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Hay un anhelo de Dios que es insaciable desde que Dios fijó su mirada en cada alma que creó. Hemos estado en sus manos, y no hay nada que nos pueda satisfacer que no sea Dios. Es por eso por lo que a esta realidad sobrenatural inigualable se la representa bajo la figura de un gran banquete.
Hay una pregunta que nos señala la infinita diferencia que hay entre lo trascendental de Dios y la miseria humana: ¿Cómo se le ocurre a Dios invitarnos a un banquete justo ahora, en este momento que acabamos de comprar un campo y bueyes y estamos en luna de miel?
Es raro que Dios llame a lo trascendental cuando todavía hay que dedicarse a lo terrenal. Es como que los planes humanos quedan truncados. Es por eso por lo que cualquier excusa para no aceptar la invitación de Dios parece buena y válida.
Cualquier situación de vida que humanamente no se adecúe a una cierta concepción aceptada por la sociedad parece un desperdicio. Pero no es para eso por lo que Dios nos ha creado. No fuimos creados para lo terrenal, sino para lo trascendental.
No caer en la solicitud o preocupación terrena es lo que simboliza la parábola. Por el contrario, Dios nos invita a elevar la mirada a lo trascendental.
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No hay correspondencia entre el llamamiento de Dios a la vida sobrenatural y nuestra material y paupérrima vida cotidiana. Esta falta de correspondencia surge de la influencia en el mundo del “misterio de la iniquidad (que) ya está obrando ciertamente” (2 Tesalonicenses II, 7). Es el mal lo que distorsiona cualquier relación con Dios.
La teología enseña y la experiencia prueba que no es el intelecto del hombre engañado por la serpiente venenosa lo que puede alcanzar la verdad que salva, ni tampoco la voluntad del hombre desviada por el orgullo y la lujuria. Solo Dios puede salvar.
Y el misterio de la iniquidad juega siempre la carta de la mayor cantidad de daño posible para lograr que el hombre no se salve precisamente. Lo hace a través del engaño y las fuertísimas tentaciones de orgullo, lujuria y materialismo. Es la interferencia entre Dios y el alma.
Y apuesta a la libertad del hombre, la cual no será jamás forzada por Dios: ¿A quién eliges? ¿Al anhelo de tus anhelos que fijó su mirada en ti cuando te creó? ¿O, a tu miserable vida trastornada por la maquinación del misterio de la iniquidad?
El hombre tiene el poder de elegir. Y a esto apuesta el diablo. Sabe que muchos lo elegirán a él, miserable ladrón. Cuenta a favor suyo con la libertad del hombre, forzada por el diablo mismo, pues él sí se atreve a obligar al hombre a seguirle, pues sabe que muchos elegirán no creer en Dios.
Por eso, es imperativo que el hombre se decida: o Dios, o el diablo. Dios hace una invitación muy concreta a su banquete. Y el hombre, en cambio, se niega. Esto es el misterio de la iniquidad.
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Hay maneras y maneras de negarse. Las maneras expuestas en la parábola son muy ofensivas y groseras.
No está bien rechazar la invitación de un Señor muy importante. Por su importancia, hay en el invitado un nexo vinculante con Él, que le obliga a aceptar la invitación y, por lo tanto, a posponer otros compromisos que tenga en ese día.
Luego viene la forma de disculparse; el fingimiento; el restarle importancia al convite; la prisa por librarse del mensajero; el enojo producido por la invitación que parece impertinente. Al menos podrían haber escrito una nota de disculpas. Podrían haber mostrado un poco de cortesía, lo cual, es un deber.
Finalmente, tenemos las razones que se aducen, cuyo significado es evidente: plantear cualquier excusa para mostrar descuido, desinterés total, y desprecio por el banquete al que fueron invitados. Con respecto a Dios, éste es el panorama que hoy el mundo presenta a nuestros ojos: “descuido, desinterés y desprecio”.
He comprado un campo… Analicemos brevemente la falta de lógica. Si ha comprado un campo, éste está a disposición suya en cualquier momento. Luego, ¿Debía ir a cuidarlo justo el día del banquete? ¿No podía cuidarlo en otro momento?
He comprado cinco yuntas de bueyes… Pues, si los ha comprado, ahora son de su propiedad, y puede disponer de ellos en cualquier momento.
Más allá de la rudeza de la excusa, hay burla y ofensa en estas dos primeras negativas. Hay intención de ridiculizar la invitación. Hay desprecio por el banquete. Se prefiere algo de menor valor e importancia.
Casi siempre encontramos este tipo de comportamiento en las elecciones humanas: una tendencia hacia lo bajo, lo vil, lo de menor estima, en contraposición a las excelsas propuestas de lo trascendental. Esto es el misterio de la iniquidad.
Me acabo de casar… Se trata de una excusa más refinada que las anteriores. La fiesta en casa es preferida a la fiesta del banquete. Parece como que no se le podría culpar; sin embargo, encierra un engaño. No solo se contenta con una pobre excusa, sino que ha creado una fiesta para rivalizar con la Fiesta del Señor.
Si en los dos primeros hay rudeza y tosquedad, aquí se manifiesta aborrecimiento, antagonismo y emulación, por tanto, desprecio por Dios. Éste es el misterio de la iniquidad que va preparando el camino al anticristo.
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Ante el rechazo de la invitación la reacción del magnífico Señor fue tan inmediata como inesperada.
El criado tuvo que volver a montar en su caballo e inmediatamente salir al galope por los caminos a invitar a los pobres, los desamparados, los lisiados, los ciegos y a cualquier representante de toda la pintoresca gama de la miseria humana. Están todos invitados.
Es clara aquí la referencia al rechazo del pueblo judío y la extensión de la invitación a los pueblos paganos.
El banquete es el llamamiento al Reino de Dios, ofrecido sobre todo a Israel en la primera época de la humanidad y rechazado con rudeza por éste, porque prefirió sus campos, sus bueyes y sus mujeres al Reino del Espíritu.
Es decir, Israel prefirió manipular el reino de este mundo de acuerdo con una tradición ya milenaria que aún no se contradice ni desmiente y que hoy más que nunca es evidente a cualquiera: la de una habilidad consumada para conducir las filas de la organización mundial de las finanzas, los bancos, la cultura, la prensa y el entretenimiento, creando así diversiones terrenales para fomentar el olvido de Dios.
Es necesario reconocer que Israel es el único pueblo teológico de la historia: el pueblo elegido, el heredero de las promesas divinas. Pero también es necesario advertir que fue el primer perseguidor de Cristo y el asesino de Cristo. De este Deicidio surge la Sinagoga de Satanás, los que en el Apocalipsis son apelados como “los que mienten”, (cf. Apocalipsis III, 9). Son los que con mucha astucia y sutileza preparan a propósito el camino al anticristo.
Como la invitación al banquete fue re-dirigida a los paganos, el odio hacia ellos se incrementa más y más. Es odio a Dios, al Cristianismo, y a la humanidad en general.
¿Qué más van a maquinar antes de la aparición del anticristo? Ya no se contentan con la masonería, el marxismo, el comunismo, el socialismo, el ateísmo, el materialismo, el consumismo, el satanismo, y el gusano de las herejías y de la ignorancia religiosa que lograron introducir en la Iglesia Católica para destrozarla por ser la única capaz de llevar a la humanidad a la salvación.
Ya no se contentan con todo lo hecho; la consigna ahora es dar el último paso para lograr que todo el mundo acepte la marca de la bestia, cuando ésta aparezca.
Es en este sentido que se debe entender la sutil preparación orquestada para lograr que la humanidad acepte, dentro de poco, la marca de la bestia.
Me refiero a la obligación de usar bozal, lo cual es una gran humillación, pues nos equipara a perros rabiosos; y al desenfreno de las masas por ir a inyectarse, apostando a que la gente lo hace por temor, no tanto de prevenir un contagio, sino más bien de prevenir que se le corten sus libertades.
Todo esto son indicios y antecedentes. Así como sumisamente aceptaron el bozal y la inyección, así lo harán con la marca de la bestia, cuando ésta aparezca. Misterio de iniquidad.
Éste es el banquete que las masas prefieren. Ya está el plato servido para cuando aparezca la bestia y lo devore.
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El pueblo de Israel sigue siendo amado por Dios. San Pablo nos asegura su supervivencia. Antes de la Parusía habrá conversión de una parte de este pueblo, gracias a la labor de los Dos Testigos.
Al fin del mundo tendrá lugar su conversión masiva. La infidelidad de Israel no hizo en vano el misericordioso plan de Dios de salvación pues se hizo extensivo a la humanidad entera.
Por su parte, la infidelidad cristiana por haber adaptado el Evangelio a la prudencia del siglo sirve a su vez para la conversión de Israel. Más de dos tercios de la raza humana aún viven fuera de la órbita del cristianismo. Y de los cristianos se puede decir que su fe languidece y languidece más y más.
Visto desde fuera, el banquete de la fe cristiana, especialmente en nuestros días, no parece realmente algo muy emocionante, ya que la fuerza espiritual de la unidad cristiana ha venido siendo incesantemente roída por el misterio de la iniquidad.
Los enemigos de la Iglesia confían en su victoria y se preparan para las procesiones de triunfo. Pero están engañados.
En el mundo siempre habrá pobres, ciegos, lisiados, cojos, ancianos y niños abandonados en las infinitas calles de dolor; con el auge del egoísmo humano, todo esto será cada vez más una carga para los buscadores de placer de la nueva sociedad sin religión y sin misericordia.
Y la Iglesia estará siempre, con su afectuosa y discreta preocupación, como signo de la presencia de Dios en el mundo, aún cuando en su exterior solo sea un mínimo rebaño escondido.
El verdadero secreto de la Iglesia es el secreto de la caridad y la verdad: “El servidor vino a decirle: ‘Señor, se ha hecho lo que tú mandaste, y aun hay sitio’” (San Lucas XIV, 22).
Cuando venga Nuestro Señor Jesucristo por segunda vez, a la miseria humana le parecerá estar soñando, pues soñar con la felicidad es algo habitual en quienes no la tienen. Nunca tuvieron un campo, ni bueyes, ni luna de miel.
Pero sí tuvieron las protestas de sus estómagos y el placer de viajar en el único viaje que puede hacer la miseria humana: ir por las calles a extender las manos a los burgueses.
El salón de banquetes de Dios es inmenso: todavía hay muchos lugares libres. El magnífico Señor está siempre impaciente por llenarlo.
Y el Criado vendrá nuevamente. Pero esta vez montado sobre su Caballo Blanco (cf. Apocalipsis XIX, 11). E irá a los caminos y a los cercados y compelerá a los que encuentre hasta que el salón se llene por completo.
El espectáculo es digno de Dios; porque Dios no puede dejar de ser, aún cuando lo quisiera, tan bondadoso e insistente en sus invitaciones, tan magnífico y, a la vez, tan abundante en sus banquetes. Amén.
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Me he servido de un sermón del padre Cornelio Fabro.