San Marcelo Papa y Mártir, cuya memoria celebra hoy la Santa Iglesia, nació en Roma hacia la mitad del tercer siglo. Como ya florecía en aquella ciudad la religión cristiana, a pesar de las persecuciones horribles de los emperadores paganos, tuvo Marcelo la felicidad de ser criado y educado en el seno de la Santa Iglesia.
Abrazó el estado eclesiástico y San Marcelino que ocupaba entonces la Sede de San Pedro, conociendo su extraordinario mérito y su eminente virtud, le hizo presbítero de la Iglesia de Roma.
Por este tiempo habiendo sido creados emperadores Diocleciano y Maximiano, movieron aquella cruel persecución contra los cristianos qué fue la novena desde el imperio de Nerón, la que hizo derramar tanta sangre de mártires y llenó de luto a toda la Iglesia.
Habiendo sido coronado del martirio San Marcelino el año 304, la Sede de San Pedro quedó vacante por cerca de 3 años. El furor de la persecución no dejaba libertad a los cristianos para juntarse y para proceder a la elección del nuevo Papa. Pero habiéndose mitigado un poco por la renuncia que hicieron del imperio Diocleciano y Maximiano, fue elegido Papa San Marcelo, siendo el Papa XXXI después de San Pedro, el año de 307.
Apenas fue elevado a esta Suprema dignidad cuando se aplicó a restablecer la disciplina que con las turbaciones precedentes se había al parecer alterado un poco y se dedicó a reparar las pérdidas que podía haber padecido la Iglesia durante tan larga y tan cruel persecución.
Diocleciano y Maximiano habían renunciado el imperio en favor de Galerio y Constancio, padre del gran Constantino, pero habiendo éste muerto en York y hallándose a la sazón en Roma Majencio, hijo del viejo Maximiano, creyó que podía hacer esta ocasión muy oportuna para hacerse emperador y con efecto tomó el título de tal.
Como los cristianos eran ya poderosos en Roma afectó hacerse Cristiano para atraerlos a su partido y para lisonjear al pueblo romano. Con esto cesó la persecución y por algunos meses gozaron de paz los fieles. Procuró San Marcelo aprovechar este intervalo de tranquilidad para establecer algunas constituciones saludables y para remediar algunos abusos que se habían introducido.
Instituyó en Roma 25 títulos o parroquias para bautizar a los que se convirtiesen a la fe, para recibir a penitencia a los pecadores, y para sepultar con mayor decencia los cuerpos de los Santos mártires en qué había habido mucho descuido y procuró con el mayor desvelo recoger las santas reliquias. Ya San Evaristo, sexto sucesor de San Pedro, había señalado a los presbíteros los barrios o los cuarteles de la ciudad que habían de estar a su cargo.
San Higinio, 55 años después, había aumentado el número, y San Marcelo le determinó al número fijo de 25 parroquias. Administrabanse en ellas los sacramentos, distribuíase a los fieles la palabra de Dios y se celebraban los divinos misterios. Desde entonces se comenzó a llamar presbítero cardenal al presbítero principal que tenía a su cargo las parroquias, como era el quicio sobre el cual se movía el cuidado espiritual de la parroquia y esto es lo que hoy día significa el título de estas iglesias, que tiene cada cardenal.
El celo de la disciplina eclesiástica irritó los ánimos y ocasionó al Santo pontífice crecidas mortificaciones. La mayor parte de los que habían flaqueado en la última persecución querían ser reconciliados con la Iglesia casi sin recibir ninguna penitencia. Muchos de los que por su Ministerio debían reconciliarlos les concedían la absolución con demasiada facilidad y acusaban el rigor del Santo como inoportuno y excesivo.
Esta diversidad de pareceres causó inquietud y división y Majencio, que después de la victoria conseguida contra Severo ya no contemplaba los Cristianos, tomó de aquí ocasión para renovar la persecución contra la Iglesia. Mandó venir delante de sí a San Marcelo y quiso obligarle a renunciar la fe y a sacrificar a los ídolos. La resolución y la constancia del Santo pontífice le asombraron.
Empleó todos los artificios que pudo para derribarle: dulzura, severidad, promesas, amenazas, suplicios, siendo todo inútil. Hízole despedazar con crueles azotes y por una especie refinada de crueldad le condenó a servir en las caballerizas públicas, pareciéndole que para un Sumo Pontífice de los Cristianos no sería la muerte suplicio tan duro como obligarle a pasar sus días en un ejercicio tan penoso y tan despreciable.
Pero el Santo Papa nunca pareció tan grande como cuando se vio hecho mozo de caballos por amor de Jesucristo, privado de todo socorro humano, en un lugar tan indigno, peor alimentado que las mismas bestias de carga que tenía a su cuidado, cubierto de unos asquerosos andrajos y reducido a dormir sobre la desnuda tierra. Cien veces al día daba gracias al señor por la merced que le hacía, teniéndose por dichoso a imitar de alguna manera su pasión y sus desprecios.
Los fieles concurrían de todas partes para admirar a su Santo Pastor y él los animaba con sus discursos, los cautivaba con su dulzura, y los instruía con sus palabras y con sus ejemplos. Nueve meses había vivido San Marcelo en aquel estado tan indigno de su persona cuando los principales del clero romano hallaron medio de liberarle, sacarle una noche, y le condujeron a casa de una Santa viuda llamada Lucina, que habiendo sido ejemplo de señoras Cristianas en 15 años que vivió con su marido, hacía 19 que era modelo de todas las virtudes en el estado de viuda.
Recibió Lucina en su casa el Santo pontífice con una suma alegría y como los fieles de todas partes concurriesen secretamente a ella suplicó a San Marcelo que la consagrarse en Iglesia. Dio el Santo este gusto y después se llamó San Marcelo y hoy es título de cardenal. Además fue consagrada esta nueva Iglesia cuando los Cristianos acudían a ella en tropas. Todos los días el Santo pontífice celebraba los divinos misterios, repartía los fieles la palabra de Dios y pasaba las noches en oraciones y en vigilias.
No duró mucho esta calma porque ese éxito, luego de una nueva tormenta que todo lo puso en confusión y causó grandes estragos, noticiado Majencio de lo que pasaba, entró en una furiosa cólera contra los Cristianos. Dudó por algún breve rato si quitaría la vida a Marcelo pero juzgó que sería más riguroso castigo para los Cristianos el convertir esta nueva Iglesia en nuevas caballerizas públicas y el condenar al Santo pontífice a que pase sus días en la última miseria, cuidando de las bestias más viles, lo que al instante se puso en ejecución.
La honra de padecer por amor de Jesucristo colmaba a San Marcelo de alegría pero el dolor de haber profanado aquel sagrado lugar le servía de intolerable suplicio. Más era menester sufrir este tormento y todo su consuelo era regar con sus fervorosas lágrimas un lugar que quisiera poder purificar con la efusión de su sangre.
Aunque el Santo Pastor estaba tan maltratado no por eso olvidaba sus ovejas. Por cierto que en este mismo tiempo y en medio de sus trabajos escribió dos epístolas, una dirigida a los obispos de la provincia de Antioquía exhortándolos a conservar con cuidado y con fidelidad el depósito de la fe que habían recibido de San Pedro y de los otros Apóstoles, no sufriendo jamás que alguna doctrina extrañá se mezclase ni se entrometiese en alterar su pureza.
La otra epístola se dirigía el tirano Majencio a quién representa el daño que hace a su alma en perseguir la religión Cristiana que había dado muestras de abrazar y le exhortaba a abrir los ojos a la verdad renunciando el culto de los ídolos.
Poco tiempo después consumido de trabajos y de miserias nuestro Santo por amor de Jesucristo acabó su martirio hacia el fin del año 309. Se halló su cuerpo cubierto de un silicio, y retirado de aquel lugar inmundo, fue enterrado en el cementerio de Priscila donde se conservó hasta el tiempo de San Martín Papa, en el que parte de sus reliquias fueron trasladadas a Flandes y colocadas en el monasterio de Haumont, cerca de Maubeuge. Otra parte en Cluny, y las restantes se conservan el día de hoy en Roma, en la Iglesia de San Marcelo.