domingo, 20 de junio de 2021

Dom IV post Pent – San Lucas V, 1-11 – 2021-06-20 – Padre Edgar Díaz

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En los comienzos de la predicación del Señor sus viajes eran solitarios. No se presentaba claramente todavía como el Mesías, sino que se limitaba a preparar los ánimos. Y repetía: “Ha llegado el tiempo y deben cambiar de mentalidad”. Esta primera etapa de la vida de Jesús merece el nombre de preparatoria.

En la historia de las llamadas de los Apóstoles los cuatro primeros son los hermanos Andrés y Simón Pedro, y los hermanos Santiago y Juan, hijos del Zebedeo. Se pasaron espontáneamente a la escuela del Señor, y el Señor los escogió como cimientos de la Iglesia. En el relato del Evangelio de hoy, bajo simbolismos, les anticipó el futuro de la Iglesia.

Estas primeras pinceladas llenaron de temor a Pedro y a los demás. La ingente cantidad de peces; las redes rotas…; las barcas hundidas... ¿Quién podría soportar semejante peso? “No es el trabajo habitual al que estábamos acostumbrados”, seguramente han pensado los Apóstoles.

En estos últimos tiempos la Iglesia ya no se presenta como la Iglesia habitual a la que estábamos acostumbrados. Se la ve desfigurada y desconocida. Y la inercia por querer quedarse siempre en lo acostumbrado hace perder de vista preciosos aspectos de la pedagogía de Dios que son fundamentales.

Nuestro Señor Jesucristo no tiene ningún reparo en tener que comenzar de nuevo. Desde cero, si es necesario. Solitario, a hurtadillas, si se quiere, porque hay que tener mucho cuidado con el enemigo que es más feroz, sutil y engañoso que nunca, va preparando nuevamente los ánimos de sus fieles para afrontar la maldad que se viene, que es maldad que jamás haya habido en la tierra.

“El tiempo está por llegar”, vuelve otra vez a decir, “y hay que cambiar de mentalidad”. Ya no se trata de echar redes para lograr el mayor número de peces posibles; se trata, más bien, de seleccionar peces. Es necesario un cambio de mentalidad, como la que experimentaron los Apóstoles, para poder soportar el semejante peso que estamos llamados a cargar.

En este sentido no son muy diferentes los últimos tiempos de los primeros. Podríamos decir que los momentos previos al importantísimo evento de la Segunda Venida de Nuestro Señor Jesucristo a reinar sobre la tierra son una etapa de la vida de la Iglesia que merece otra vez el nombre, como en los primeros tiempos, de preparatoria.

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Siendo Jesús cabeza del linaje humano, y, a la vez, remedio del problema humano, no podría entregar a su Padre el reino de este mundo, del cual Él es el Heredero, en las condiciones en las que hoy está. Es necesario antes limpiarlo de toda dominación extranjera.

Para esta tarea es necesario que el Hijo reine efectivamente en el mundo, hasta sujetar a todos los enemigos y ponerlos todos debajo de sus pies, y, nosotros sus fieles, tenemos parte en llevar adelante esta tarea. Como dice San Pablo: “Es necesario que Él reine ‘hasta que ponga a todos los enemigos bajo sus pies’” (1 Corintios XV, 25).

Cuando todas las cosas estén sujetas a este verdadero y legítimo Rey entonces podrá este Rey entregar el Reino a su Padre, de un modo digno de Dios. San Pablo concluye: “Y cuando le hayan sido sometidas todas las cosas, entonces el mismo Hijo también se someterá al que le sometió todas las cosas, para que Dios sea todo en todo” (1 Corintios XV, 28).

No todas las cosas están sometidas a Él en estos momentos. Algunos piensan que Jesús ya reina, a través de la Iglesia desde sus comienzos, pero esto es un error.

Y si alguien quiere objetar, oigamos nuevamente la lección de hoy: “Sabemos, en efecto, que ahora la creación entera gime a una, y a una está en dolores de parto. Y no tan sólo ella, sino que asimismo nosotros, los que tenemos las primicias del Espíritu, también gemimos en nuestro interior, aguardando la filiación, la redención de nuestro cuerpo” (Romanos VIII, 22-23).

En consecuencia, la Iglesia dividida, corrompida, y acéfala no será la Iglesia que obtendrá el triunfo. Va a haber que primero limpiarla. El triunfo será cuando venga Jesús en su Segunda Venida a comenzar el Reino de Dios en la tierra.

El derribar “todo principado y toda potestad y todo poder” (1 Corintios XV, 24) no es objeto de una conversión. Las almas se pueden convertir, pero los demonios no. La prédica del Evangelio encauzada a llevar a las almas a la conversión a la fe no está destinada a ser la realidad por la cual va a sucumbir “todo principado y toda potestad y todo poder” (1 Corintios XV, 24).

Por el contrario, Dios habla claramente de otro medio para limpiar la casa. No el convencimiento de una prédica, sino el pulimento de una evacuación de todo principado y toda potestad y todo poder así como se evacuan las heces.

Todos los cristianos deberían saber que la predicación del Evangelio está muy lejos de finiquitar esta tarea de limpieza. De hecho, el Evangelio siempre nos sujetó bajo obediencia y fidelidad a todo principado y potestad, como uno de sus puntos capitales, para asegurarnos que toda autoridad viene de Dios.

A esto nos exhortó y nos obligó indispensablemente el Evangelio: “Dad, al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios” (San Mateo XXII, 21). 

Y San Pablo: “Todos han de someterse a las potestades superiores; porque no hay potestad que no esté bajo Dios, y las que hay han sido ordenadas por Dios” (Romanos XIII, 1).

Mucho más paradójico es San Pedro: “Sed sumisos a toda humana creatura por Dios, sea al rey como soberano, o a los gobernadores… Temed a Dios, y honrad al rey” (1 Pedro II, 13-17).

Pues bien, esta parte del Evangelio resulta ser hoy una carga demasiada pesada para nosotros. Y es verdad que rara vez se habló del Evangelio desde una perspectiva apocalíptica como para poder entender la verdad según como Dios la haya querido. El plan de Dios es que todo principado, potestad y poder sean evacuados, llegado el momento, y, cuando eso suceda, ya no tendremos más César, sino el Reino de Nuestro Señor Jesucristo.

Y ya no tendremos que dar al César lo que es del César porque el César ya no estará más. Llegado ese tiempo, solo tendremos que dar a Dios, lo que es de Dios, porque todo es de Dios.

En este sentido, estamos en los momentos previos, los que podemos llamar de preparación, como los primeros tiempos. Estamos por presenciar hechos nuevos y realmente sorprendentes que nos dejarán con la boca abierta.

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Miles de años fueron desperdiciados para el Evangelio de Jesucristo. La mayor parte del judaísmo no pudo o no quiso, por un motivo u otro, abandonar la Sinagoga. 

Y la realidad que sobrevino fue la que describió Jeremías: “Os arrojaré de este país a otro desconocido. Allí serviréis, día y noche, y no tendré compasión de vosotros” (Jeremías XVI, 11.13). Por haber crucificado a Nuestro Señor y por no haberse dejado pescar por Pedro anduvieron errantes por miles de años.

Para el judío común de entonces la venida de Jesús significó tener que adaptarse a las exigencias de una nueva manera de relacionarse con Dios. Para los cristianos de hoy la Segunda Venida de Nuestro Señor significará tener que adaptarse a las nuevas exigencias que ese importantísimo acontecimiento requiere como preparación. Estas nuevas exigencias a las que tendremos que acostumbrarnos se manifiestan a través de importantes cambios.

Desde el primer momento Jesús prefirió a Pedro a los demás Apóstoles: “Subió en una de aquellas (barcas), la que era de Simón (Pedro)” (San Lucas V, 3). El simbolismo de la barca de Pedro y la Iglesia del Papa es bien sencillo y no necesita de explicación. Jesús se dirigió a Pedro como el patrón de la barca.

Pero el patrón de la barca no parece estar presente cuando en su Segunda Venida Nuestro Señor Jesucristo aparezca montado en su Caballo Blanco. Sorprendentemente, no se menciona en el Apocalipsis a la jerarquía de la Iglesia, como participante de los acontecimientos de los últimos tiempos.

Tampoco parece ser que el oficio de enseñar lo lleve adelante la Iglesia. Sorprendentemente, al comenzar la semana Setenta de Daniel, la labor de predicar el Evangelio a todo el mundo antes de la Segunda Venida de Nuestro Señor Jesucristo (cf. San Mateo XXIV, 14) será llevada a cabo por los Dos Testigos, según nos anticipa el Apocalipsis

Junto al lago, Jesús asentó las bases del oficio de enseñar: “(Jesús) rogó a (Pedro) que apartara (la barca) un poco de la tierra. Y, sentado, enseñaba a la muchedumbre desde la barca” (San Lucas V, 3). Y encomendó este oficio a las autoridades de la Iglesia.

La excelencia del oficio de predicar, que deriva, según Santo Tomás de Aquino, de la contemplación y de la oración, constituye a los obispos en un estado superior de perfección y por este motivo, no pueden en absoluto delegar esta tarea.

En el Apocalipsis, son los Dos Testigos los que son enviados por Dios a predicar y a profetizar a Judíos y a Gentiles por el tiempo de tres años y medio. Es decir, el oficio de regir y la noble tarea de enseñar parecen estar depositadas principalmente en estas dos personas que en del plan de Dios vienen a jugar un papel decisivo en este momento de la historia.

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Cuando San Juan escribió el Apocalipsis, tanto en los círculos judíos como cristianos se llegó de identificar a la bestia, de la que hablan el profeta Daniel y San Juan, con Nerón, el cruelísimo emperador romano, llamado “el matricida”.

Para los judíos Nerón fue el último responsable de la destrucción del Templo y Jerusalén en el año 70, llevada a cabo por Vespasiano y Tito. Para los cristianos, fue el primer emperador que persiguió a la Iglesia.

Su persecución, aunque delimitada solo a la ciudad de Roma, fue una experiencia traumática para toda la Iglesia dado que San Pedro y San Pablo fueron martirizados bajo su reinado. Sin lugar a duda, para los primeros cristianos la figura de Nerón fue fácilmente aplicable a la imagen que ellos podrían haberse hecho del anticristo.

Es gracias a la tradición cristiana de los primero Padres que tenemos noticias de que San Pedro estuvo en Roma, fundó esa Iglesia, y fue martirizado en ella.

Tertuliano (c. 155 - c. 240) atestigua la muerte de San Pedro a finales del siglo II en su Prescripción Contra los Herejes, señalando que San Pedro soportó una pasión como la de su Señor. En su obra Scorpiace, 15, también habla de la crucifixión de San Pedro: “La fe naciente que Nerón convirtió en sangrienta por primera vez en Roma. Allí Pedro fue ceñido por otro, ya que estaba atado a la cruz.”

Orígenes (184-253) en su Comentario al libro del Génesis III, citado por Eusebio de Cesarea en su Historia Eclesiástica (III, 1), dijo: “Pedro fue crucificado en Roma con la cabeza hacia abajo, como él mismo había deseado sufrir.”

Pedro de Alejandría, que fue obispo de Alejandría y murió alrededor del 311 d.C., escribió una epístola sobre la Penitencia, en la que dice: “Pedro, el primero de los apóstoles, habiendo sido a menudo aprehendido y encarcelado, y tratado con ignominia, fue el último de todos crucificado en Roma.”

San Jerónimo (327-420) escribió que “de manos de Nerón, Pedro recibió la corona del martirio siendo clavado en la cruz con la cabeza hacia el suelo y los pies en alto, afirmando que no era digno de ser crucificado de la misma manera que su Señor.”

Por lo tanto, el testimonio de los Padres nos asevera el martirio de San Pedro en Roma en tiempos de Nerón. Es como si Nuestro Señor le hubiera dicho a Pedro: “Ve a Roma a morir en manos del inicuo para que su desaparición pueda significar un comienzo brillante”.

Así, el martirio de San Pedro es visto como instrumental en la caída de Nerón, según la noción apocalíptica de que el martirio implica el juicio al perseguidor. Precisamente, la ausencia de la jerarquía de la Iglesia en tiempos apocalípticos podría ser vista como instrumental en la destrucción del anticristo.

Esta idea parece estar también implícita en el pasaje en donde San Pedro, una vez reconocido el tipo de muerte con la que el Señor le adelantó que iba a dar gloria a Dios (cf. San Juan XXI, 19), preguntó por San Juan: “‘Señor: ¿y éste?, ¿qué?’ Jesús le respondió: ‘Si me place que él se quede hasta mi vuelta, ¿qué te importa a ti? Tú sígueme’” (San Juan XXI, 22-23). 

Así, podríamos tranquilamente concluir que la jerarquía de la Iglesia bajo la figura de San Pedro dará gloria a Dios desapareciendo, mientras que la profecía apocalíptica de San Juan dará gloria a Dios permaneciendo.

El éxito de Cristo no debería ser medido por patrones humanos sino divinos, según nos indica San Agustín en sus homilías. En la primera pesca milagrosa la grandeza de Dios fue magnánima: “Apresaron una gran cantidad de peces” (San Lucas V, 6), nos dice el Evangelio de hoy.

Esto fue como resultado de echar las redes al mar, sin especificar si a izquierda o a derecha, para atrapar tanto a malos como a buenos. Pero la presencia de los peces malos rompió las redes e hizo que la barca esté siempre a punto de naufragar (cf. San Lucas V, 6-7).

Sin lugar a duda esto es muy peligroso. El simbolismo de las redes que se rompen y las barcas que se hunden nos lleva a pensar en las herejías y cismas que ocurrieron en la Iglesia. La Iglesia siempre nos pidió paciencia con los malos; no había que expulsarlos, sino tolerarlos, pues primero es la misericordia, y solo después, y solo a Dios, le corresponde el juicio.

Mas en la otra pesca, la ocurrida apenas pasada la resurrección de Cristo (cf. San Juan XXI, 6-11), la Iglesia es ya la Iglesia de la resurrección futura. Jesús les dijo a los Apóstoles que arrojen las redes al lado derecho de la barca. Luego, estos peces son aquellos de quienes se dijo: “Venid, benditos de mi Padre, recibid el reino” (San Mateo XXV, 34).

En la primera pesca un número indefinido de peces rompió las redes. En la pesca al lado derecho la red no se rompió y el número de peces es exacto: ciento cincuenta y tres peces, que no rompieron las redes.

En la nueva economía de Dios, en su reinado en la tierra que comenzará con la Segunda Venida de Nuestro Señor Jesucristo, ya no habrá cismas, sino solo paz, y unidad perfecta. No habrá de más, ni de menos. Solo el número exacto, según nos dice San Agustín.

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San Pedro se postró a los pies de Jesús. El mejor testigo del milagro. Su asombro lo comprueba. Generosamente compara la grandeza omnipotente con la pequeñez pecadora.

El premio que Jesús le da por su obediencia es la de ser pescador de hombres. Las puertas de la Iglesia estaban ya abiertas a toda la humanidad.

Y ellos lo dejaron todo. No solo el afecto, sino la realidad, porque Dios lo exige así. 

Tal debe ser nuestra disposición para abandonar cuanto Cristo nos pida, incluso nuestras vidas, por amor a su Iglesia y por amor a Dios.

Se dejan las redes, pero se sigue a Cristo. 

Muchos aún prefieren seguir aferrados a sus redes…

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