La Epifanía de Nuestro Señor Jesucristo |
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La Epifanía del Señor es el cumplimiento del ciclo de la Navidad. Al misterio de la Encarnación le añade una nueva perspectiva, la de la universalidad de la salvación, y éste viene a ser su significado más consolador, de infinita esperanza, para toda la humanidad.
En medio de la llaneza de Belén apareció un fastuoso cortejo de reyes y sabios venidos del oriente que conmovió al pueblo, y a las autoridades en Jerusalén, sobretodo al perverso y cruel rey Herodes.
La confrontación de estas dos realidades creó una atmósfera llena de tensión en la cual estaba principalmente involucrada la más alta oficialidad judía tanto política como religiosa.
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El cuadro se nos presenta con distintos matices: majestad y grandeza, pero a la vez, drama, que se desencadena inesperadamente.
Los visitantes del lejano país eran personas de alto rango, tal vez príncipes o reyes, y, a la vez, estudiosos de la astronomía, de ahí que son también llamados, sabios o “magos”, como se les dice en su país.
El conocimiento de las leyes de los astros siderales era considerado de gran prestigio, casi una religión natural. Fueron llamados a adorar al Niño recién nacido por el insólito espectáculo de la aparición en los cielos de una nueva estrella.
Mientras los pastores fueron atraídos por el fulgor del Ángel, los Magos lo fueron por el fulgor de una estrella. Por eso, con toda razón podemos decir que la llamada que nos lleva al Señor es siempre un esplendor que nos ilumina y nos atrapa hacia el Bien Inefable que es Dios para seguirlo sin más.
El mensaje y el canto angélico que escucharon los pastores, y la aparición y guía de la nueva estrella, son dos espectáculos de incomparable belleza que dan al origen del Cristianismo su tinte de grandeza divina.
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El drama resulta del encontronazo de tres “realezas”: la Esencial de Jesús, la de los Magos, y la del perverso Herodes.
Mientras los Magos se apresuraban para venir a homenajear al Rey de los Reyes, la Realeza Esencial del Hijo de Dios, Herodes, por su parte, tramaba la desaparición del recién nacido. ¡Sorprendente!
Tenemos pues dos respuestas opuestas a la nueva realidad que acababa de emerger en el mundo, algo incomparable, nunca visto, y que desde ese momento en más cambiaría los destinos de la humanidad.
La Encarnación del Verbo de Dios venía para asumir la posesión del mundo, aunque su tiempo no era aún, pues reinaría al final, después de destruir al Anticristo.
Sin embargo, desde la más tierna edad, Nuestro Rey, ya recibía tanto el obsequio de la adoración por ser Dios como la perfidia de la impiedad por ser considerado un enemigo.
¿Por qué Herodes habría de temer a un Niño?
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En el cuadro vemos además grandeza. Un cortejo de reyes y sabios del oriente al pie de un tierno Niño, en brazos de su pobre Madre, que era Madre de un Niño a la vez adorado como Dios, y como Rey de los Reyes.
Tierno Niño, frágil como todo niño, pero que de su divino rostro reflejaba ya la atracción beatificante del Paraíso.
Pobre Madre, que tenía en brazos a su pequeño Hijo con majestad de Reina: María veía y escuchaba y conservaba todo en su corazón, asombrada y feliz por el homenaje brindado a su Hijo y a su Dios.
Las impresiones opuestas del anuncio del Ángel del advenimiento del imperio sin fin del Hijo de Dios, por una parte, y del inesperado resplandor de la espada de dolores predicha por el Anciano Simeón a María, por otra, se funden en la fastuosa visita de los Magos que guiados por Dios retornaron a su país por otra vía para escapar del señuelo puesto por Herodes.
María, satisfecha, pero a la vez turbada, tuvo el presentimiento angustioso que graves y siniestros peligros se cernirían sobre su Tesoro.
La Reina de Saba vino a visitar a Salomón atraída por el externo esplendor del poder y sabiduría del Rey de Jerusalén; los Magos, en cambio, se pusieron en marcha gracias a una moción interior del Altísimo que les hizo ver un nuevo esplendor en el cielo que los invitaba a la humilde morada del recién nacido Rey de los judíos.
El sentido de la fastuosidad, de la magnificencia, de la grandeza es propio del Oriente. Porque es propiamente en el Oriente donde surgió y se desarrolló el concepto de un Ser Absoluto, Inmenso, y, a la vez, Simple, es decir, Dios, que todo lo abraza y en todo se manifiesta.
Esta fastuosidad no debía faltar en la deferencia brindada al Verbo de Dios y no podía dejar al Hijo de Dios en un segundo lugar o en un orden subordinado con respecto a los reyes de la tierra.
Es por esto por lo cual los Magos dejando a Herodes en Jerusalén, se pusieron nuevamente en marcha hacia Belén, para adorar al Cristo.
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Pero sobretodo en este cuadro brilla la fe. Junto con los Magos el mundo entero fue a Belén. Todos los pueblos de la gentilidad, envueltos en tinieblas, según nos dice el profeta Isaías, vinieron a la luz de Cristo.
Es verdad, por cuanto nos consta, que seguidamente a la visita de los Magos no hubo una inmediata repercusión entre los paganos: el maravilloso episodio quedó aislado en sí mismo.
Pero el precedente histórico de la fe, representada por los Magos, está allí. La explícita vocación de los gentiles al Evangelio tendrá su cumplimiento en el precepto de Cristo cuando, antes de ascender a los cielos, le ordene a los Apóstoles: “Id por el mundo entero, predicad el Evangelio a toda la creación” (San Marcos XVI, 15).
Los gentiles, en realidad, tenían derecho a oír predicada la salvación del Evangelio, no solo por el acongojante deseo de justicia y de luz que los atormentaba, sino por el acto de presencia ante la divina majestad del Verbo Encarnado que toda la gentilidad, en la persona de los Santos Magos, había hecho al divino Niño.
La fe de los Magos, sin tener fe, pues no conocían la fe como los judíos, dolorosamente contrasta con la indiferencia de los sacerdotes que tenían por encargo precisamente custodiar esa fe. Y con la siniestra crueldad del perverso monarca Herodes.
Que una petición tal como la de los Magos no interese a los sacerdotes es signo de que estos estaban en otra cosa, inmersos en la política, y completamente sometidos a la funesta voluntad de Herodes, decidido a eliminar a cualquier precio al inoportuno antagonista.
Más tarde, los sacerdotes tomarán el puesto del malvado rey, que ya había muerto de muerte ignominiosa, y harán condenar a Cristo propiamente acusándolo de haber querido proclamarse Rey de los judíos: así históricamente Herodes fue finalmente vengado por los sacerdotes.
Aunque de hecho ya se había vengado en cierta manera, cuando mandó matar a todos los niños de Belén y sus entornos menores de dos años.
Los santos inocentes son los primeros frutos recogidos de esta tierra árida: tiernos infantes, arrancados del seno de sus desesperadas madres, tuvieron el honor de ser los primeros en participar en el misterio del odio y del dolor que la malicia humana constantemente descargó durante todos los siglos contra la Persona del Hijo de Dios.
Podemos aquí imaginar la angustia de María, sobresaltada por el anuncio de San José, quien le comunica que ha recibido un mensaje del cielo. La vida del Niño está en peligro, y la Madre lo aprieta contra su pecho y afronta así la dificultad de la huida a Egipto.
La salida de la humilde comitiva en lo profundo de la noche hacia lo desconocido, la fatiga del largo viaje por el desierto, la aprensión a los peligros, el temor de tener a sus espaldas los verdugos de Herodes: toda esta pena sufrió María y José, pero especialmente María, que continuaba a ceñir a Jesús sobre su pecho para protegerlo, inclinada sobre su Tesoro, temblando ante cada crujido de hojas y ramas secas, ante cada cercano o lejano rumor.
Solo las almas puras y gentiles, los espíritus profundos y contemplativos, pueden llegar a alcanzar a percibir cualquier indicio de la pena indecible sufrida por la Madre de Dios en aquel trance.
Jesús, todavía tan pequeño, ya se presentaba como el signo de contradicción, y la espada de dolores ya atravesaba el corazón de María.
Y así comenzaba su obra de Salvador del mundo.
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