Santa Ana y la Santísima Virgen Niña |
Prov XXXI, 10-31
San Mateo XIII, 44-52
Los privilegios y gracias de que Dios había colmado la concepción inmaculada de su Santísima Madre María no podían menos de reflejarse en sus afortunados padres, a quienes el apócrifo Protoevangelium Iacobi da los nombres de Ioachim y de Anna.
En el siglo VI Justiniano erigió en Constantinopla una iglesia en honor de Santa Ana, a la cual, juntamente con San Joaquín, el Menologio (el calendario de la Iglesia Ortodoxa Griega que contiene la biografía de los santos) señaló como día festivo el 9 de septiembre.
La veneración a los padres de la Santísima Virgen María se difundió luego por todo el Oriente. Los sirios veneran a Santa Ana con el nombre de Dina el 25 de julio; pero en general los demás orientales tienden a acercar la fiesta de los padres de la Madre de Dios a la solemnidad de su nacimiento o bien a la de su asunción al cielo.
En el mundo latino, una de las primeras huellas del culto a los padres de la Santísima Virgen, se encuentra en la biografía de León III, que mandó reproducir sus imágenes en la basílica de Santa María la Mayor (Roma).
Otra representación de Santa Ana es reconocida comúnmente en una hornacina de la basílica de Santa María Antiqua en el foro romano: Santa Ana con la Santísima Virgen, Santa Isabel con el Bautista, y por fin, María Santísima con el Niño Jesús. La pintura es del siglo VIII, y no ha faltado quien la haya atribuido al papa Constantino (708-715).
La fiesta litúrgica de Santa Ana, entre los latinos comienza a celebrarse en la Edad Media avanzada, pero no fue introducida definitivamente en el Misal Romano hasta el 1584, por Gregorio XIII.
Roma ha levantado por lo menos una decena entre iglesias y capillas a la Madre de la Santísima Virgen. En la basílica patriarcal de San Pablo hay memoria de la preciosa reliquia del brazo de Santa Ana desde los tiempos de Santa Brígida de Suecia, que obtuvo una partecita del mismo. Entonces se le apareció Santa Ana y le enseñó el modo de guardar y de venerar sus sagradas reliquias.
León XIII y Benedicto XV han donado algunos fragmentos del mismo brazo de Santa Ana a algún insigne santuario dedicado a la Santa en Canadá y en Normandía, donde el Señor se ha complacido en ilustrarlos con numerosos milagros.
La oración colecta de la Misa de hoy dice así: “Oh Señor, que te dignaste conceder a Santa Ana la gracia de que fuese madre de la Madre de tu unigénito Hijo; muéstrate propicio y concédenos que aquella cuya fiesta hoy celebramos, nos asista desde el cielo con su patrocinio.” Como se ve, la Iglesia más bien que honor llama gracia al privilegio otorgado a Santa Ana de haber dado a luz a la Madre de Dios.
La razón es ésta: atendidas las relaciones de madre que habían de existir entre Santa Ana, María Santísima y Jesús, la esposa de Joaquín no pudo menos de ser espléndidamente enriquecida con todas las gracias de estado, convenientes al oficio y cargo que se le asignaba. Habría resultado poco decoroso para Jesús y para María, el tratar, obedecer y respetar a una madre excesivamente diferente en santidad.
En la primera lección de hoy, tomada del libro de los Sabiduría (Prov XXXI, 10-31), leímos acerca de los elogios de la mujer fuerte, que se santifica en el santuario de su propia familia, gracias a la práctica de las virtudes. Esta imagen de la mujer fuerte podemos fácilmente aplicarla a Santa Ana.
En general, nos formamos una idea falsa de la virtud. Creemos que la virtud es algo muy fatigoso de adquirir, algo sombrío, triste, melancólico, retrayente. Una montaña inaccesible, o la soledad de un horroroso desierto. Creemos que la virtud es solo para aquellas personas que viven consagradas a Dios en los monasterios, y no para las personas que viven en medio del mundo.
Este error es obra del amor propio, consecuencia funesta del notorio desorden en las costumbres, muy especialmente en el mundo de hoy. El amor propio se sirve de un artificio para infundirnos disgusto por la virtud, representando la santidad como algo imposible. Pero el Espíritu Santo nos descubre en la lección de hoy la falsedad de esta opinión.
Aquella mujer fuerte pasó su vida en medio de su familia, ocupada en las más ordinarias tareas; dedicada al gobierno de su casa y a mantener la paz en ella; a dar gusto al esposo y a dedicarse en la labor de la casa a ratos, y a otros ratos en la oración.
De hecho, no fue olvido del Espíritu Santo el no hablar de visitas, ni de juegos, ni de paseos, ni de galas, a las cuales tareas se podría haber dedicado la mujer. El Espíritu Santo no intentaba hacer el retrato de las mujeres del mundo que se ven en nuestros tiempos; mas bien, quería dejarnos la imagen de una mujer cristiana.
Una mujer cristiana no sigue el espíritu del mundo; su gusto está más inclinado por el retiro de su casa y por la modestia, que por la dispersión en las vanidades. Toda su seria ocupación son las obligaciones de su estado, las cuales no son estorbos ni dificultades para practicar la virtud, al contrario, sirven para fomentarla.
¿Quién, entonces, no podrá imitar la vida interior escondida y común de Santa Ana? ¿A quién le parecerá muy elevado el modelo de perfección que solo le pone delante las obligaciones más comunes de una sencilla ama de casa? ¿Quién podrá objetar que es muy dificultoso vivir retirado y callar?
No hay ninguno que no pueda imitar la vida interior de Santa Ana, su silencio, su dulzura, su humildad. No hay ninguno que no tenga espíritu y ánimo para vivir contento en el humilde estado en que nació, para pasar la vida en recogimiento y oración.
Esta facilidad de imitar la vida de Santa Ana inspira confianza en su protección por su singular caridad para con los pecadores, ya que Ella tiene directo parentesco con el Salvador. Animada del mismo espíritu, no puede menos que compadecerse tiernamente del deplorable estado en que se encuentran las almas.
La oración secreta de la Misa dice: “Mira benigno, Señor, este sacrificio, para que la gracia de la intercesión de Santa Ana, Madre de la Madre de tu Hijo, aumente nuestra piedad y sea causa de nuestra salvación.”
Existe una íntima relación entre el Divino Sacrificio y Santa Ana, por cuanto la humanidad y la sangre que Jesús ofreció sobre la cruz, y que Él había tomado de las purísimas entrañas de María, ésta, a su vez, la debe a su propia madre Ana, en cuyo seno fue concebida sin pecado original.
La Antífona para la Comunión está tomada del Ps XLIV, 3: “Sobre tus labios está derramada la gracia: por eso Dios te ha bendecido para siempre”.
La gracia que trajo Ana al mundo es la Santísima Virgen María. Sus labios destilan gracia, porque ¡cuántos besos no debía de estampar en el purísimo rostro de María y en el del divino nieto Jesús, en su oficio de madre y de abuela!
La oración después de la Comunión nos enseña a pedir la salvación: “Alimentados con los Sacramentos celestiales, te rogamos, oh Dios omnipotente, que por los méritos de Santa Ana, a quien escogiste para madre de la Madre de tu Hijo, podamos llegar a la salvación eterna”.
Es de notar la insistencia de la Iglesia en pedir la salvación de las almas. ¿Por qué? Porque la salvación es una obra gratuita de Dios, a la cual debemos cooperar nosotros sin presunción, mas con toda humildad y confiando en los méritos de Jesucristo. Durante la vida, no sabe el hombre si es digno de odio o de amor, y por eso, según San Pedro, mediante las buenas obras hemos de trabajar por mejor asegurar nuestra eterna predestinación.
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Tenemos gran necesidad de protectores con Dios y no se puede dudar que Santa Ana es una protectora muy poderosa. Sería negligente de nuestra parte no invocar su ayuda. A partir de hoy, podríamos poner nuestra alma y la de nuestros seres queridos bajo su protección, y pedirle perdón a Santa Ana por nuestro olvido.
Todas las familias cristianas deberían estar dedicadas a Santa Ana. Nada se pide a Dios con la debida disposición, que no se consiga con sus ruegos. ¿Qué podrá negar Jesucristo a la intercesión de su Abuela? ¿Y la Virgen, con todo lo que le pide su querida madre?