Sagrada Familia Giulio Romano |
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El Domingo después de la Epifanía de Nuestro Señor Jesucristo la Iglesia celebra la Fiesta de la Sagrada Familia. Además del trance amargo de la huida a Egipto, la Sagrada Familia pasó por otro episodio dramático: la pérdida del Niño Jesús en el Templo, a la edad de doce años.
Para María perder a Jesús en el camino de regreso a Nazaret fue peor que la muerte. Apenas había terminado el exilio en Egipto que Jesús desapareció de su vista. Con voz entrecortada María lo llamó, pero ya no escuchó más la respuesta encantadora de Jesús como cuando estaban en Nazaret.
Lo buscaron entre sus parientes y conocidos, pero nadie sabía nada; después de tres días de afanada búsqueda por todo lugar María estaba totalmente descorazonada. Horas de interminables penas, noches de insomnio y de tormento para la Santísima Madre que no tienen ni pueden tener comparación alguna.
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Hay una angustia que termina en desesperación. Es la angustia de quien pierde el objeto de su pecado, el cómplice de su propia perdición. El pecado es fruto del amor perverso al odio del bien y de la justicia. Al perder ese objeto que le hace pecar sigue la desesperación, que es la pérdida definitiva de Dios, el bien esencial de la misericordia que lo salva.
En el vacío horrendo de la desesperación la vida se torna insoportable. El abrasador recuerdo del pecado, las imágenes insensatas que asaltan la memoria, el frenesí de aquello que fue, y que nunca más será, arrancan al vicioso todo deseo de vivir y le hacen agradable la amarga nada de la muerte. No era ciertamente ésta la angustia de María, la Santísima y Purísima Madre de Dios.
Hay una angustia que proviene del amor natural y que termina en una desolación muy grande, cuando se pierden las personas queridas. Es un dolor humano, comprensible, piadoso y compasivo, de quien ve desgarrado el tejido de su vida íntima y se siente privado de todo apoyo y consuelo en su corazón, que endulzan las durezas de la vida y abren el anhelado refugio de una presencia, de un recibimiento, de una respuesta que bien sabemos es toda para nosotros.
Así, la pérdida de un hijo, o de un padre, o de un esposo, o de un verdadero amigo. No es desesperación, como en el caso de perder el pecado, sino desolación y tedio de la vida, que se vuelve opaca y vacía, con la memoria siempre punzante que hace aún más desangrar el corazón.
No era tampoco ésta la angustia de María, porque la Santísima Virgen no le habría concedido nada a la naturaleza, ni siquiera el más legítimo desahogo, que no estuviera en pleno acuerdo con la voluntad de Dios. Bien sabía María que no tenía derecho a dominar a su Hijo, sino a custodiarlo y protegerlo hasta que tocase la hora de Dios. De aquí nace su inmensa pena.
La angustia de la Santísima Virgen surge del cielo purísimo de su corazón de Madre de Dios, y, a este dolor, ella asocia con ternura el dolor de San José. Su dolor proviene del temor de que haya sucedido alguna desgracia a Jesús, que haya sido raptado por individuos malintencionados, y del dolor que aumentaba al cabo de tres días por el triste presagio de que Jesús hubiera sido ya eliminado, como quería Herodes.
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Aquel reproche de María a Jesús es un muy doloroso lamento: “Hijo, ¿por qué has hecho así con nosotros?” (San Lucas II, 48), que a María se le escapó, pero nos conforta tanto, cuando muy a menudo nos lamentamos por las pruebas de la vida y, a la vez, nos invita a refugiarnos en María Santísima en su dolor.
Pero el Hijo no responde con una excusa por su prolongada e imprevista desaparición, sino que más bien parece responder con un reproche. “¿No sabíais que conviene que Yo esté en lo de mi Padre?” (San Lucas II, 49).
Así, en el florecer de la adolescencia, en el umbral de la vida, y en la primera participación en el culto de la Ley de Moisés, Jesús rompe el silencio que lo cubría desde hacía doce años y pronunció la declaración de sus derechos de Hijo del Padre. La voluntad del Padre es todo para Jesús. ¿Cómo podría oponerse a ella el amor de la familia?
Esta respuesta así categórica, expresada con el más exigente rigor teológico, en frente a una tal Madre y con tanta pena, es un poco sorprendente y casi nos turba. No fue indisciplina, como parece, sino acatamiento a una autoridad superior a la paterna, cosa que a menudo a los padres de familia les cuesta mucho comprender, por creerse dueños únicos de sus hijos.
Los autores espirituales ven en este episodio el consuelo que necesitan aquellas almas que son probadas en la fe, en la confianza en Dios, cuando por muchos años pasan por el desierto del propio espíritu: es Jesús que huye, que se retira, que se esconde… solo para probar nuestra fe, nuestro amor, con el fin de apartarnos de todos nuestros apegos a nuestro amor propio y a las creaturas, a fin de que lo busquemos a Él con la oración y con las obras, para que lo invoquemos finalmente como nuestro único bien verdadero.
El perfecto desapego del amor propio y de las creaturas es el secreto para mantener la fe y la paz interior, aún cuando este desapego sea extraño y difícil a nuestra naturaleza. Hoy esto es necesario más que nunca, pues estamos encaminados a sufrir una gran desolación. El secreto para resistir la gran soledad que viviremos muy pronto es el mantenernos en el espíritu del santo abandono en Dios, que mientras más se esconde y más huye lejos de nosotros aparentemente, más nos es vecino y más nos protege con su infinita ternura.
Uno podría preguntarse: ¿Es necesario pasar por la tribulación? ¿Por qué tanta prueba y desolación de espíritu? Y la respuesta es que es necesaria la purificación de la escoria del orgullo, y del peso que los sentidos y los sentimientos nos imponen, para que el alma pueda volar. Sí, para que pueda volar, como un pájaro libre hacia el encuentro con Dios, el Sumo Bien.
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Pasada la tormenta de la pérdida de Jesús se aplana delante nuestro el gozoso espectáculo de Jesús adolescente retornando a casa en Nazaret, sujeto a María y a José, creciendo en sabiduría, estatura y gracia, delante de Dios y de los hombres.
La edad de doce años es aquella en la que se llega al momento de dejar atrás el alba brumosa de la infancia para comenzar a ver la luz clara del día, cuando el ánimo está ya poderosamente inclinado hacia la búsqueda de todo bien que se nos encuentre al alcance sea cual sea el sacrificio que haya que hacer.
Así también lo fue para Jesús, que cumplió con su perfecta sujeción al Padre, el aniquilamiento de la Encarnación, creciendo en sabiduría, edad y gracia. No quiere decir que Jesús tuviese menor sabiduría y gracia en algún momento, sino que las iba manifestando como convenía, según cada edad de su vida santísima. Es el misterio de la anonadación.
La Encarnación no fue la anonadación, aunque ambas realidades están relacionadas, sino una glorificación del poder divino, es decir, la manifestación del poder de Dios para unir ambas naturalezas, la divina y la humana, en la hipóstasis del Verbo, en la Segunda Persona Divina de la Santísima Trinidad. Entonces, ¿en qué consiste la anonadación de Jesús?
La anonadación sucede, no por el hecho mismo de encarnarse, sino por el hecho de permitir que, por derecho propio, esa naturaleza humana asumida fuera inmortal e impasible (mientras que la naturaleza humana del resto de los hombres es mortal y pasible). Y esto es un misterio. No obstante, Jesús, como Dios, reprimió la redundancia de los efluvios de la divinidad, para que su carne, o su naturaleza humana asumida, fuera susceptible de pasión y muerte. Esa es la verdadera connotación de la anonadación. Por eso, pudo sufrir, y morir.
Si se hubiera solamente encarnado y no se hubiera anonadado no habría podido sufrir ni morir. Por eso San Pablo dice: “Se despojó a sí mismo… hecho semejante a los hombres… se humilló a sí mismo, haciéndose obediente (al Padre) hasta la muerte, y muerte en Cruz” (Filipenses II, 7-8). Se despojó de todo privilegio, protección y beneficio que la divinidad y la humanidad asumida impasible e inmortal le podrían haber otorgado. Jesús no vivió encapsulado, como a muchos les gustaría imaginar.
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Ante estos datos sobre Jesús que Dios nos brinda en las Sagradas Escrituras quedamos debidamente habilitados para descubrir a los falsos profetas, pues a estos sí los encontraremos encerrados en sus cómodas burbujas. Los falsos profetas son lobos rapaces, con piel de oveja, y de los cuales, debemos guardarnos.
Los falsos profetas o falsos cristos comenzarán a pulular muy particularmente en estos últimos tiempos, después de la rotura del primer sello, cuando aparezca el primer caballo, el blanco, que vendrá venciendo para vencer, montado con jinete coronado (cf. Apocalipsis VI, 1-2), burda imitación del Jinete y Caballo Blanco con mayúsculas, el Verbo de Dios, Rey de Reyes, que arrojará vivos a la bestia y al falso profeta al lago de fuego encendido con azufre al final de los tiempos (cf. Apocalipsis XIX, 11.13.16.20).
El anonadamiento llevó a Nuestro Señor Jesucristo a un completo deshacimiento de Sí mismo, y al desprendimiento y despego de todas las cosas, y esto lo distingue totalmente de los falsos profetas y falsos cristos. Siendo Rey, nació como el más pobre de los pobres, en un establo de animales prestado tan solo por una noche.
Deshacimiento de todo honor, gloria, preponderancia, señorío, reyecía, a cambio de soledad, pobreza y olvido. Solo para ser reconocido solo por unos pocos pobres pastores, mientras la humanidad, la sociedad, los emperadores, los nobles, los soldados y los políticos no lo reconocieron para nada. Todo el Imperio Romano estaba en otra cosa.
Esto nos prueba y muestra cómo debe de ser la vida deshacida, desprendida y despegada del católico. No tener avaricia, ni codicia, ni deseos de gloria, ni riquezas y honores, sino de la verdad pura y dura de un Dios que se hace carne.
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En la Sagrada Familia tenemos todo el misterio de lo que es la verdadera Iglesia Católica, que hoy por desgracia vemos cómo está. Debemos recordar todos estos misterios y vivirlos en nuestro corazón. Que en nuestras familias se estudie y se comente y se hable correctamente el Evangelio y la doctrina católica de modo que se el verdadero alimento espiritual del hogar, ahora más que nunca.
Saber lo que debemos hacer para agradar a Dios es la soberana ciencia, tan desconocida incluso por los que se dicen sabios e intelectuales, y tener el valor suficiente para cumplir lo que sabemos que debe ser nuestro deber, eso es ser un verdadero católico.
Que las virtudes y el ambiente que saturaron el hogar de la Sagrada Familia de Nazaret saturen también todos los hogares cristianos dignos de tal nombre, que hoy son tan pocos, escondidos en penumbras, para poder así enfrentar juntos en familia lo que se nos avecina. Amén.
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