sábado, 6 de febrero de 2021

Dom in Sexagesima – San Lucas VIII, 4-15 – 2021-02-07 – Padre Edgar Díaz

Parábola del Sembrador (San Lucas VIII, 4-15)
Jacopo Bassano


*

En la parábola del sembrador el Señor hace una excepción al hermetismo que lo envolvía cuando enseñaba, que a menudo exasperaba a los adversarios y maravillaba a los discípulos. Hoy, satisface la legítima curiosidad de estos.

La parábola del sembrador es la parábola central del Reino de Dios, que revela por primera vez en la historia de la humanidad, el significado y el valor infinito de la libertad del hombre: y la libertad es la clave para entrar en el Reino de Dios.

*

El protagonista de la parábola es el suelo sobre el que el sembrador, a finales de otoño, esparce la semilla.

Los enemigos de las semillas son los pájaros hambrientos que dan vueltas sobre el sembrado para destruirlo con su voracidad; y las espinas, que imposibilitan la vida de la semilla asfixiándola, privándola de la luz.

La explicación inmediata de la parábola, dada con autoridad por Cristo, quita toda ambigüedad de su interpretación: el resultado final del Reino de Dios, que se ofrece a todo hombre, depende de las disposiciones interiores de cada uno.

Más explícitamente: nuestra salvación depende del uso de nuestra libertad. De esta manera, la libertad de elección se presenta como la cualidad más íntima y constitutiva de la propia salvación.

Sobre este importante tema de la libertad se conjugan dos realidades que deben ser bien entendidas: por un lado, la absoluta omnipotencia de Dios Creador para salvar a todos los hombres, y, por otro lado, la infinita dignidad de la libertad del hombre, capaz de elegir su propio destino. Dios quiere salvar a todos, pero no puede salvar a una persona en concreto si ésta no lo quiere. Es el hombre quien elige su destino.

La libertad del hombre es pues una gran responsabilidad: por un lado, es causa de alegría infinita, pues el hombre ama ser libre; pero por otro, una responsabilidad enorme, que rara vez logra soportar, como nos enseña la parábola. La propia salvación cae en última instancia bajo la responsabilidad de cada uno.

*

El hombre preferiría quitarse de encima este peso; y delegar su libertad a las fuerzas del cosmos, como en las antiguas filosofías y religiones: así, el resultado de su vida no dependía de él, sino de las constelaciones en el cielo, de las fuerzas cósmicas del mundo, y de la cadena necesaria del destino. Algunas religiones orientales aún siguen sosteniendo esto: ¡Que las cosas se arreglen y se acomoden solas como caigan!

El hombre moderno, en cambio, se escapa del compromiso con su libertad personal, escondiéndose detrás de ideologías y filosofías extrañas. 

Quien se refugia en la razón absoluta, quiere excluir a Dios de su vida para que no fastidie con sus pretensiones. Quien busca la protección del estado ético y totalitario, lo hace para librarse de tener que cumplir con la religión y la fe, el opio de las masas. Y quien emprende la lucha de clases es un homicida; se embarca en una guerra fratricida; y así sucesivamente. 

La amarga realidad es la de ser esclavos, y el precio de esa esclavitud es carísimo: la propia libertad.

El hombre siempre tiene miedo de sí mismo. No se anima a encontrarse solo consigo mismo, y con Dios. No se atreve a reunirse cara a cara en secreto con su ser indestructible; y, por eso, huye de sí mismo; se aturde para no escucharse. Sale corriendo a mezclarse con el rebaño tiranizado por el mundo y por el diablo.

*

El Catolicismo, que es la religión completa y revelada por excelencia, y, por tanto, la religión de la autoridad suprema de Dios, que se ha manifestado al hombre a lo largo del tiempo, es, al mismo tiempo, la religión de la suprema libertad. La autoridad suprema de Dios surge de su suprema omnipotencia; Dios está tranquilo y seguro de su derecho.

Así Dios, que es el Supremo Sembrador, salió a sembrar en los albores del mundo su prodigio de amor, para hacer participar al hombre de su vida de infinita alegría, como hijo adoptivo; todos conocemos el desenlace desastroso que tuvo esta primera siembra: los primeros hombres, Adán y Eva, aún viviendo rodeados de una naturaleza maravillosa, escucharon a Dios, pero luego, su libertad cedió a las insinuaciones del maligno, y cayeron en la trampa.

Se tuvo que hacer todo de nuevo: Dios misericordioso volvió a sembrar; esta vez con la semilla de la Sangre de su propio Hijo, lleno de gracia y de verdad: mediante la Encarnación del Verbo se derrotó definitivamente la eficacia de la sugestión diabólica, y se curó para siempre la herida de la caída original.

La venida de Jesucristo a dar su vida por nosotros hizo que el compromiso de cada uno con su propia libertad adquiriera una impronta de mayor responsabilidad aún: esa es la condición propia del Católico, su libertad, y ésta es fruto de su amor por Dios, y es principio de mérito para la vida eterna.

*

Pero la libertad se ve empañada por graves errores. El primero de ellos proviene de una idea errónea de la omnipotencia de Dios: si es Dios quien hace todo y Dios establece todo desde la eternidad, la libertad del hombre es entonces una ilusión, porque Dios no puede cambiar ese espectáculo inmóvil que Él ya ha dispuesto y ya contempla desde toda la eternidad. 

La incomprensión de esta rígida doctrina de la predestinación, que es fuente de la mayoría de las herejías, radica en que se olvida el atributo fundamental de Dios, que es el “amor”, y que por amor creó a las criaturas, y las creó libres, y quiere que lo busquen a Él libremente, y que lo elijan a Él por amor, y no por un miserable interés. Dios está atento a la respuesta libre y amorosa de cada ser humano, y la espera con impaciencia.

El fatalismo rígido de nuestro destino final es la peor perversión de la libertad, porque niega el amor de Dios por el hombre, y el amor del hombre por Dios, que es fruto de su libertad, y las relaciones de Dios con el hombre, y del hombre con Dios, bajo el único signo de una dura necesidad. Se niega, en realidad, la gracia que Dios le concede al hombre en su ayuda y la respuesta libre del hombre a esa ayuda.

Esto es negar, en definitiva, todo el Catolicismo, y el significado mismo de la Encarnación y la Redención de Cristo: es negar la predicación y los sacramentos; los medios de la gracia no tendrían sentido si el destino final estuviera fijado por una ley inmutable de necesidad lógica y geométrica.

*

Otro error es el de admitir que frente a Dios omnipotente la libertad del hombre no es tan fácil de comprender: sin embargo, una omnipotencia divina que coloca fuera de sí mismo a criaturas capaces de elegirlo es algo bastante fácil de comprender.

Y quien elige a Dios hace una elección infinita. Es querer volver al Principio que creó a las creaturas y entregarse por completo a Dios, todo por sí mismas. La libertad del hombre tiene una grandeza espiritual que asombra de alegría, porque nos hace redescubrir a Dios en su atributo más tierno y poderoso: el de ser un Padre amoroso de los hombres que se empeña en educar a sus hijos en el amor que los lleva a reconocerlo como Padre.

Solo el Catolicismo ha llegado a comprender la tan profunda realidad de la libertad del hombre en su relación con Dios. Y esta comprensión constituye la verdad fundamental del Catolicismo, y es por esto por lo que solo el Catolicismo es la única religión que salva, pues es la única que respeta la esencia fundamental del hombre de ser una creatura libre, capaz de dar una respuesta libre a Dios.

*

Pero la libertad del hombre está sujeta a crisis y graves peligros. Se ve socavada en cualquier momento.

Es cierto que todo hombre nace libre, pero esa libertad no es absoluta, sino restringida solo al ámbito de su capacidad para hacer el bien. Solo puede elegir el bien, lo bueno. Por lo tanto, el problema se presenta cuando elige un mal, por insignificante que sea, o cuando no es capaz de mantenerse en el bien. 

Por eso es igualmente cierto que un hombre debe hacerse libre a lo largo de su vida, es decir, debe aprender a ser libre, es decir, debe aprender a elegir el bien, y no el mal. Se nace libre; pero a la vez, no se sabe ser libre, y, por eso, debe instruirse en esa capacidad. Debe despojarse de la errónea idea que dice que la libertad le permite elegir un mal: al contrario, lo hace esclavo (de ese mal).

*

El primer enemigo señalado por Jesús con preciso realismo teológico es el diablo: el diablo quita la palabra del corazón para que los hombres no crean y no se salven por la fe. La obra del diablo es ante todo la perversión de la mente a través de la corrupción de la verdad, es decir, implantar la mentira para impedir que las almas lleguen a la fe que salva.

Es una guerra sin tregua. Todos los Domingos escuchamos la Palabra de Dios. Es tan solo una hora de las 168 que hay en la semana. Después de esto quedamos totalmente a merced de las mentiras y falsedades de parte del ateísmo y de las más inicuas y desvergonzadas propagandas e ideologías manipuladas por el maligno, tales como la masonería, y el comunismo con su dialéctica marxista.

Quedamos como náufragos en medio del océano, dando manotazos de ahogados, tratando de hacer el doloroso esfuerzo de pensar y hacer el bien para liberarnos del terror de la mentira y el engaño: hay que admitir que el diablo sabe hacer las cosas, y que sus acciones van en aumento cada vez más, para ganar más y más adeptos para el reino de la bestia.

*

El segundo peligro señalado por Jesús es, de hecho, la pusilanimidad (debilidad de alma) y la superficialidad de los Católicos. Este peligro reviste, a su vez, la característica de traición a Dios, a Jesús, al bien, y a la verdad: si bien, hasta hace no mucho tiempo atrás, hemos querido y aceptado la religión en nuestras vidas, luego todo se desvaneció como una burbuja de jabón.

Ante la tiranía de nuestras pasiones desordenadas que exigen ser satisfechas, y ante cualquier dificultad que se nos presente, sucumbimos y abandonamos todo. Cada vez que se toque el interés propio y el egoísmo, lo primero que se arroja del barco para que no zozobre es el Catolicismo. Entonces los ateos, los masones, los comunistas ... soplados por su maestro el diablo, no se equivocan del todo cuando nos acusan de mala fe e hipocresía.

*

El tercer peligro o traición proviene de las propias pasiones desordenadas, de la maraña de la codicia terrena que a menudo se disfraza de los más engañosos pretextos. Cuando se está más arriba en la escala social, el peligro de perder el privilegio obtenido a través de negociaciones turbias y coimas, y el deseo de riquezas que crece en proporciones geométricas a la posesión, gracias a ganancias fáciles, lapidan cualquier intento de acercarse a Dios. 

Con razón, los enemigos de Dios y de la Iglesia se ríen de nosotros, y humillan el Cuerpo Místico de Cristo por culpa nuestra.

Es cierto: es más fácil ser coherente en el mal que en el bien. La miseria y la debilidad humanas son infinitas. Pero ¡qué doloroso es constatar, y cómo hace llorar a los buenos y a los que se esfuerzan por ser fieles a la Iglesia y a Dios, el ver que en los momentos más críticos, el enemigo del bien encuentra siempre y en abundancia a sus cómplices entre nuestras filas!

De este dolor brotan las oraciones de los santos por la libertad y el crecimiento de la Santa Iglesia. 

¡Que el Señor nos obtenga la gracia de acoger siempre la palabra con un corazón bueno y guardarla perfecta e incansablemente para hacerla fructificar con perseverancia, y así obtener nuestra salvación! Amén.

*

Me he servido del padre Cornelio Fabro.