domingo, 29 de agosto de 2021

Dom XIV post Pent – San Mateo VI, 24-33 – 2021-08-29 – Padre Edgar Díaz

Alegoría de la Muerte y un Hombre Rico

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No podemos servir a dos señores, porque se amará a uno, y se aborrecerá al otro. No se puede servir a Dios y a las riquezas. Las riquezas son todos los bienes que podamos tener en este mundo.

Esto en definitiva es lo mismo que decir que no podemos tener dos fines últimos: el único fin último para el hombre es Dios, tanto en lo natural, como en lo sobrenatural. Tener las riquezas como finalidad es rechazar totalmente a Dios.

Es por eso por lo que no hay compatibilidad entre estas dos realidades.

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“No os inquietéis”, dice el Señor, pensando “qué comeréis o qué beberéis” (San Mateo VI, 25). En realidad, las riquezas temporales no son verdaderas riquezas, no tienen más que un valor convencional. No son gloria que merezca ambicionarse, sino vergüenza e infamia. Son llamadas riquezas solo erróneamente.

No son riquezas porque son algo vil. San Bernardo se pregunta: ¿Qué es el oro, sino un poco de tierra dorada? Por eso dice el Profeta: “Desgraciado el que amontona lo que no es suyo. ¿Hasta cuándo amasará contra sí mismo pellas de barro (robadas)?” (Habacuc II, 6). Barro. He ahí el nombre que la Sagrada Escritura da a las riquezas de esta tierra.

Un alma es un espíritu lleno de nobleza y dignidad, semejante a los ángeles, imagen de Dios a quien puede poseer; destinado junto con su cuerpo a la Jerusalén Celestial. Da mucha pena verla aspirar ansiosa y ardientemente tras las riquezas miserables, cuando debería emplear su vida en alabar a Dios y ganarse el cielo. ¡Qué desengaño tendrá a la hora de la muerte!

No son riquezas porque son exclusivamente externas. Por consiguiente, no merecen el nombre de verdaderas riquezas. ¿Podrá, acaso, todo el oro del mundo hacer mejor a una persona? Salomón decía: “¿De qué le sirve al necio poder comprar la sabiduría sino tiene juicio?” (Proverbios XVII, 16). Si con las riquezas pudiéramos comprar la habilidad, el entendimiento, la prudencia, la fuerza, la magnanimidad… Pero, no podemos. Entonces, ¿para qué sirven?

Alguno podría decir que sirven para incrementar las comodidades temporales. Pero en realidad, las riquezas en vez de producir abundancia producen indigencia. En efecto, el pobre se contenta con poco, en cambio el rico, está siempre afanándose por más y más. Aumentan sus necesidades y sus preocupaciones. La experiencia lo demuestra. 

Los grandes de este mundo viven no para servir a Dios sino para servirse a sí mismos con las riquezas, y el poder que las riquezas dan, y el honor de los bienes de este mundo. Viven abrumados preocupados en tener más y más.

No son riquezas porque no son duraderas. Y, por lo tanto, no son veraces. Lo que se pierde en un momento no tiene valor alguno. Por eso, Nuestro Señor nos recomendó que no amasásemos tesoros porque el orín los corroe, y los ladrones los roban… (cf. San Mateo VI, 19).

Recordemos el rico del Evangelio que cuando quiso descansar en sus bienes oyó una voz que le decía: “Insensato, hoy mismo morirás; ¿De qué servirá todo lo que has guardado? Así será el que atesora para sí y no es rico ante Dios” (San Lucas XII, 20-21).

Esto es el hombre que atesora en este mundo: “No te impacientes si ves a uno enriquecerse, porque a su muerte nada se llevará consigo… bajará a reunirse con sus padres, y no verá jamás la luz…” (Salmo XLIX, 17-20). Por esta razón, no debemos envidiar a quien tiene.

En consecuencia, no debemos preocuparnos por ninguna de estas cosas, sino únicamente por el Reino de Dios y su justicia.

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El amor a las riquezas puede despertar en nosotros un amor muy vehemente capaz de destruir todo lo que se le ponga al paso. Se convierte así nuestra vida en lucha campal; constantemente haciendo guerra a lo que nos aparta de nuestras riquezas.

Dios sabe que necesitamos de lo material para vivir. Pero Él no quiere que hagamos de ello nuestro fin. No quiere que amemos esas cosas más que a Él, porque esto es un desorden. Es no poner primero a Dios.

Por ser el amor a las riquezas un amor desordenado, Dios constantemente nos mueves a purificarnos. Si no lo hacemos por voluntad propia, es posible que Dios comience a obstaculizar nuestros deseos de riquezas. Dios se convertirá así en un enemigo. Se termina odiando a Dios.

Hoy es más que nunca importante determinar en qué ponemos nuestro último fin: en Dios, o en las riquezas.

Vivir para las riquezas nos ofusca el entendimiento, el alma, el corazón, y nos olvidamos de Dios. Las guerras, y todos los males sociales existen por este motivo. Por un propio beneficio de los gobernantes. Por eso el Evangelio de hoy termina diciéndonos que busquemos el Reino de Dios y su justicia.

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Monseñor Straubinger dice que a la palabra justicia en este texto no habría que entenderla en sentido legal de dar a cada uno lo suyo, sino en cuanto a la santificación personal. Es decir, la justicia que nos hace justos ante Dios.

Pero hay una relación entre la santidad y la justicia legal. No puede haber justicia legal entre los hombres si no hay primero justicia personal con respecto a Dios. Si las personas no buscan la santidad que las hace justas ante Dios, entonces tampoco habrá justicia legal. Por lo tanto, hay que primero buscar el Reino de Dios y su justicia, la gracia de Dios que nos hace santos, justos ante Dios, porque esta justicia personal redundará, a su vez, en el bien común de todos los hombres.

El Reino de Dios es un reino justo que se incoa en esta tierra, y en esta tierra lo justo es dar a cada uno lo suyo. Entonces, al buscar la propia santidad también buscamos la justicia en sentido de ser justos con los demás. Ambas justicias no se excluyen. Más bien se incluyen en el bien común del Reino de Dios. 

Por la misma razón, no habría santidad propia si conculcáramos el bien natural de dar a cada uno lo suyo. Entonces, también la santificación propia pasa por el orden de la justicia, tanto natural, como sobrenatural. Nadie se santificaría siendo injusto con los demás.

Se es injusto cuando se permite la mediocridad y no se exige la santidad propia y la de los demás. Se es injusto cuando no se valora la sabiduría de los demás por envidia o por espíritu de rivalidad. Se es injusto cuando se pisotea la consciencia de los demás, exigiéndoles obediencia, todo por un beneficio propio.

Así, por ejemplo, la mal llamada “pandemia” es una gran injusticia para con toda la humanidad. La gran mayoría de la gente sigue las instrucciones al pie de la letra, con mucho miedo. ¿Miedo a qué? ¿Miedo a morir? “¿Por qué tenéis miedo?”, dice Nuestro Señor (San Mateo VIII, 26). Podría bien entenderse que un pagano sienta miedo ante lo desconocido de la muerte, porque no tiene fe. Pero, no de un católico.

El no buscar la santidad del Reino de Dios ha llevado a muchos católicos a quedar como idiotizados ante las falsas imposiciones de las autoridades. No logran entender que les están engañando para llevarlos al matadero. No han entendido que no se trata de una pandemia, sino de una prueba para sus inteligencias, con resultados catastróficos. Se trata de una gran humillación.

Precisamente por no buscar la santidad del Reino de Dios es que se ha fallado en esta prueba. Lamentablemente podemos comprobar hoy que un católico se comporta de la misma manera, o peor aún, que un pagano: no buscan la santidad, sino que se conforman con el mundo aceptando todas sus mentiras.

La gran mayoría de los católicos hoy está desguarnecida. Sin consistencia teológica y dogmática para enfrentar esta dura lucha, para poder resistir firmes en la fe, para poder vivir sin tener que preocuparse por lo material, sino buscando su propia santidad y el Reino de Dios. No logran entender que solo la santidad les permitirá sobrellevar las penas indecibles del martirio de la fe. 

Por esto dijo Nuestro Señor: “Hombres de poca fe” (San Mateo VIII, 26). Nadie se juega la vida por la fe. Sí, en cambio, se juegan por las riquezas de este mundo. 

Hoy más cerca que nunca estamos de la muerte; pero desafortunadamente más lejos que nunca de estar bien preparados para las durísimas pruebas que sobrevendrán con el martirio.

Y si no lo creemos así, comparémonos con los primeros cristianos para convencernos de esta dura realidad.

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Del relato del martirio de San Policarpo, ocurrido en el año 155, leemos para nuestra edificación y ejemplo:

“Por su permisión, Jesús fue entregado y clavado en la Cruz para salvarnos. Quizo que le imitáramos y Él fue el primero de entre los justos que se puso en manos de los malvados, mostrándonos de ese modo, el camino que habíamos de seguir”.

“Sufrió Él primero lo que nos encargó a nosotros sufrir. Se hizo nuestro modelo, enseñándonos a morir, no sólo por utilidad propia, sino también por la de nuestros hermanos”.

“El martirio acarrea la gloria celestial, la cual se consigue por el abandono de las riquezas, los honores, e incluso a los padres. ¿Acaso tendremos por demasiado el sacrificio que hacemos a tan piadoso Señor, cuando sabemos que sobrepuja con creces lo que Él hizo por sus siervos, a lo que éstos pueden hacer por Él?”

“Cuando corriendo la sangre por los costados con las entrañas palpitantes a la vista, tan constantes estaban (los mártires) en su fe que aunque el pueblo conmovido no podía contener las lágrimas ante tan horrendo espectáculo, ellos sólo estaban serenos y tranquilos. Ni siquiera se les oía un gemido de dolor, y, así como habían aceptado con alegría los tormentos del mismo modo los toleraban con fortaleza”. 

“A todos los asistía el Señor en los tormentos, no sólo con el recuerdo de la vida eterna, sino también templando la violencia de los dolores para que no excediesen la resistencia de las almas”. 

“El Señor les hablaba interiormente y les confortaba, poniéndoles ante los ojos las coronas que les esperaban si eran constantes. He ahí el desprecio que hacían de los jueces y su gloriosa paciencia”. 

“Deseaban salir de las tinieblas de este mundo para ir a gozar de las claras moradas celestiales. Contraponían la verdad a la mentira, lo terreno a lo celestial, lo eterno a lo caduco. Por una hora de sufrimientos les esperaban goces eternos. El demonio probó contra ellos todas sus artes. Pero la gracia de Cristo les asistió como un abogado fiel”.

Uno de ellos, Germánico, un joven, “no quiso aceptar el perdón que le ofrecía el juez injusto”. Viendo el martirio de este joven todo el populacho gritó a continuación: “¡Que se castigue (también) a Policarpo!”.

Policarpo fue delatado. Ante las insinuaciones al mal que le hacían sus verdugos, prorrumpió con estas palabras: “No habrá cosa que pueda hacerme mudar de propósito, ni el fuego, ni la espada, ni las prisiones, ni el hambre, ni el destierro, ni los azotes”.

“El Procónsul procuraba por todos los medios hacerle apostatar…: ‘Jura… por la fortuna del César, y reniega de Cristo’”. 

“Hace ochenta y seis años que le sirvo, respondió Policarpo, y jamás me ha hecho mal… ¿Cómo puedo odiar a quien siempre me ha hecho el bien…?” El pregonero gritó: “Policarpo se ha confesado Cristiano”.

Tanto los gentiles como los judíos de Esmirna pidieron que le lanzaran los leones. Luego pidieron a voces que fuera quemado vivo. Todo el pueblo, pero en particular los judíos, corrieron por leña, pero por milagro de Dios, el cuerpo de Policarpo se tornó incombustible.

Pidieron entonces que le traspasaran el cuerpo con un cuchillo. Brotó la sangre en tanta abundancia que extinguió el fuego de la hoguera. No obstante, la hoguera fue reavivada y los judíos insistieron en quemar su cuerpo, para no entregárselo a los cristianos. Solo pudieron obtener algunos fragmentos de sus huesos para su veneración.

Todos los cristianos de entonces “desearon ser sus discípulos, como él lo era de Jesucristo, que venció la persecución de un juez injusto, y alcanzó la corona incorruptible”.

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¡Qué lejos estamos, queridos hermanos, de afrontar nuestro martirio como lo afrontaron los primeros cristianos! Y estamos así por culpa del miserable bienestar que nos dan las riquezas de este mundo.

Tratemos de consolidarnos por la gracia de Dios en la fe y tratemos de buscar la santidad, antes de que sea tarde. Que no seamos hombres de poca fe. Porque la fe no desaparece, pero pierde la calidad. Cada vez es menor.

Éste es el mundo que hoy nos toca vivir, donde todo está dado vueltas. Nosotros debemos buscar el Reino de Dios y su justicia. Vivir sin la solicitud terrena, para no tener que claudicar ante el mundo.

Todo cristiano debería revirar al ver las atrocidades que se comenten en contra de la fe, pero no lo hace, por temor a perder su bienestar. Como es esto lo que más le preocupa, porque es a las riquezas a quien sirve, entonces se conforma con el mundo.

Aprendamos que no podemos servir a dos señores. Solo debemos buscar el Reino de Dios y su justicia. Amén.

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Actas del martirio de San Policarpo.