domingo, 5 de septiembre de 2021

Dom XV post Pent – San Lucas VII, 11-16 – 2021-09-05 – Padre Edgar Díaz

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En la escena del Evangelio vemos la realidad humana dividida en dos partes bien definidas.

Por un lado, la muerte, el fin de la vida terrena. Se trata de un joven, único hijo de una madre viuda; la madre solo puede llorar la muerte de su hijo pues no tiene de su parte otra salida para remediarla.

Por otro lado, la realidad de la resurrección, la vida devuelta inesperadamente. El joven se levanta resucitado gracias a la vida que le comunica Nuestro Señor. La madre se llena de gozo y de consuelo.

Esto es en síntesis lo que Jesucristo ha venido a traer al mundo: “Yo he venido para que tengan vida y vida sobreabundante” (San Juan X, 10). Notemos esta palabra: “sobreabundante”. No es una vida cualquiera la que nos vino a dar, sino una vida “sobreabundante”.

Jesucristo es vida: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (San Juan XIV, 6). Es el mismo Jesús quien afirma esta verdad. 

Jesús es la vida en Sí mismo, porque en Jesucristo, verdadero Dios, está la naturaleza divina, la misma numéricamente que tiene el Padre y el Espíritu Santo, y que es la vida por esencia.

Jesús es la vida para nosotros. No solamente en el orden natural, ya que por Él han sido hechas todas las cosas y nosotros también (cf. San Juan I, 3), sino que es la vida sobrenatural para nuestras almas.

Jesús tiene una humanidad que lo hace hombre perfecto, pero unida a su persona divina hipostáticamente; este Hombre-Dios redime al género humano, y de su humanidad fluye a los miembros toda la vida sobrenatural que hay en la Iglesia.

No solo se ha hecho Jesús el principio de vida porque la comunica, así como los padres comunican la vida a sus hijos, sino porque se ha venido a colocar como Cabeza nuestra para que vivamos la vida unidos e incorporados a Él en la unidad de su Cuerpo Místico.

Esta vida se va desarrollando por la libre cooperación del hombre al principio vital de la gracia, hasta que todas nuestras actividades han sido informadas por la virtud sobrenatural, y entonces, el cristiano puede decir con San Pablo de modo perfecto: “Vivo yo, pero no soy yo quien vive, sino Cristo en mí” (Gálatas II, 20).

Jesús predica un reino de vida. Todo lo que ha venido a predicar se resume en este pensamiento que nos transmite San Juan: “Ésta es la vida eterna, que te conozcan a ti como verdadero Dios y al que enviaste, Jesucristo” (San Juan XVII, 3).

Es decir, si Jesús ha venido al mundo para dar testimonio de la verdad (cf. San Juan XVIII, 37), la verdad que Él proclama es la verdad que da la vida eterna. Esta sentencia viene a ser paralela en todo a esta otra que ya mencionamos: “Yo he venido para que tengan vida, y vida sobreabundante” (San Juan X, 10).

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Hay otra manera a través de la cual Jesús se acerca a nosotros para darnos vida espiritual: su muerte en Cruz.

Jesús es el grano de trigo que muere en el surco de su pasión y tiene la espléndida floración de toda la gracia santificante que ha habido en el mundo después del pecado de Adán. Él es el Buen Pastor que da la vida por sus ovejas (cf. San Juan X).

Con su muerte merece la vida para nuestras almas. Con esa misma muerte merece la resurrección del cuerpo, para que nuestras personas vuelvan a estar completas después de la separación de la muerte, por donde toda la vida de la eternidad se la deberemos a Él.

Es por eso por lo que nuestra muerte sirve primero para que Jesús viva. Existe un genuino principio de recirculación, porque, como Jesús muere para que viva el hombre, es necesario que muera el hombre para que viva Cristo.

San Pablo expresa con frecuencia este principio: habrá que matar al hombre viejo para que viva el hombre nuevo de la gracia en nosotros. Es un gran consuelo pensar que son verdaderas aquellas palabras de Cristo a las hermanas de Lázaro muerto: “Yo soy la resurrección, y la vida…” (San Juan XI, 25).

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El joven del Evangelio se pone en contacto con Jesucristo precisamente porque ha muerto. Este joven alcanzó la vida por la muerte. Sin embargo, también se puede alcanzar la vida por otro medio. Dios, a través de San Pablo, nos da una revelación que es impresionante: “Os digo un misterio: No todos moriremos, pero todos seremos transformados” (1 Corintios XV, 51).

San Pablo expresa esta verdad también en la Primera Carta a los Tesalonicenses: “Después, nosotros los vivientes que quedemos, seremos arrebatados juntamente con ellos en nubes hacia el aire al encuentro del Señor; y así estaremos siempre con el Señor. Consolaos, pues, mutuamente con estas palabras” (1 Tesalonicenses IV, 17-18).

Se librarán de la muerte los amigos de Cristo que estén vivos en el día de su Segunda Venida. Así lo interpretan San Agustín y San Jerónimo, y así también lo indica Santo Tomás de Aquino, como que es bien claro en este otro texto de San Pablo: “Como en Adán todos mueren, así también en Cristo todos serán vivificados. Pero cada uno por su orden: como primicia, Cristo; luego los de Cristo en su Parusía” (1 Corintios XV, 23).

Y sigue San Pablo: “Pues es necesario que esto corruptible se vista de incorruptibilidad, y esto mortal se vista de inmortalidad. Cuando esto corruptible se haya vestido de incorruptibilidad, y esto mortal se haya vestido de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que está escrita: ‘La muerte es engullida en la victoria. ¿Dónde quedó, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde, oh muerte, tu aguijón?’” (1 Corintios XV, 53-55).

La muerte, pues, será engullida en la victoria. Así ya lo había expresado Dios en el Antiguo Testamento a través del Profeta Isaías: “Dios destruirá la muerte para siempre. Enjugará el Señor las lágrimas de todos los rostros” (Isaías XXV, 8). 

¿Dónde está la victoria de la muerte? ¿Dónde está la victoria sobre los que la muerte ya mató, y su aguijón para seguir matando en adelante? Así se entiende lo que San Pablo dice sobre el final: “El último enemigo destruido será la muerte” (1 Corintios XV, 26).

Por todo esto, el Evangelio hodierno no puede ser más consolador. No trata de la muerte que llora la madre, sino de la vida que nos espera. En un abrir y cerrar de ojos Jesucristo nos muestra el paradigma que la mayoría de la humanidad va a seguir: muerte, y resurrección. En un pestañear Jesús nos muestra la tremenda omnipotencia de Dios, Único con poder sobre la muerte y la resurrección, y la vida sobreabundante. Su poder es absoluto, incluso para preservar a algunos de la muerte, y hacerlos pasar a la incorrupción sin tener que sufrirla.

Y aquí Jesús manifiesta ese poder absoluto a las gentes, para que creamos y confiemos en Él. Debemos dejarnos llevar por las manos de Jesús. Jesús venció a la muerte con su muerte. En la Cruz Dios hizo de la muerte el principio de salvación redentora. Con lo peor nos dio lo mejor. La Cruz nos reestructura sobrenaturalmente y nos da la posibilidad de salvarnos.

Después de la caída de Adán, y vencida la muerte por Nuestro Señor Jesucristo, lo que sigue es la Parusía, la Segunda Venida de Nuestro Señor. A partir de ese momento se iniciará el reino de Cristo en la tierra, y esto pregona un futuro sin muerte, pues la muerte está ya vencida. El plan de Dios original que no incluía la muerte tiene que seguir adelante indefectiblemente.

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Un futuro sin muerte será el Reino de Dios en la tierra. Y Jesús nos ha dado signos de su Segunda Venida para que estemos atentos y no nos encuentre desprevenidos, lo que sería trágico.

Estos signos son el incremento en frecuencia e intensidad del engaño en el mundo. Falsos cristos se levantarán por doquier, guerras y rumores de guerra, naciones en contra de naciones, y reinos en contra de reinos, hambrunas, pestilencias, terremotos, persecuciones a los cristianos, apostasía, falsos profetas, y criminalidad que causará que el amor se enfríe en muchos.

Jesús dijo que todos estos signos vendrán, así como los dolores antes del parto. Compara los acontecimientos de los últimos días antes de su Segunda Venida con los dolores que una mujer experimenta antes de dar a luz. 

A medida que se acerca el momento del parto los dolores crecen en frecuencia y en intensidad. A medida que Jesús se aproxima todos los signos que nos dio para reconocer ese momento son, por consiguiente, más frecuentes e intensos.

¡Todos estos signos se están manifestando en el mundo en estos días!

Pestilencias, y eventos climáticos extremos, en todo el mundo. Varios brotes de enfermedades pandémicas como el Coronavirus han llevado a muchos a preguntarse por qué Dios permite, o incluso causa enfermedades pandémicas, y si tales enfermedades son una señal del fin de los tiempos. Dios causó plagas y enfermedades a su pueblo y a sus enemigos para hacerles ver su poder, como leemos en Éxodo IX, 14 y 16:

“Esta vez voy a enviar todas mis plagas sobre tu corazón, sobre tus siervos, y sobre tu pueblo, para que sepas que no hay como Yo en toda la tierra” (Éxodo IX, 14).

“Para esto te he conservado, para mostrarte mi poder, y para que sea reconocido mi nombre en toda la tierra” (Éxodo IX, 16).

Dios destruyó a muchas personas por diversos malos actos, y por desobediencia, como leemos en Números XVI, 46 y 49:

“Dijo Moisés a Aaron: … ‘Haz expiación (por todo el pueblo), porque el furor ha salido de la faz de Dios y ha comenzado ya la plaga’” (Números XVI, 46).

“Murieron por esta plaga catorce mil setecientos, sin contar a los que perecieron en la sedición de Coré” (Números XVI, 49).

Nuevamente, en el libro de los Números, vemos cómo Dios actúa sobre la desobediencia, en Números XXV, 1-3 y 9:

“Comenzó el pueblo a fornicar con las hijas de Moab. Éstas invitaron al pueblo, a los sacrificios de sus dioses; y comió el pueblo y se postró ante los dioses de ellas. Y se allegó Israel a Baalfegor, por lo cual la ira de Dios se encendió contra Israel” (Números XXV, 1-3).

“En aquella plaga fueron muertas veinte y cuatro mil personas” (Números XXV, 9).

A veces es difícil entender porqué un Dios amoroso y misericordioso muestra su enojo e ira hacia su pueblo, pero recordemos que los castigos de Dios siempre tuvieron como objetivo el arrepentimiento y la reparación. Así leemos en el libro Segundo de las Crónicas VII, 13-14:

“Si Yo cerrare el cielo y no lloviere, si Yo enviare la langosta para que devore la tierra, o mandare la peste entre mi pueblo; y si mi pueblo sobre el cual es invocado mi nombre se humillare, orando y buscando mi rostro, y si se convirtieren de sus malos caminos, Yo los oiré desde el cielo, perdonaré su pecado y sanaré su tierra” (2 Crónicas VII, 13-14).

En estos versículos de las Escrituras vemos a Dios usando el desastre para atraer a las personas hacia sí mismo, y provocar el arrepentimiento y recibirlos como hijos de tal Padre celestial. La propagación de un virus tal como el Coronavirus son solo un anticipo de las pandemias que vendrán al fin de los tiempos. Jesús profetizó vendrán futuras plagas asociadas con los últimos días, tal como leemos en San Lucas XXI, 11:

“Habrá grandes terremotos y, en diversos lugares, hambres y pestes; habrá también prodigios aterradores y grandes señales en el cielo” (San Lucas XXI, 11). 

Los Dos Testigos tendrán poder para azotar la tierra con todas clases de plagas cuando lo deseen, como se lee en Apocalipsis XI, 6:

“Tienen poder de cerrar el cielo para que no llueva durante los días en que profeticen; tienen también potestad sobre las aguas, para convertirlas en sangre, y herir la tierra con toda suerte de plagas cuantas veces quisieren” (Apocalipsis XI, 6).

Siete ángeles derramarán siete copas de plagas en una serie de juicios finales sobre el mundo impenitente e incrédulo, como leemos en Apocalipsis capítulo XVI. Por muy malas que sean las pandemias, el infierno será mucho peor.

Diluvios, tornados, volcanes activos… lo que estamos presenciando es solo una pequeña muestra de cómo será la Gran Tribulación que durará siete años. El mundo está experimentando grandes dolores de parto y lo que está a punto de nacer es la Gran Tribulación, que sobrevendrá con la aparición del anticristo. Jesús dice que la Gran Tribulación será el peor momento en la historia de la humanidad, como leemos en San Mateo XXIV, 21:

“Porque habrá, entonces, grande tribulación, cual no la hubo desde el principio del mundo hasta ahora, ni la habrá más” (San Mateo XXIV, 21).

Mas no se sabe cuánto tiempo queda: un día, una semana, diez años… quien sabe… pero sí se sabe que estamos ya ante los dolores previos a la llegada del Señor. Es muy probable que la mayoría de nosotros veamos los acontecimientos de la Segunda Venida de Jesucristo. Es por esto por lo que el tiempo de arrepentimiento y reconciliación es ahora, pues nadie puede garantizarse a sí mismo el mañana.

Las Sagradas Escrituras nos advierten que la ira de Dios se derramará sobre un mundo impenitente. Uno de sus juicios descrito en el Apocalipsis parece incluir una gran erupción volcánica, como leemos en Apocalipsis VIII, 8:

“Y tocó la trompeta el segundo ángel, y algo como una gran montaña en llamas fue precipitada en el mar, y la tercera parte del mar se convirtió en sangre” (Apocalipsis VIII, 8).

En estos días en Italia, el volcán Etna nos está dando algunas imágenes que son realmente épicas, incluido un anillo de humo en el cielo. La Gran Tribulación se está acercando rápidamente y los titulares de las noticias lo prueban. 

Dios, en su gracia y misericordia, está tratando de sacar al mundo de su tremenda complacencia. Las señales y las calamidades se volverán más y más frecuentes e intensas a fin de lograr este efecto.

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El hombre, por ser presa del tiempo y de la muerte, y por eso, errabundo y desesperado, ve a la muerte como un problema: el fin de esta vida natural. Pero en realidad la muerte nos coloca en el umbral de nuestra salvación.

Todo hombre, si quiere salvarse, debe aprender a morir, es decir, debe vivir de un modo tal que la muerte no resulte un riesgo para su salvación. En otras palabras, sería como saber morir bien.

Si nuestra vida fuera esta única vida terrenal, nunca podríamos alcanzar la verdad estable y eterna y la bondad que deseamos, porque todas las cosas terrenales, incluso las más nobles y puras como la amistad y la vida, son imperfectas aquí abajo, y no nos bastan.

Si todo acaba con la muerte, si el hombre no puede esperar otra vida, es la más miserable de todas las criaturas, porque es la más engañada de todas.

Por eso, para poder sobrevivir en esta vida, el hombre siempre ha sostenido la antorcha de la inmortalidad, incluso fuera del cristianismo. La conciencia que tiene del poder inagotable de su propio pensamiento le da fe de una sustancia espiritual, la cual es el alma, que no muere con el cuerpo: en la muerte muere el hombre, no el alma.

El anhelo de una felicidad infinita, de la que brota el horror mismo a la muerte, atestigua en él la inminencia de una nueva etapa de su ser en la que serán satisfechos sus deseos esenciales: la victoria de la verdad sobre el error, la justicia sobre la injusticia, el amor sobre el odio, y todas las pasiones que arrasan con la existencia terrena. 

La inmortalidad, por tanto, no es un sueño, ni una utopía, sino una certeza soberana, ya que estamos absolutamente seguros de pensar, querer, y aspirar a la justicia por toda la eternidad; pues estamos absolutamente seguros de que el amor a Dios no nos puede privar de poseer el Bien Esencial, el goce de Dios.

Entonces, ya en esta vida, la muerte pasa a ser algo secundario, casi sin importancia, es más, es anhelada por los santos. En la perspectiva cristiana, la muerte es tan solo un paso de una forma de vida a otra, de lo temporal a lo eterno. 

Entonces, ya no es la muerte lo que califica la vida, sino la vida lo que califica la muerte. Una buena muerte, si la vida ha sido buena; una mala muerte, si la vida ha sido mala, si el hombre se ha presentado a la muerte con pecado en el alma.

Como tal, la muerte no tiene ser propio: es tan solo un punto fijo, en la línea de la existencia y, por tanto, asume inmediatamente en su momento, la calidad de vida que la precede.

Por eso el cristianismo ha mitigado el dolor de la muerte en la esperanza de la vida que nos espera. Nos enseña que la muerte es el precio del pecado, pero Jesús nos liberó del pecado y del aguijón de la muerte. 

Su herida ya no es incurable: el alma que muere en gracia pasa de la muerte a la vida, a los jardines florecientes del Paraíso, siguiendo al divino Pastor que alimenta con alegría a sus santos.

El afortunado joven, que Jesús resucitó, hijo de una pobre viuda, volvió a morir, signo de que no se trataba de la verdadera y definitiva resurrección, sino de un acto transitorio de caridad misericordiosa. 

La resurrección verdadera y definitiva es la que Jesús proclamó a las hermanas de Lázaro: “Yo soy la resurrección y la vida; quien cree en Mí, aunque muera, revivirá. Y todo viviente y creyente en Mí, no morirá jamás” (San Juan XI, 25). Amén.

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