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¡Cuán frágil es nuestra viciada naturaleza pecadora! Por gracia de Dios, nuestra debilidad encuentra un seguro refugio dentro del Inmaculado Corazón de María.
Más o menos todos tenemos que confesar nuestra inclinación al pesimismo. Más aún aquellos que por desgracia se hallan dominados por las cadenas del vicio sin poder romper sus amarras.
Incluso, quien vive una vida relajada, sin muchos esfuerzos, y más bien con mucho hastío de corazón, pasa momentos de desconfianza, creyendo que su vida no tiene remedio y llegando a pensar incluso que ha perdido la fe.
Hasta las almas espirituales pueden caer en la desconfianza, ya sea tanto por exceso de análisis como por contemplación desordenada de sí mismo.
Ante la recaída en las mismas faltas una y otra vez, en vez de exclamar como Santa Teresita: “Veo que tengo muchas faltas, pero me gozo en ellas porque así me presento muy pequeña ante el Señor”, se desalientan y decaen en la virtud.
Frente a este fenómeno que se observa en todos los individuos, el Corazón de María invita a la confianza. Incluso en épocas de pesimismo –nos exhorta el Papa Pío XII—no hay mejor remedio que reafirmar nuestro optimismo cristiano, recurriendo a la Santísima Virgen María.
La Santísima Virgen le dijo a Lucía, la vidente de Fátima: “Mi Corazón Inmaculado será tu refugio y el camino que te llevará a Dios”.
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El Corazón de María es un corazón capaz de recibir espinas y espadas. No es como el corazón del resto de los mortales, que a la menor herida, se indigna, se revela y busca desesperadamente vengarse. No así en María.
Su Corazón es como el de una madre. Al verse ofendido llora en soledad por la compasión que la ingratitud de sus hijos le causa. La misma espada que atravesó su Corazón lo deja abierto para cobijar al que lo atraviesa.
Así como sucede con el Corazón de Cristo, sucede con el Corazón del María. Nuestro Señor le dijo a Santa Margarita María de Alacoque: “Los pecadores hallarán en mi Corazón la fuente y el océano infinito de misericordia”.
¿Qué misterio es éste que el mismo Corazón herido sea fuente de sanación?
Como a Jesús, también a María ofende el pecado. Ella, sin embargo, no tiene sino pensamientos de paz. No tiene rencor, ni ofensa. No busca vengarse. Y así pedía en Fátima: “Rogad por los pecadores, sacrificaos por ellos”. De todos los pecados más le ofende el pecado de desconfianza.
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Santo Tomás de Aquino nos enseña que la confianza es la condición humana necesaria para robustecer la virtud de la esperanza. La confianza pertenece a la virtud teologal de la Esperanza, y no a la virtud de la Fe, como el nombre “confianza” parecería indicar.
El fundamento bíblico de esta afirmación Santo Tomás lo toma del libro de Job: “Tendrás seguridad (vivirás seguro) por tener esperanza, echarás una mirada en torno, y dormirás tranquilo” (Job XI, 18).
Por lo tanto, la confianza parece conferir a la persona principalmente las condiciones necesarias para que ésta llegue a tener esperanza, porque cree (virtud teologal de la Fe) en las palabras de quien le promete auxilio.
Es decir, la confianza es el medio por el cual se llega a tener esperanza (de conseguir algo) ya que la persona que confía considera al otro como un amigo capaz de ayudarle. En nuestra relación con Dios, y con los Santos, confiamos plenamente en el poder absoluto de Dios y en la poderosa intercesión de nuestros amigos en el Cielo, que nos alcanzarán el auxilio necesario.
Sin confianza, no habría esperanza. Lo que la confianza da a la esperanza es precisamente firmeza, capaz de no hacerle caer en los vicios opuestos de la desesperación y el temor.
La esperanza es siempre espera de un bien; el no poder llegar a conseguir ese bien lleva a la desesperación, y al temor de recibir lo contrario, es decir, un mal.
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Si bien en el orden natural tener confianza en nuestra propia capacidad y dignidad es algo necesario y laudable para alcanzar los fines necesarios de la vida, en el orden sobrenatural no ocurre así. Por el contrario, la confianza solamente la podemos poner en nuestras propias miserias e indignidad, ya que es reconociendo y mostrándole a Dios nuestra indigencia que alcanzamos la misericordia de Dios.
Solo con confianza podremos sobrellevar las penas presentes que nos aquejan y la Gran Tribulación que se avecina. La confianza en en el orden sobrenatural consiste entonces en reconocer la propia miseria y la insuficiencia de los medios humanos para poner remedio a lo que nos aqueja y así presentarse ante Dios.
El más grande impedimento para confiar en Dios es el orgullo. La soberbia nos coloca en el centro del universo y nos hace creer que todo debe girar alrededor nuestro, y que todos deben estar a nuestra disposición, y nos hace pensar que todo es según lo concebimos con nuestra inteligencia. ¡Qué fastidio! ¡Qué necedad! ¡Qué poquedad!
La ceguera del soberbio es tan grande como una montaña. Le hace preferir quedarse con su posición antes de reconocer que está equivocado. Esta afirmación puede verse claramente a partir de las contradicciones en la que cae.
Hace valer la propia dignidad cuando lo que tiene que hacer valer ante Dios es la propia indignidad. Es la confianza puesta en su indignidad lo que llevó al centurión decir “Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo” (San Mateo VIII, 8).
Tal es nuestro respeto humano que nos impide desnudarnos ante Dios. Ante Dios somos indignos pues solo hemos cometido el pecado y hemos hecho el mal: “He pecado contra Ti, contra Ti solo (lo único que he podido hacer ante Ti es cometer pecado), he obrado lo que es desagradable a tus ojos, de modo que se manifieste la justicia de tu juicio y tengas razón en condenarme” (Salmo LI, 6).
El necio no entiende que el tesoro de su vida tendría que ser su propia indignidad, que le haga buscar solo a Dios. No entiende que está en esta vida para sufrir junto a Nuestro Señor Jesucristo.
San Ambrosio señala la familiaridad con la pasión de Nuestro Señor Jesucristo como el gran instrumento para llegar a tener parte en el Cielo: “Quien busca asociarse a la pasión, se le es dado tener parte en el Paraíso”. El poseer la bienaventuranza eterna –dice San León—es cierto y seguro para el cristiano que se asocia con la pasión de Nuestro Señor Jesucristo
De lo dicho se podría concluir que es una falacia hacer de la propia dignidad el tesoro de su vida: “Donde está tu tesoro, allí está tu corazón” (San Mateo VI, 21). Otro debería ser nuestro tesoro: el de la propia indignidad. Es allí donde deberíamos poner nuestro corazón.
Este misterio es desconocido a los ángeles, impenetrable a los demonios, e incomprensible a la razón humana.
A los ángeles es desconocido, porque no necesitan pasar por la pasión.
Es impenetrable a los demonios porque nunca harían del sufrimiento una solución. Jamás se le habría ocurrido a Satanás tramar la muerte en Cruz de Nuestro Señor Jesucristo si hubiera sabido que ésta era el remedio para obtener la salvación del género humano.
Es incomprensible a la razón humana. Es un misterio de Dios para que no entendiendo el hombre pueda confiar ciegamente en Él. De lo contrario, con sus solas fuerzas de confiar en su propia dignidad caería ante la trampa del enemigo, y ser, de esta manera, engañado por el demonio.
Es por esto por lo que el sufrimiento causado por la propia indignidad es la marca indeleble del cristiano, y el puerto seguro de salvación. Este reconocimiento nos lleva de la mano a confiar solo en Dios, y en sus Santos, que nos guían por camino seguro. Esto es lo que debemos dar a Dios a través del Inmaculado Corazón de María.
Oigamos lo que nos dice San Pablo: “Tal confianza para con Dios la tenemos por Cristo; no porque seamos capaces por nosotros mismos de pensar cosa alguna como propia nuestra, sino que nuestra capacidad viene de Dios” (2 Corintios III, 4-5).
Cuando lo que pedimos con confianza es conveniente para nosotros entonces lo conseguimos. Dios quiere con voluntad sincera y eficaz la salvación de todos y nos dará lo que le pidamos para nuestra salud sobrenatural, o que a ella conduzca, nos dice Santa Teresa. También nos concederá lo que pedimos para los demás.
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Por decreto del 4 de mayo de 1944, del Papa Pío XII, la Octava de la Asunción de la Santísima Virgen fue sustituida para todo el mundo por la simpática y muy consoladora fiesta del Inmaculado Corazón de María, la Madre del amor hermoso, y de la santa esperanza.
Era una fiesta que se celebraba ya, aunque en distinta fecha, en muchos lugares, y por muchos institutos religiosos; pero que el mundo entero reclamaba, sobre todo desde que Pío XI realzó tanto la del Sagrado Corazón de Jesús.
Mucho han contribuido a declarar esta fiesta las célebres apariciones de Fátima en Portugal, en las que María pedía a los afortunados pastorcitos la devoción a su Santísimo Corazón, y mucho también contribuyeron las angustias mortales de la Segunda Guerra Mundial, en que, desde el Papa hasta los más humildes fieles confiaron a María el logro de la paz.
Pío XII consagró el mundo al Inmaculado Corazón de María el 8 de Diciembre de 1942, consagración que después repitieron todas las naciones, y que culminó en 1944 con la institución de esta fiesta.
María es vid, es flor, es sabiduría, es esperanza y verdad, y es todo lo mejor que se puede decir y pensar, pero sobre todo, su Corazón rebosa de amor a los hombres y de infinita conmiseración por sus sufrimientos.
Momentos antes de expirar Jesús nos entregó, en la persona de San Juan, a su Madre, la Virgen Santísima, por madre nuestra, y, desde entonces, María, su Corazón Inmaculado, es el refugio de los pecadores, el consuelo de los afligidos, y la esperanza de los agonizantes.
Es por esto por lo que especialmente pidió en Fátima a todos los fieles cristianos la hermosa devoción de los primeros sábados a través de la cual debemos recomendar especialmente a los pecadores: “Yo prometo asistir en la hora de la muerte a todos los que me honren en el primer sábado de cinco meses consecutivos confesando y comulgando y meditando un cuarto de hora en un misterio del Rosario”.
“Tú, María Santísima, Madre de Dios y Madre nuestra, intercede ante Dios pidiéndole nuestro auxilio, de modo que no se pierda para nuestras almas la obra de la Redención de Nuestro Señor Jesucristo, cuyo cumplimiento costó tanto a vuestro Inmaculado Corazón”. Amén.
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Me he servido de la Obra de Monseñor Ángel Herrera Oria, y del libro “Il Tesoro Nascosto”, del padre Gioacchino Ventura.