente cuanto mayor sea el amor. 

¿Cómo podría entonces concebirse que hubiera caridad verdadera en un alma despreocupada e indiferente a las profecías?

“El que ara debe arar con esperanza, y el que trilla, con esperanza de tener su parte” (1 Corintios IX, 10).

“Todo esto les sucedió a ellos en figura, y fue escrito para amonestación de nosotros para quienes ha venido el fin de las edades” (1 Corintios X, 11).

“Y sin duda alguna, grande es el misterio de la piedad” (1 Timoteo III, 16).

“Y otra vez dice Isaías: ‘Aparecerá la raíz de Jesé, y Él que se levantará para gobernar a las naciones; en Él esperarán las gentes” (Romanos XV, 12).

Durante el Adviento, a fin de que tengamos esperanza, practiquemos la paciencia, que nos viene del consuelo que nos dan las Escrituras, por las promesas de eterna felicidad:

“El Dios de la esperanza os colme de todo gozo y paz en la fe, para que abundéis en esperanza por la virtud del Espíritu Santo” (Romanos XV, 13). 

Por gracia del Espíritu Santo podemos abundar en esperanza, como nos asegura San Gregorio: 

“La virtud del Espíritu Santo da sombra al alma, templa el fuego de todas las tentaciones, y cuando toca el alma con el soplo de su suavidad, aparta de ella todo lo que la quemaba; renueva todo lo gastado; con Él reverdece lo marchito, y aquel soplo divino hace renacer la fuerza, y acrece el vigor con que corremos hacia la vida eterna”.

Amén.

*

Dom II Adv – 2022-12-04 – Romanos XV, 4-13 – San Mateo XI, 2-10 – Padre Edgar Díaz