jueves, 3 de junio de 2021

Corpus Christi – 2021-06-03 – Padre Edgar Díaz


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En estos tiempos convulsionados en los que nos encontramos hay dos escenarios que se relacionan por dos circunstancias bien notables a cualquiera. Estas circunstancias que caracterizan a estos dos escenarios son la escasez y la inminencia.

No me refiero a escasez de tipo material, que sí la hay, y en gran medida. Me refiero más bien a la escasez de cordura por estar lejos de Dios. La gente no tiene ni la más pálida idea de lo que está sucediendo a su alrededor.

Pero lo que sí perciben, aunque confusamente, es que se trata de algo inminente. Hay que hacer algo, dicen, porque la situación ya no da para más, pero no saben exactamente qué es lo que hay que hacer.

Quienes están un poco más avezados en las cosas del espíritu a duras penas resisten la realidad que les golpea en la cara y muchas veces se dejan llevar como los demás por el desánimo.

Y esto a pesar de que saben que en la Iglesia de Sardes, en la Iglesia de Filadelfia, que es la que sigue, y en la Iglesia de Laodicea, la última etapa, la consigna es guardar lo recibido y velar (Cf. Apocalipsis III, 3); saben que por guardar la palabra de Jesús serán ellos guardados de la hora de la prueba (cf. Apocalipsis III, 10); y saben que no deben ser tibios, ni enriquecerse con otra cosa que no sea oro acrisolado al fuego y vestidos blancos y colirio, pues corren el riesgo de ser reprendidos y castigados (cf. Apocalipsis III, 16-19).

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El primer escenario que tiene estas características de escasez e inminencia es el arrepentimiento. Hay escasez de arrepentimiento. Sabemos por las Sagradas Escrituras que debemos arrepentirnos. No hay lugar para el pecado. Ya no hay lugar para las cosas del mundo.

El arrepentimiento es urgente, pero, a la vez, escaso. No se ve que la gente se arrepienta y se vuelva a Dios. Y Dios ya no encuentra manera de provocar a la humanidad que languidece en el pecado y en las cosas del mundo. Siguen sin entender y enfrascados en su egoísmo.

Los Dos Testigos serán enviados para predicar el arrepentimiento (cf. Eclesiástico XLIV, 16; XLVIII, 10; XLIX, 16) como última tabla de salvación. A todo esto, Dios adelantándonos el resultado de esta admirable intervención de su misericordia, nos dice cuál será la reacción:

“Y los habitantes de la tierra se regocijarán (porque los Dos Testigos fueron muertos) … harán fiesta, y se mandarán regalos unos a otros, porque estos dos profetas fueron molestos a (las consciencias de) los habitantes de la tierra” (Apocalipsis XI, 10).

El mundo se llenará de júbilo creyendo haberse librado de estos dos santos cuyos anuncios no podía soportar, porque no hay peor peso que el de la propia consciencia.

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El segundo escenario al cual me refiero que tiene las características de ser escaso e inminente es la Eucaristía. Solo queda un pequeñísimo número de Misas en el mundo. Y cada vez quedarán menos y menos… Y, a la vez, urge abrir las puertas a Jesús.

Cuando uno es invitado a un banquete no puede ir desnudo, ciertamente. Sin embargo, algunos van desnudos. Prefieren el pecado; prefieren vivir sin la gracia de Dios. No acusan recibo de la urgencia esjatológica del arrepentimiento ni de la Eucaristía. En el banquete no se debe entrar desnudo. ¿De qué sirve entrar si no va a participar?

Cada Santa Misa nos acerca más y más a la Parusía. En Laodicea, Jesús aún seguirá golpeando a las puertas, y esto le da el carácter de inminente: “Mira que estoy a la puerta y golpeo. Si alguno oyere mi voz y abriere la puerta, entraré a él y cenaré con él, y él conmigo” (Apocalipsis III, 20).

Un gozo espectacular: ¡Cenar con Jesús! ¡Jesús como invitado! Y, a la vez, ¡Como Servidor! “¡Felices esos servidores, que el amo, cuando llegue, hallará velando! … Él se ceñirá, los hará sentar a la mesa, y se pondrá a servirles” (San Lucas XII, 37).

Los gozos de la comunión íntima con Cristo en el banquete celestial que tendremos en el cielo se anticipan en la Eucaristía.

En Laodicea, cuando la Parusía sea ya más que inminente, el Señor ordenará (es decir, obligará) el arrepentimiento. Y, maravillosamente, ese servidor que habrá acudido al arrepentimiento, recibirá una bendición extraordinaria, pues el amo le hará sentar a la mesa a compartir una comida con Él y Él le servirá.

¡Atención Laodicea!, la única de entre las Iglesias de la cual nada bueno se puede decir. Atención, porque recibes una sentencia de juicio muy severa: “Porque eres tibio… voy a vomitarte de mi boca” (Apocalipsis III, 16).

Sin embargo, se te hace una reprensión amorosa para animarte al arrepentimiento: “Conviértete” (Apocalipsis III, 19).

Si te conviertes, finalmente, recibirás una bendición en vez de juicio. “Mira que estoy a la puerta y golpeo. Si alguno oyere mi voz y abriere la puerta, entraré a él y cenaré con él, y él conmigo” (Apocalipsis III, 20). Clara referencia a la Eucaristía.

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No existe “lo blanco”; existe la nieve que es blanca; no existe la consistencia suave y a la vez crujiente del pan; existe el pan que es suave y crujiente a la vez. 

No existe “lo líquido”; existe una sustancia a través de la cual se manifiesta “lo líquido”. No existe la dulzura o la sequedad; la viscosidad o la transparencia; no existe la acidez como tal; solo existe la sustancia del vino.

Al igual que el misterio de la Santísima Trinidad, el misterio de la Eucaristía se puede explicar filosóficamente, gracias a la genialidad de la Metafísica de Santo Tomás de Aquino.

La Eucaristía es un milagro. Ocurre ante nuestros ojos en cada Santa Misa. El milagro consiste en un cambio de sustancias. Las sustancias del pan y del vino desaparecen y aparece Nuestro Señor Jesucristo.

Pero, ¿qué ocurre con las cualidades del pan y del vino? Pues, dejan de depender de su propia sustancia, es decir, del pan y del vino. Por eso, el milagro es doblemente mayor: un cambio de sustancia en donde las cualidades persisten.

Pero, a la vez, estas cualidades tampoco dependen de la nueva sustancia que se hace presente. Por esta razón, el milagro es triplemente sorprendente.

Las cualidades del pan y del vino no dependen, entonces, de nada. Están, por así decir, en el aire. Esto es el milagro de los milagros.

Privarse de una Santa Misa es perderse el milagro triplemente sorprendente con el que Dios todavía se digna de complacernos.

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La solemnidad del Corpus Christi fue instituida en 1264 por el Papa Urbano IV para celebrar el milagro de Bolsena.

Un sacerdote en viaje a Roma se detuvo en Bolsena a celebrar la Santa Misa. Mientras estaba celebrando la Misa tuvo una duda sobre la presencia real de Jesús en el Sacramento. Al momento de la fracción de la hostia salió de ella sangre que manchó todo el corporal y el altar.

El corporal manchado con la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo se encuentra en la Catedral de Orvieto, Italia. Fue Santo Tomás de Aquino quien compuso la Misa y el Oficio de Corpus Christi, tal vez lo más esplendente de la liturgia católica.

Debemos creer que bajo las apariencias (también llamadas especies) del pan y del vino se encuentra la presencia real del Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo.

Bajo las apariencias de pan no solo está presente el Cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo, sino también por concomitancia la Sangre y la Divinidad.

Así también bajo las apariencias del vino, no solo está presente la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo, sino también se encuentran por concomitancia el Cuerpo y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo.

En virtud de las palabras pronunciadas por el sacerdote en la consagración, y, principalmente, por milagro de Dios, la sustancia del pan se cambia admirablemente en la sustancia del Cuerpo de Cristo y la sustancia del vino en la de su Sangre. El nombre que recibe este cambio es el de “transubstanciación”.

De modo tal que, sobre el altar, después de la consagración, solo quedan las apariencias del pan y del vino que los sentidos – la vista, el gusto, el tacto, el olfato – continúan percibiendo.

La característica esencial de la Eucaristía es la de ser dada como comida y bebida espiritual. A través de esta comida y bebida se nos da la gracia de la nutrición, es decir, la revitalización de nuestras almas, aún viadoras, en las fuerzas del bien y en la fidelidad a Dios. 

Este aspecto de nutrición es el significado inmediato que se desprende del pan y del vino cuyas apariencias permanecen aún pero que, a su vez, indican la presencia real del Cuerpo y de la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo, lo cual sabemos solo por la fe.

Jesús instituyó este Sacramento momentos antes de su Pasión y muerte, cuando les dijo a los Apóstoles: “Haced esto en memoria mía” (San Lucas XXII, 19).

La Santa Misa, entonces, renueva místicamente la muerte de Cristo sobre el altar y en la comunión recibimos a Dios que se hace comida y bebida para el alma.

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La Parusía se torna cada vez más inminente.

La gran mayoría en el mundo todavía cree que el mundo tiene solución y que esa solución depende del esfuerzo humano. No es eso lo que Dios quiere.

Él solamente pide que se lo reconozca; y que se arrepientan, para estar de su lado. Al Sacramento de la Sagrada Eucaristía hace falta ir bien vestido, y hay urgencia.

Para lograr de algún modo el arrepentimiento es necesaria la convulsión del mundo. No hay forma de que la humanidad estupidizada despierte. ¡Vuelvan a Dios!

Si te conviertes, Laodicea, finalmente recibirás, en vez de juicio, una bendición: “Mira que estoy a la puerta y golpeo. Si alguno oyere mi voz y abriere la puerta, entraré a él y cenaré con él, y él conmigo” (Apocalipsis III, 20).

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Me he servido de un sermón del Padre Cornelio Fabro, y del libro “The Climax of Prophecy”, de Richard Bauckham.