sábado, 13 de febrero de 2021

Dom in Quinquagesima – San Lucas XVIII, 31-43 – 2021-02-14 – Padre Edgar Díaz

“He aquí que subimos a Jerusalén” (San Lucas XVIII, 31)
Nicolas Poussin

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Las dos partes del Evangelio de hoy no tienen ninguna conexión particular, excepto la de la sucesión cronológica; sin embargo, están conectadas en lo íntimo por la relación que tienen con el drama de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo.

En primer lugar, Jesús les profetiza a los Apóstoles su inminente Pasión; luego hace el milagro de la curación del ciego de Jericó, mostrando su omnipotencia y su misericordia, y la fe de este pobre hombre.

Que un Hombre pueda profetizar su muerte cercana es, en sí mismo, una comprobación explícita de que ese Hombre es Dios, pues solo Dios conoce el futuro. Jesucristo está aquí declarando una vez más su Divinidad. 

Esto no tiene comparación en la biografía de ningún otro hombre. De hecho, Jesús demuestra que sabe exactamente cómo ocurrirá la tragedia de su Pasión y se lo predice a los Doce Apóstoles, que quedan asombrados y desconcertados.

“El Hijo del Hombre será entregado a los gentiles” (San Lucas XVIII, 32-33), es decir, a la aborrecida autoridad romana que ocupaba el territorio de Israel: el odio ciego a Jesús llevó a los líderes del pueblo a prostituirse ante un gobernador pagano para proclamar la realeza de César, solo para matar a Jesús.

Jamás se podrá explicar la suprema traición de Israel con respecto a Jesús. La misma traición de Judas, y la sentencia de muerte de Pilato, solo ocupan un segundo orden con respecto a la traición de Israel. Es que la traición de Israel es un pecado de odio teológico, es decir, odio a Dios, expresado a través del resentimiento y furor de los líderes del pueblo.

“Se burlarán del Hijo del Hombre, lo ultrajarán, escupirán sobre él, y después de haberlo azotado, lo matarán” (San Lucas XVIII, 31-33)

Es el momento de la venganza del diablo, instigador del odio teológico. Cuanto más alta es una persona en mérito y dignidad, más refinado es el odio con el que se la castiga. Y la suprema arrogancia más se consolida en su furor, que va más allá de todos los límites contra esa persona. 

Todo reo y delincuente tiene un castigo específico de la ley: pero cuando la víctima es inocente, y, en este caso, la Víctima es la Inocencia misma, y, además, el Todopoderoso, el furor y el odio de la suprema arrogancia tienen que desplegarse en toda su extensión, porque no hay especificaciones, es decir, no hay límites a los cuales sujetarse.

Es por eso por lo que el diablo se aprovechó de Jesús y fue hasta el extremo. Se aprovechó de su mansedumbre, de su discreción, y de la momentánea pausa del despliegue de toda su omnipotencia, para aniquilarlo con toda su ignominia.

Éste es uno de los misterios más difíciles, que han hecho temblar con inmenso sufrimiento el corazón de los santos y de las almas más afectuosas y sensibles, ante el dolor y las penas de Jesús.

Las penas más indecibles fueron su dolor íntimo por las ofensas cometidas en contra de Él: por eso la teología mística, que ha escudriñado las insondables riquezas del Corazón de Jesús, habla de sus dolores del alma como el dolor más amargo que sufrió.

La ingratitud, la mala fe, la soberbia, la ceguera voluntaria, y los celos, que Jesús veía crecer en los corazones perversos de sus adversarios, le causaron más dolor que las mismas torturas de los verdugos, que solo eran simples y maquinales ejecutores del deicidio.

Jesús ya lo había visto y anticipado todo: “He aquí que subimos a Jerusalén” (San Lucas XVIII, 31); veía el conciliábulo del Sanhedrín, escuchaba y seguía los pasos del diabólico complot que tramaban contra Él, y, a la vez, constataba cómo se cumplían las profecías del pasado a través del inminente huracán que se estaba por desatar. Veía todo esto con perfecta claridad.

Veía también a la gente, perdida y exacerbada contra Él para pedir su muerte. Así desfilaban ante su mirada interior sus rostros descompuestos y distorsionados por el furor inhumano. Veía uno por uno. Veía cómo el diablo asaltaba cada corazón para jugarse su última carta, y perderlos, sin escatimar golpes.

La religión era así convertida en política, para servir a su vez a la política más sucia, pues querían derrocar, en definitiva, la religión de Dios Padre. Es odio teológico, como ya dijimos. Jesús vio todo esto, y lo veía desde siempre. Durante su vida tres veces predijo su Pasión, casi con los mismos términos.

Solo quien era Dios pudo soportar semejante espectáculo con un alma invencible, y permaneciendo en su lugar.

Esta profecía de la Pasión es una prueba de la divinidad de Cristo, no solo por la verdad de la profecía misma, sino por la voluntad inquebrantable de soportar de antemano la presencia completa de los hechos mismos y de permitir el desarrollo de cada punto del inicuo proyecto, siendo que Él podría haber pulverizado con el menor atisbo de su voluntad omnipotente a todos sus enemigos.

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Mientras tanto los apóstoles no entendían nada de nada. ¿Cómo iban a entender? Sin duda, habrán pensado: ¿Por qué no huir a otro lugar? ¿Por qué no, al menos, denunciar esta infame trama? ¿Por qué no aniquilar a los pervertidos y detenerlos a tiempo? ¿Por qué no ponerse a salvo? 

Jesús, que ya había leído en el corazón de los Apóstoles toda esta consternación, de hecho, concluyó su frase de una manera categórica e inaudita: “¡Y al tercer día resucitará!” (San Lucas XVIII, 33).

Es precisamente la conexión entre la realidad y la profecía lo que confunde a los Apóstoles: primero, tanto entusiasmo que aún persistía por Cristo debido a los milagros y la doctrina celestial que Él continuaba impartiendo; ahora el horror de esa catástrofe que se anuncia como inminente.

Y en la profecía misma, primero una victoria tan completa de los enemigos de Cristo, y luego la victoria completa de Cristo sobre sus enemigos.

Pobres Apóstoles, no es de extrañar si se sintieron completamente perdidos y desorientados y, si, al acercarse esos eventos, demasiado grandes para su debilidad humana, se sintieron como aniquilados y abandonaron a Cristo a merced de sus enemigos.

Tampoco los impresionantes milagros que siguieron a la profecía de la Pasión, comenzando por el milagro del ciego de nuestro texto de hoy, lograron tranquilizarlos y sacarlos del doloroso letargo. 

Ciertamente el sufrimiento es repugnante por naturaleza y el hombre huye de él por legítimo instinto de conservación. Pero cuando es inevitable, cuando puede explicarse y comprenderse por la concatenación de causas y acontecimientos, el hombre puede resignarse: al menos, hay al final una explicación, que da una cierta satisfacción basada en la certeza y en la evidencia.

En cambio, el dolor producido por una catástrofe que ocurre sin un vínculo antecedente y evidente es algo muy trágico. Así fue trágico el caso de los Apóstoles, que cuando todo se esperaba que sucediera de modo contrario, y, aún más todavía, cuando se veía que Jesús tenía todos los requisitos para prevenir los peligros que le acechaban y vencer a sus enemigos, sucedió todo al revés. 

Entonces es inevitable que el asombro paralice totalmente el espíritu, y que no se entienda nada. Porque ya no se trata de comprender, sino de aceptar, de prepararse para soportar el misterio de la iniquidad, y de, una vez superado, presenciar la victoria definitiva: pero para los Apóstoles, y para cualquier ser humano en cualquier momento, la Pasión de Cristo fue algo demasiado atroz como para ser eclipsada por la victoria de la resurrección prometida.

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La enseñanza profunda es de relevancia para nuestras almas.

Con su muerte Cristo derrotó la muerte y el pecado, sus enemigos de todos los tiempos, en los albores de la Pascua, cuando resucitó al tercer día. Nosotros, en cambio, mientras estemos vivos, seguimos en la antesala de nuestra propia pasión. Seguimos en una época de pruebas y de continua traición y persecución. 

Para vivir la verdadera vida cristiana, para saborear la alegría de la fe, que brota de la promesa de la vida eterna, hay que ir siempre a Cristo: es necesario profundizar con mucha reverencia el valor de expiación del sufrimiento, pues en los tiempos que se avecinan, nos será más que necesario recordar estas enseñanzas. Seguiremos especialmente enfrascados en una guerra psicológica sin cuartel.

¿Cómo vamos a resistir la maldad si no es por la fe en la Pasión y en la Resurrección de Cristo? Se sabe que, así como le sucedió a Él, nos sucederá a nosotros. Él, Cabeza; nosotros, Cuerpo Místico. Y el Cuerpo no puede separarse de la Cabeza. Por eso, nos encontramos directamente encaminados a revivir la Pasión, solo que nosotros vamos en masa. La Pasión del Maestro sostendrá a sus discípulos en los momentos fatídicos.

Jesús nos predijo el “Comienzo de los Dolores” (San Mateo XXIV, 8) previos a su Segunda Venida. “¿Cuándo sucederá esto?” y “Al estar esas cosas a punto de cumplirse todas, ¿cuál será la señal?” (San Marcos XIII, 4), le preguntaron sus discípulos. 

Vendrán falsos Cristos diciendo “Yo soy el Cristo”; y habrá guerras, terremotos, hambre, pestes, enfriamiento de la caridad, acrecimiento de la maldad, escándalos, mentira descarada, manipulación psicológica, homosexualismo y travestismo, espíritu de apostasía, irreligión y rebelión, persecuciones de los buenos, y también, martirio.

Después vendrá la mortal persecución del Anticristo y, finalmente, el Gran Día del Señor, donde el sol se pondrá negro, la luna roja, se caerán las estrellas, y se conmoverán las potencias del universo. Ante semejante espectáculo, ¿cómo mantener nuestra fe? Muy bien podremos quedar desconcertados como los Apóstoles ante la Pasión.

Por eso, hay que estar muy atentos y rezar mucho, y mantener la fe. No acostumbrarse ni amoldarse a la maldad, como hicieron antes del Diluvio, que fueron “rebeldes cuando los esperaba la longanimidad de Dios, en los días de Noé, mientras se construía el arca” (1 San Pedro III, 20).

Se acostumbraron a las predicciones, se rieron de Noé, y el Diluvio les tomó desprevenidos. Miraron las señales del Diluvio con criterio humano, como fenómenos de la naturaleza y efectos de la corrupción y perversidad humanas. Si así hacemos nosotros ahora, en su Segunda Venida, Cristo nos tomará desprevenidos.

Tratamos de mantener lo que se nos ha sido confiado para mantenernos Católicos, consientes de que el Catolicismo va a su Pasión. Seamos agradecidos a la Iglesia Católica pues por Ella se nos ha dado la vida de la fe.

Mantenerse vivos en la Fe Católica es la única respuesta que se debe a los enemigos de Cristo. 

¡Que el Espíritu Santo se digne fortalecer nuestra debilidad y colmarnos de felicidad, si es que somos dignos de sufrir por el nombre de Cristo!

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Me he servido del Padre Cornelio Fabro, y del Padre Juan Rovira Orlandis.