domingo, 18 de diciembre de 2022

Que uno sea fiel - Padre Edgar Díaz

San Juan el Bautista - Alejandro de Loarte - XVII - Museo del Prado

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Un apóstol es depositario de los misterios de la fe. Por lo tanto no le es lícito predicar sus propias ideas, y tampoco está sometido a juicio humano alguno, puesto que el juicio de los hombres es falible, no se puede confiar en él:

“Que nadie ponga su gloria en los hombres” (1 Corintios III, 21).

No ha de verse en los apóstoles valores propios, sino mirarlos solamente como agentes cuyo valor depende todo de la fidelidad con que cumplen su mandato:

“Ahora bien, lo que se requiere en los distribuidores es hallar que uno sea fiel” (1 Corintios IV, 2).

Su mandato consiste en poner al alcance de las almas los misterios revelados por Dios.

Los misterios—dice Fillion—son “las verdades evangélicas predicadas por los apóstoles y los otros misioneros de Cristo”. La verdad de la Doctrina de Cristo.

“Predicamos sabiduría de Dios en misterio, aquella que estaba escondida y que predestinó Dios antes de los siglos para gloria nuestra” (1 Corintios II, 7).

Todo apóstol es siervo de Dios:

“Así es preciso que los hombres nos miren: como a siervos de Cristo y distribuidores de los misterios de Dios” (1 Corintios IV, 1)

Sólo por Él debe ser hallado fiel:

“Pues aunque de nada me acusa la conciencia, no por esto estoy justificado. El que me juzga es el Señor” (1 Corintios IV, 4).

Cuestiona San Pablo su propio juicio, porque siente que no se conoce lo suficientemente bien como para ser imparcial en este asunto.

Indudablemente, su conciencia le rinde el íntimo testimonio de que supo realizar su función fielmente. Pero eso no basta para probar que nada tiene que reprocharse. 

Sólo puede juzgar justamente quien conoce lo que pasa en las profundidades del corazón humano. Solo justifica el juicio del Señor, y la conciencia no alcanza para ello.

Por eso, a San Pablo no le importan los vanos juicios de los hombres:

“El Señor conoce los razonamientos de los sabios, que son vanos” (1 Corintios III, 20).

Ni el juicio propio, que podría ser parcial:

“Pues no es aprobado el que se recomienda a sí mismo, sino aquel a quien recomienda el Señor” (2 Corintios X, 18). 

Confirma esto elocuentemente:

“¿Quién eres tú para juzgar al siervo ajeno? Para su propio señor está en pie o cae. Será sostenido en pie, porque poderoso es el Señor para sostenerlo” (Romanos XIV, 4).

Por eso, cuando nos vemos en conflicto con el prójimo, sentimos una fuerte inclinación a formarnos un juicio sobre él: sea para condenarlo, satisfaciendo nuestro amor propio, o para justificarlo benévolamente.

La verdad no está ni en una cosa ni en la otra. Está en el abstenerse de ese juicio: 

“No juzguéis, para que no seáis juzgados” (San Mateo VII, 1).

Se prohíbe el juicio temerario, es decir, sin fundamento, razón o motivo. Se prohíbe la ligereza.

No es necesario que sepamos a qué atenernos con respecto a un apóstol, sino solo con respecto a su doctrina.

En esto último sí que hemos de proceder con libertad de espíritu para aceptar o rechazar lo que nos propone. 

Pero la tendencia a juzgar al prójimo debe abandonarse y dejarse para que Dios lo resuelva, sin pretender justificarse uno mismo con las fallas del otro. 

No juzgar al siervo de otro es, pues, prescindir de la opinión propia, resignarse a ignorar, sin condenar, ni absolver:

“No juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; absolved, y se os absolverá” (San Lucas VI, 37).

Hay aquí una gran luz, que nos libra de ese empeño por corregir a otros (que no están bajo nuestro magisterio), so pretexto de enseñarles o aconsejarles sin que lo pidan.

Es un gran alivio sentirse liberado de ese celo indiscreto, de ese comedimiento que, según nos muestra la experiencia, siempre sale mal.

Luego, de nada vale juzgar antes que venga el verdadero Juez:

“Por tanto, no juzguéis nada antes de tiempo, hasta que venga el Señor; el cual sacará a luz los secretos de las tinieblas y pondrá de manifiesto los designios de los corazones, y entonces a cada uno le vendrá de Dios su alabanza” (1 Corintios IV, 5).

Sólo entonces podrán emitirse con certeza los juicios humanos, cuando Jesucristo Juez Infalible haya pronunciado públicamente los suyos, en los grandes juicios de los últimos tiempos. 

Allí se conocerán las buenas o malas artes de todos, que han permanecido desconocidas para los hombres, y los motivos secretos por lo que actuaron.

A la espera de ese momento solemne, San Pablo desafía la jurisdicción de cualquier juez humano.

Su juicio será siempre falible, y esto nos da pie para poner nuestras esperanzas solo en el Juicio del Señor, que será en el día de su Parusía: “vendrá a juzgar a vivos y muertos”.

De hecho, no en vano la Iglesia nos presenta en el Sábado de las Témporas de Adviento, el texto de San Pablo donde se delinea el orden de estos acontecimientos trascendentales y últimos:

“Nadie os engañe en manera alguna, porque primero debe venir la apostasía y hacerse manifiesto el hombre de iniquidad, el hijo de perdición” (2 Tesalonicenses II, 3).

Que nadie nos engañe—dice San Pablo—porque se corre el riesgo de no presentar este texto en toda su verdad: a la apostasía le debe seguir el anticristo.

No tomar en cuenta este orden, y no llegar a comprender el alcance que la apostasía tiene puede llevarnos a conclusiones erradas. Y la apostasía es ya demasiado evidente.

Por eso, sorprende hallar entre nosotros que aún no se comprenda la excesiva maldad del hombre, exacerbada aún más por la falta de fe. Aún pensamos que han de ser muy raras las personas que obran por amor al mal.

Nuestra sorpresa viene de ignorar el inmenso alcance que tiene el primero de los dogmas bíblicos: el pecado original. La Iglesia lo ha definido en términos clarísimos (Denz. 174-200).

Y más aún, de ignorar el devastador efecto que ya está produciendo entre nosotros una verdad bíblica de los últimos tiempos como la apostasía, expresada por San Pablo, como ya dijimos.

Indudablemente, ante la inminencia de la Parusía, en donde el mal será desterrado por Nuestro Señor Jesucristo, los efectos de la apostasía sobre la humanidad reinan desenfrenadamente.

La apostasía es la culminación del misterio de iniquidad (cf. 2 Tesalonicenses II, 3.6), y el clima favorable para la desembozada aparición del anticristo (cf. 2 Tesalonicenses II, 8).

Nuestra formación nos lleva a pensar que es caritativo creer en la bondad del hombre, siendo así que en tal creencia consiste la herejía pelagiana, origen de tantos males contemporáneos. 

No es que el hombre se levante cada día pensando en hacer el mal por puro gusto. Es que el hombre, no sólo está naturalmente entregado a su propia inclinación depravada (que no se borró con el Bautismo), sino que está rodeado por el mundo enemigo del Evangelio; más aún, está en tiempos de la gran apostasía, y expuesto además a la influencia cada vez mayor del Maligno, que lo engaña y le mueve al mal con apariencia de bien.

Por eso nuestro juicio humano no puede ser sino falible. Estará siempre impregnado de esa malicia innata que le impide ser totalmente imparcial.

De ahí que todos necesitemos nacer de nuevo y renovarnos constantemente en el espíritu por el contacto con la divina Persona del único Salvador, Jesús, mediante el don que Él nos hace de su Palabra y de su Cuerpo y su Sangre redentora. 

De ahí la necesidad constante de vigilar y orar para no entrar en tentación, pues apenas entrados, somos vencidos. 

De ahí la necesidad de hacer penitencia mediante el arrepentimiento para la remisión de los pecados, como nos dice hoy el Bautista (cf. San Lucas III, 3).

En la etapa final del Adviento, una lección de inmenso valor para el saludable conocimiento y desconfianza de nosotros mismos y de los demás: 

Los abismos de la humana ceguera e iniquidad, que son enigmas impenetrables, pero que en el Evangelio están explicados con claridad transparente. 

Al que ha entendido esto, la humildad se le hace luminosa, deseable y fácil.

El momento del arrepentimiento y de arreglar las cuentas con Dios es éste. Cuando Nuestro Señor Jesucristo venga, ya no habrá tiempo para pedirle disculpas; habrá Juicio.

La epístola de San Pablo de la Misa de hoy culmina con un eufemismo que es obvio:

“Y entonces a cada uno le vendrá de Dios su alabanza” (1 Corintios IV, 5).

Cada uno tendrá su parte de la alabanza y recompensa de parte de Dios.

Irónicamente habla de alabanza solamente, mientras que deliberadamente deja de lado la culpa y el castigo que vendrá sobre muchos, por ser ésta una elemental conclusión.

Amén.

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Dom IV Adv – 2022-12-18 – 1 Corintios IV, 1-5 – San Lucas III, 1-6 – Padre Edgar Díaz