domingo, 13 de junio de 2021

Dom III post Pentecost – San Lucas XV, 1-10 – 2021-06-13 – Padre Edgar Díaz


...y barre la casa y busca con cuidado... (San Lucas XV, 8)

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Dios busca al pecador. Quiere que se convierta y viva. Lo busca de mil maneras. Intenta una y otra vez, porque Dios es misericordioso.

Raras veces el sentimentalismo confirma la misericordia de Dios. El sentimentalismo se acaba, y, cuando eso sucede, Dios se convierte en injusto otra vez. Lo que confirma la misericordia de Dios es la realidad que no empalaga, que lleva a la verdad, y que hace explotar de alegría.

Es por eso por lo que en las parábolas hoy leídas se nos dice que “habrá gozo en el cielo” y esa “misma alegría reina en presencia de los ángeles de Dios” (San Lucas XV, 7.10). ¡Esto es maravilloso y sorprendente! El pecador convertido pertenece ahora a la familia del cielo, y por esto hay gozo.

La ocasión de alegría que la conversión del pecador da a Dios no se la puede dar un justo. Hay más gozo en el cielo por un solo pecador que por noventa y nueve justos.

No quiere decir que Dios ame menos a los justos que al pecador arrepentido; lo que quiere decir es que al pecador Dios lo ha buscado de mil maneras; su conversión le ha costado un gran trabajo, y esto causa transportes de alegría. Si a Dios le da tanta alegría la conversión de un pecador, ¿qué no podemos hacer nosotros para darle a Dios esa alegría?

Todos tenemos experiencia de haber hallado a nuestra oveja perdida, y de haberla traído en nuestros hombros. O de haber encontrado esa moneda que se nos extravió. Mas del gozo del cielo, ¿quién puede contarlo? 

Esto nos lleva a considerar que el gozo por la conversión de un pecador cobra un nuevo rasgo y una nueva perspectiva: su eco en el cielo. Y este gozo en el cielo es un gozo desconocido.

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El aspecto de “desconocido” llenó a los santos de impaciencia por el cielo. Sirvió también de estímulo para consagrar su vida totalmente a Dios, la suprema estima a la que aspiran.

Para el mundo esto es una necedad. Es la necedad que el mundo nunca entendió. Y esto es así porque el mundo no entiende de amor. No sabe qué es el amor.

Para los santos lo único importante es amar a Dios. Pero se topan con la infranqueable barrera del Amor de Dios que no pueden superar. En una competencia, es siempre Dios quien gana. Él es muy celoso de su Dignidad, y si hay algún santo que lo ame más de lo que Él ama a ese santo, Dios hará lo imposible por superar ese amor.

El amor, la fidelidad y la generosidad de Dios son infinitos. Nunca habrá una creatura que le supere. Sin embargo, Dios nunca olvidará a los que le aman en la tierra, por pobre que sea su amor.

Comparado con la grandeza de Dios, el amor de los santos se manifiesta en pequeñeces, propias de la miseria y poquedad humana: la total donación del reposo, de su felicidad, y de todo su ser; a los santos, les habría gustado haber derramado su sangre una y otra vez como prueba viva y perenne de su fe; les habría gustado haber tenido mil corazones consumidos en el fuego inextinguible de Dios; les habría gustado haber poseído mil cuerpos entregados como víctima en un martirio incesante.

Estas llanezas de los santos deleitaron a Dios. Pero al llegar al cielo, Dios les dijo: “¡Ahora es mi turno!” “¡Ahora me toca a Mí!”

Si los santos le han dado a Dios el regalo de sí mismos, ¿Acaso Dios podría responderles de otra manera? ¿Acaso Dios dejaría de darse a Sí mismo sin restricciones y sin medida?

Que los santos hicieran brillar la luz de Dios en la tierra como corona de la creación no fue el más grande deseo del corazón de Dios. El corazón de Dios se expande más allá de estos límites y quiere premiar inconmensurablemente. Dios no se contenta con límites. A los santos Dios les debe más que el Paraíso; les debe más que el tesoro de sus conocimientos; les debe su vida, su naturaleza, y su eterna e infinita substancia.

Si Dios lleva a sus siervos y a sus amigos a su casa; si los consuela y les hace saltar de gozo al abrazarles con su amor, esto satisface su sed y sus deseos abundantemente, y es más que el perfecto reposo que el corazón de los santos podría imaginar.

¡Pero no es suficiente para el corazón de Dios! ¡No es suficiente para la saciedad y perfecta satisfacción de su amor!

Dios quiere ser el alma de sus almas. Quiere imbuirlos con su divinidad, como el fuego que derrite el oro. Quiere mostrarse a Sí mismo a sus espíritus, abiertamente, sin velos, y sin la intervención de los sentidos. 

Quiere unirse a ellos en un eterno cara-a-cara, para que su gloria les ilumine, les emane, e irradie, a través de todos los poros de su ser, para que “conociéndome como yo los conozco, puedan ellos llegar a ser Dios ellos mismos”, citando a San Atanasio.

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Sabemos por la fe que no conoceremos a Dios por una representación o una imagen formada en nuestra mente. También es de fe que no lo conoceremos por medio de nuestro razonamiento; ni tampoco por medio de demostración, como se llega a las conclusiones de una ciencia.

El conocimiento de Dios será a través de una impresión de la esencia divina sobre el alma con la ayuda de la luz sobrenatural llamada “Luz de Gloria”. Esta luz dará a los santos en el cielo una aptitud y poder de conocer a Dios que jamás podrían haber tenido aquí en la tierra.

San Dionisio dice que esta luz de gloria va a transformar al hombre; lo va a deificar, imprimiéndole un sello sobre el alma, y una semejanza de la belleza celestial, y le hará ser una imagen del Padre; hará que la capacidad del alma de conocer se expanda y aumente hasta un punto tal que le será posible aprehender bienes inmensos y sin límites.

El alma tendrá lo infinito bajo su dominio, y, en cierto sentido, podrá comprehender a Dios mismo, aunque no en su infinitud, como dice el Concilio Laterano, “Dios es incomprehensible a toda creatura”. Todo aquel que desde una playa haya visto el océano podrá decir: “He visto el océano”; sin embargo, jamás podrá decir: “He visto todo el océano”.

La Sagrada Escritura nos enseña que la luz de gloria es la misma luz de Dios: “En tu luz vemos la luz” (Salmo XXXVI, 6). Por esta razón San Agustín dice que no conoceremos más a través de nuestro conocimiento, sino que conoceremos a partir del conocimiento de Dios, y no veremos más a través de pobres y débiles ojos, sino a través de los ojos de Dios.

Los transportes de gozo a los que llegaremos a través de la visión de Dios son tales que harán que nuestros corazones superabunden en los más indecibles gozos; será como un torrente de delicias y raptos, vida en su mayor riqueza inexhausta, y la misma fuente de todo bien y vida.

Será, continúa San Agustín, como un regalo del corazón de Dios, para que podamos amar y regocijarnos con el amor y el gozo de Dios mismo: “Se saciarán con la abundancia de tu casa, y los embriagarás en el río de tus delicias” (Salmo XXXVI, 9).

Es porque el pecador se pierde todo esto que hay necesidad urgente de conversión. Es porque Dios bien sabe lo que un pecador dejará de gozar que lo busca de mil maneras para que se convierta y viva. 

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En los últimos tiempos, en su infatigable búsqueda para encontrar la oveja descarriada y la dracma perdida, Dios enviará Dos Testigos. Esto será antes de que aparezca el anticristo, y, obviamente, antes del juicio a las naciones. 

¿Por qué Dios enviará dos en vez de un testigo? 

Por el conocido requisito bíblico que dice que la evidencia debe ser aceptada solo cuando el testimonio haya sido dado por Dos Testigos (cf., entre numerosas citas tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, Números XXXV, 30; Deuteronomio XVII, 6; XIX 15; etc.).

La prédica de los Dos Testigos consiste en la penitencia. Esto será fácil de reconocer por cómo vendrán vestidos: “vestidos de sacos” (Apocalipsis XI, 3; cf. San Juan III, 4-10; San Mateo XI, 21; San Lucas IV, 13).

Los juicios severos no llevan a la penitencia. Los Siete Sellos y las cinco primeras Trompetas son juicios severísimos que tendrán lugar durante el mismo período de tiempo en que los Dos Testigos harán su labor; sin embargo, sabemos, porque Dios mismo lo reveló, que “el resto de los hombres, los que no fueron muertos por estas plagas, no se arrepintieron…” (Apocalipsis IX, 20-21).

Esto es debido a que los juicios de Dios solo son inteligibles como juicios de Dios cuando son acompañados por el testimonio dado por Dios, verdadero y justo, a través de sus enviados. Es por esta razón que Dios envía a sus Dos Testigos.

A lo largo de la historia, esto fue siempre así, a través de los Profetas y Patriarcas; a través de Nuestro Señor Jesucristo, y su Iglesia, en su labor llevada a cabo por los sacerdotes, y, en los últimos tiempos, además de los pocos sacerdotes que queden, por los Dos Testigos.

Los juicios solos son incapaces de llevar al pecador al arrepentimiento porque no confieren la graciosa voluntad de Dios de perdonar. Tienen carácter de “advertencia”. Pero el hecho de que Dios quiera llamar al pecador al arrepentimiento y a la penitencia no puede ser conocido a partir de los juicios mismos. Esta intención de Dios debe ser explicada a través de una prédica.

¡Qué más evidencia que la realidad que nos despierta día a día que tiene más sabor a juicio que a bonanza? Y, sin embargo, la gente no entiende de arrepentimiento, ni de penitencia. Es más, entiende todo al revés. Entiende que aún debe ser el artífice de la solución de un mundo que no tiene solución.

Por lo tanto, tan ardua como parezca la labor de los Dos Testigos, ésta consiste esencialmente en complementar, por así decir, el mensaje de los severísimos juicios que Dios enviará a la humanidad para llamar al arrepentimiento y a la penitencia. El mensaje de los Dos Testigos será efectivo, mientras que el de los juicios de los Siete Sellos y de las cinco primeras Trompetas no lo será por sí solo.

¿De dónde surge la seguridad acerca de la efectividad del mensaje de los Dos Testigos?

La efectividad del mensaje de los Dos Testigos proviene del triunfo sobre el mal de Nuestro Señor Jesucristo en la cruz. El paralelismo de la corta pero ardua labor de los Dos Testigos con la de Nuestro Señor Jesucristo es incontestable.

No vamos a abundar en detalles por razones de espacio, pero baste mencionar la muerte en Jerusalén, y la resurrección, y la elevación al cielo de estos dos misteriosos personajes, al cabo de tres días y medio de haber yacido en la plaza de la gran ciudad (cf. Apocalipsis XI, 7-8.11-12).

Los Dos Testigos sufrirán el martirio, de manos de la bestia, e inmediatamente obtendrán la reivindicación, es decir, su resurrección y elevación al cielo. Estos hechos, que serán presenciados por los celulares de la humanidad, harán que su testimonio sea poderoso, aunque no inmediato.

Al principio, los habitantes del mundo se regocijarán por su muerte, porque les habrá librado del tormento que les producía el incómodo llamado al arrepentimiento y a la penitencia (cf. Apocalipsis XI, 9-10). En un segundo momento, algunos se arrepentirán después de ver y reconocer que el testimonio de los Dos Testigos es reivindicado como verdadero (cf. Apocalipsis XI, 11-13).

Así lo expresa el texto del Apocalipsis: “El resto, sobrecogidos de temor, dieron gloria al Dios del cielo” (Apocalipsis XI, 13). El estar sobrecogidos de temor es clara referencia de un genuino arrepentimiento y de deseo de adorar al verdadero Dios.

El temor de Dios es la actitud propia de dar adoración y reverencia a Dios; el dar gloria a Dios es siempre dar a Dios positivamente el respeto que le es debido; y la expresión “el Dios del cielo” es peculiarmente apropiada como referencia al reconocimiento del Dios Creador Uno y Verdadero (es decir Trino) por parte de los paganos.

Lo que los juicios por sí solos no lograrán, lo logrará el testimonio de los Dos Testigos. Hay aquí un contraste deliberado.

Después de los juicios de las trompetas, “el resto” no se arrepiente (cf. Apocalipsis IX, 20). Después del terremoto que acompañará a la reivindicación de los Dos Testigos, “el resto” se arrepiente (cf. Apocalipsis XI, 13).

Una vez más, ¿De dónde proviene la efectividad del mensaje de los Dos Testigos?

De la participación en la victoria del Cordero. Jesús mismo es el Fiel Testigo (cf. Apocalipsis I, 5; III, 14), porque dio su testimonio hasta el punto de su muerte, y su reivindicación como verdadero testigo con su resurrección.

No obstante, la manera en la que la victoria de Cristo tendrá efecto en hacer que las naciones se arrepientan y hagan penitencia y abracen la fe verdadera es a través de la participación de sus fieles en su victoria. A imitación de los Dos Testigos, nosotros, los fieles, estamos llamados a dar testimonio.

Cuando los fieles den testimonio hasta el punto de derramar su sangre, y cuando su muerte sea reivindicada, como la de Jesús, y como la de los Dos Testigos, entonces, y solo entonces, su testimonio será verdadero testimonio y será efectivo en la conversión de las naciones. 

A esto nos llama Dios muy particularmente en estos tiempos. ¡Que nuestra muerte sirva para el arrepentimiento y conversión de los pecadores! No hay mayor amor que dar la vida por los demás.

Esto no significa que las naciones tengan que literalmente ver la resurrección de los fieles mártires de Cristo para convencerse de que su testimonio ha sido verdadero. Significa sí que tengan que percibir su testimonio como una participación del triunfo de Cristo sobre la muerte.

En el tiempo en que San Juan escribió el Apocalipsis se estima que la ciudad de Jerusalén tenía unos 70.000 habitantes. Solo 7.000, un décimo de la población, sufrió el juicio producido por el terremoto que sobrevino sobre la ciudad y que produjo el derrumbe de una décima parte de la ciudad cuando se dio muerte a los Dos Testigos (cf. Apocalipsis XI, 13).

El resto, las nueve-décimas partes restantes de la población, no sufrió juicio. No la fiel minoría, sino la infiel mayoría se salvó de morir en ese momento solo a los efectos de poder luego alcanzar el arrepentimiento y la fe.

En consecuencia, el testimonio de los Dos Testigos puede verse claramente como una verdadera salvación. Así es la misericordia de Dios.

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Desde temprana edad Dios le había dado la gracia de comprender que lo único importante en la vida es amar a Dios. 

Repetidamente se proponía a sí misma estar consciente de esta realidad. Era lo único a lo que aspiraba. Su único propósito era agradar y amar y amar a Dios más y más. 

Este propósito le servía de garantía en su vida. Garantía de solo confiar en la misericordia de Dios.

Es por eso por lo que Santa Teresa de Lisieux llegó a demostrarle a Dios su amor a través de la total donación de su reposo, de su felicidad y de todo su ser; es por eso por lo que deseó mil veces haber derramado su sangre una y otra vez como prueba viva y perenne de su fe en Dios; es por eso por lo que le habría gustado haber tenido mil corazones consumidos en el fuego inextinguible del amor de Dios; es por eso por lo que le habría gustado ser entregada al martirio, como una continua víctima inmolada en el crisol del amor.

Ese amor fue su guía, el fundamento de su esperanza, y el estímulo de todo su sacrificio. Amén.

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Me he servido de la Biblia de los padres Dominicos; de la Biblia de Monseñor Straubinger; del libro del padre Charles Arminjon, “The End of the Present World and the Mysteries of the Future Life”; y del libro “The Climax of Prophecy”, de Richard Bauckham.