Jesús ante el Oficial que le pide que cure a su hijo |
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El gran doctor de la Iglesia siríaca, San Efrén (300-373), celebró la magnificencia se la enseñanza pontifical, continuamente asistida por el Espíritu Santo, con esta maravillosa cita:
“¡Salud, o sal de la tierra, sal que no puede jamás perder el sabor! Salud o luz del mundo, aparecida por el Oriente y resplandeciente en todas partes, que ilumina a los que estaban agobiados bajo las tinieblas, y que arde siempre sin ser renovada, esta luz es Cristo; su candelabro es Pedro, y la fuente de su aceite, es el Espíritu Santo”.
Esta luz es Cristo; la sal que da sabor es su doctrina. Su doctrina debe ser vivida de forma completa, tal como la recibimos, sin cambios, para poder mantenernos en pie cuando venga Nuestro Señor Jesucristo: “Dichoso el que vela y guarda sus vestidos, para no tener que andar desnudo y mostrar su vergüenza” (Apocalipsis XVI, 15).
Tal como la recibimos, sin cambios. Hasta Pío XII nunca ningún Papa se atrevió a impugnar un dogma de la Iglesia como lo hizo Juan XXIII, por lo que se concluye que es un falso Papa. A partir de él encontramos en la Iglesia una doctrina nueva; es más, una nueva iglesia.
No señalar a Juan XXIII, y a sus sucesores, como falso Papa conlleva un peligro. Ese peligro es el de seguir una falsa fe. Y alejarse de la verdadera fe lleva a la condenación, dado que sólo la verdadera fe honra a Dios. Estar en comunión con un hereje es participar de su herejía; y si el hereje va al infierno por su herejía, también va al infierno quien comulga con él. Un ciego no puede guiar a otro ciego.
Entonces, para un verdadero fiel de Cristo es crucial saber esta verdad. Mantener la posibilidad de que Juan XXIII sea un verdadero Papa equivale a aceptar su doctrina. Es verse obligado a observar sus enseñanzas, y esto es grave, pues solo con la verdadera fe se puede servir a Dios.
Incluso, hasta el más versado de los teólogos que pudiera existir caería en el error encubierto por la sutileza de estos maquiavélicos actores. Es por esto por lo que no debemos aceptar nada venido de ellos; ni siquiera la posibilidad de que sean papas. El reconocer y resistir es muy peligroso: ¿quién puede asegurarnos que resistiremos a todos sus errores? Nadie. Por eso, la mejor manera de resistir es no reconocerlos y no aceptar su doctrina.
Santo Tomás de Aquino enseña que la ley divina obliga a los hombres a admitir la verdadera fe. Para amar a alguien es necesario verlo y conocerlo. Como a Dios no lo podemos ver tenemos entonces que recurrir a otra forma de conocerlo, a saber, la fe. Por la fe se nos suministra el conocimiento necesario sobre Dios. Sólo a través de la fe podemos amarlo.
Es por esto por lo que la ley divina intenta hacer que el hombre se ordene totalmente a Dios, con toda su alma y con todo su corazón; amándolo totalmente con la voluntad ordenada a Dios, y admitiendo todas las verdades de Dios con la inteligencia totalmente ordenada a Dios, es decir, adhiriéndose a la verdad revelada, y al verdadero depósito de la fe, pues Dios no puede engañarse ni engañarnos.
El primer mandamiento es el amor a Dios, y, como dijimos, para amarle es necesario conocerle, y no con cualquier conocimiento, sino con el conocimiento exacto de Dios. Ya que los seres humanos somos susceptibles de cometer errores el conocimiento de Dios debe ser exacto. Dado que Dios es simple quien se equivoque en algo con respecto a Dios se equivoca en todo con respecto a Dios. Así, por ejemplo, quien crea que Dios tiene cuerpo, entonces, no ha conocido nada de Dios, sino otra cosa distinta de Dios por completo.
La unanimidad de la Iglesia no es sino la dogmática; no la unanimidad de los hombres de la Iglesia, ni de los teólogos, ni de los Padres de la Iglesia, sino la dogmática. La unidad dogmática nos garantiza la exclusión del error.
El error es un vicio del entendimiento y Dios prohíbe los vicios. Se sigue, entonces, que aquellos que opinan que se puede servir a Dios con cualquier fe, en nuestro caso, con una fe mezclada con el error propugnado por los usurpadores masones, es una falsedad, un error, y un engaño, y nadie sería capaz de distinguir el error de la verdad, sin una especialísima asistencia del Espíritu Santo.
Hoy la luz de Cristo se mantiene sin su Candelabro. Y esto es un milagro que el pequeño rebaño debe agradecer profundamente. Después de más de 60 años, mantener la atolondrada posibilidad de que Juan XXIII, y todos los que le siguen, sean verdaderos papas, de nada sirve más que para crear confusión entre los fieles. Dios tendrá más misericordia de quienes trataron de defender a Dios y a la verdad que de quienes trataron de defender a sus enemigos los masones usurpadores.
Es más, esta posición no sirve para otra cosa más que para mantener adormecidos los entendimientos y para que no brille en ellos la luz de Cristo. Por eso, San Pablo nos exhorta: “Despierta tú que duermes, y levántate de entre los muertos, y Cristo te iluminará” (Efesios V, 14). ¿Es que nadie se dio cuenta de las herejías de Juan XXIII, del Vaticano II, de Pablo VI, de Juan Pablo II, y las de Benedicto XVI? Entonces están ya todos pervertidos.
Roncalli, Montini, Luciani, Wojtyla y Ratzinger chapoteaban hasta el cuello en la cloaca máxima del modernismo. Ellos son completamente herejes en buena y debida forma dado que han perjurado del “Juramento Antimodernista”.
Tienen un programa completamente distinto al de quien ellos dicen representar aquí en la tierra. Su programa es la demolición de la Iglesia Católica, y con pertinacia probada, pues tienen conocimiento de la doctrina católica. Luego son incontestablemente herejes formales.
En tanto que perjuros que han violado su juramento antimodernista, deberían haber sido llevados ante el Santo Oficio de la Inquisición, conforme a las directivas de San Pío X. Que ningún clérigo haya tenido la osadía de denunciarlos al Santo Oficio es parte del “misterio de iniquidad”.
Es más, no es totalmente cierto de que nadie alzó la voz antes de la elección de estos indecentes. Hubo una voz a la cual se encargaron especialmente de silenciar, la de la Santísima Virgen en Fátima, quien, en su mensaje, que debía haber sido dado a conocer antes del Vaticano II, nos advertía de la caída de la jerarquía de la Iglesia, confirmando lo que ya había dicho en La Salette: “Roma perderá la fe y será sede del anticristo”. La Virgen ya estaba denunciando de antemano a Juan XXIII y sus sucesores.
Pues estos son los modernistas que han venido conduciendo la Barca de Pedro desde entonces, no para gloria de Dios, sino para su propia gloria. Son herejes de la peor calaña. Como un Papa no podría jamás caer en herejía, luego, jamás han sido papas. Si hubieran sido elegidos válidamente, el carisma de la infalibilidad los habría preservado de caer en las cloacas de la herejía modernista. Luego, su elección es inválida. No había en ellos la intención de ser papas, sino de demoler la Iglesia.
¿Cómo es posible seguir manteniéndolos? ¿A quién le deben pleitesía los que los defienden? ¿Por qué insistir en ver en ellos alguna posibilidad de ser verdadero Papa? Por eso, la invitación es a levantarse: “Mirad, pues, con gran cautela cómo andáis; no como necios, sino como sabios” (Efesios V, 15).
Por eso, la invitación es a “aprovechar bien el tiempo, porque los tiempos son malos” (Efesios V, 16). El modernismo nos destruyó la fe; entonces, es imperativo reconstruirla en su más puro estado, pues esto nos pide Nuestro Señor Jesucristo: “Recuerda, pues, tal como recibiste y oíste; y guárdalo, y arrepiéntete” (Apocalipsis III, 3).
Tenemos que defender nuestra fe. Los tiempos son muy malos. El judaísmo, el protestantismo y el modernismo han logrado erradicar de nuestras almas la verdadera fe y han introducido la herejía. Si alguien es consciente de esto, entonces seguir empeñado en defender lo indefendible es luciferino-demoniaco.
¡Apóstatas formales! El más descarado de todos es Bergoglio. Ya se le fue la mano. Los tiempos son malos porque el príncipe de estos tiempos es Satanás y Bergoglio es su secuaz. Ha hecho tantas declaraciones heréticas que ya son demasiado numerosas para contarlas. Pero él no es simplemente un hereje, que niega una o más doctrinas de la fe, sino un apóstata – un pérfido – de la de cristiana, abandonando la religión cristiana, si es que alguna vez estuvo en ella, en declaraciones favorables al ateísmo, y abrazando efectivamente la enseñanza marxista.
El abandono de Bergoglio de la religión cristiana, entre otras cosas, está indicado por su afiliación formal a los infieles, como el Islam. De hecho, el Vaticano está financiando el proyecto de una sede “Chrislam” que pretende combinar una mezquita con una iglesia, la versión de Bergoglio de una “Única Religión Mundial”. Esta monstruosidad se abrirá en 2022. La “Casa de la Familia Abrahámica” se está construyendo en Abu Dhabi, de acuerdo con el pacto firmado por Bergoglio con el Gran Imán del Islam, en febrero de 2019.
El 3 de abril de 2019 Bergoglio dijo públicamente a sus seguidores que no deberían intentar convertir a los infieles porque “la conversión no es su misión”. Así, en la mente pervertida de Bergoglio, todos los esfuerzos de los numerosos misioneros y mártires de la fe en todo el mundo de nada valen.
La proclamación de apostasía de Bergoglio es un rechazo directo del Gran Mandato de Jesucristo: “Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a conservar todo cuanto os he mandado” (San Mateo XXVIII, 19-20).
Enseñándoles a conservar… precisamente lo que el Vaticano, a partir de Juan XXIIII, no ha hecho. El abandono de la verdadera doctrina del Catolicismo ha conducido a la humanidad a cosas inconcebibles. Se dejó de poner un freno efectivo a corrientes maquiavélicas tales como el esoterismo de Rudolf Steiner. A principios del siglo pasado este desequilibrado propuso eliminar el alma del ser humano a través de la medicina.
Bajo el pretexto de un punto de vista sano proponía crear una vacuna por la que el cuerpo humano sería tratado genéticamente lo antes posible directamente al nacer para que no llegue a desarrollar el pensamiento de la existencia de su propia alma y espíritu. Esto es prácticamente eliminar a Dios de la persona, y hoy ya estamos sufriendo los directos resultados de este diabólico intento. Ya hemos tenido, además, un antecedente de la actual vacuna: los niños autistas, como resultantes de los experimentos con la vacuna triple vírica.
Éste es uno de los tantos ejemplos que podríamos dar de cómo el Vaticano comenzó a caer en apostasía y en inconvalidable connivencia con la sinagoga de satanás, al no denunciar y oponerse enérgicamente al error, y al dejar de vigilar sobre la humanidad. Un nuevo Nuevo Testamento, con carácter de doctrina sacra infalible, implementada por herejes, que converge, desde el Vaticano II, con los poderes mundialistas que han sometido a los pueblos cristianos a la tiranía de los saduceos y fariseos en nombre precisamente de un Evangelio vilipendiado y adulterado.
Bajo capa de cristianismo hace ya rato que se está preparando el terreno al anticristo, quien, para el Judaísmo, es el único mesías por venir, de origen judío, hijo de una falsa virgen, como dice la aparición de La Salette, el único mesías creíble para ellos. Debemos avizorar el reino del anticristo como emergente de la iglesia apóstata.
Por lo tanto, los tiempos no pueden ser buenos, y mantener esta postura es una herejía. Negar el mal y decir que no pasa nada a nuestro alrededor es un optimismo estúpido; lo es también negar la autoridad que tiene el príncipe de este mundo, desde que el problema comenzó con la apostasía en los cielos, cuando los Ángeles se rebelaron, y transmitieron aquí a la tierra el problema, y Adán cayó.
Si los tiempos fueron malos cuando estuvo Nuestro Señor Jesucristo en la tierra, ahora lo son mucho más. Hacia el final, la velocidad de la caída se acelera y aumenta. Así es también con el mal. El poder de Satanás se magnifica a medida que su fin se aproxima más y más, porque sabe que tiene los días contados. “Por lo tanto, no os hagáis los desentendidos, sino entended cuál es la voluntad del Señor. Y… llenaos del Espíritu (Santo)” (Efesios V, 17-18).
La voluntad de Dios es que nos arrepintamos de haber caído en el error, y que hagamos penitencia. No son tiempos para disfrutar, sino para hacer penitencia. Arrepintámonos de las obras de las tinieblas, propias de Satanás, que es la potestad de las tinieblas (Colosenses I, 13), es decir, de este mundo (San Juan XIV, 30), y “en este siglo malo” (Gálatas I, 4). Arrepintámonos para que Jesús nos saque de esas tinieblas (San Juan XII, 46; 1 Juan I, 6 s.).
Es imperativo arrepentirse y levantarse. Nuestro Señor viene pronto a reinar: “Álzate y resplandece, porque viene tu lumbrera, y la gloria de Dios brilla sobre ti” (Isaías XXVI, 19). Después de la caída ignominiosa de Babilonia, vendrá el señorío efectivo de Nuestro Señor Jesucristo en el mundo: “Ya es hora de levantaros del sueño; porque ahora la salvación está más cerca de nosotros que cuando abrazamos la fe; conoce, pues, el tiempo, y obra el bien” (Romanos XIII, 11).
El mal y el imperio del diablo se tienen que acabar; y hasta que no se acaben, no puede venir en plenitud el Reino de Dios. Es lo que pedimos en el Padre Nuestro; cada día: que se haga la voluntad de Dios, en la tierra como en el cielo.
San Pablo nos mueve siempre a esperar el Retorno del Señor, el gran día próximo a amanecer (cf. Hebreos X, 37) y exhorta a vigilar (San Marcos XIII, 37), conociendo el tiempo, esto es, las señales de su Segunda Venida, que están anunciadas, y “entreteniéndose … con salmos, e himnos y cánticos espirituales, cantando y alabando de todo corazón al Señor, dando gracias siempre y por todo al Dios y Padre en el nombre de nuestro Señor Jesucristo, sujetándoos los unos a los otros en el santo temor de Cristo” (Efesios V, 19-21).
En el nombre de Nuestro Señor Jesucristo. En el momento final y culminante del Canon de la Misa, llamado la “pequeña elevación” de la Hostia y el Cáliz juntamente, se dice al Padre, que todo honor y gloria le es tributado por Cristo, y en Él, y con Él, (cf. la forma paulina de acción de gracias en Hechos 2, 46). Esas palabras son de una riqueza infinita: gracias y honor al Padre por Cristo, es agradecerle el infinito don que el Padre nos hizo de su Hijo (San Juan III, 16).
Gracias y honor al Padre en Cristo, es identificarnos con Jesús, cuyo Cuerpo Místico formamos, y, tomándolo como el único instrumento infinitamente digno, ofrecérselo al Padre como retribución por todo el bien que recibimos. Y también con Cristo le agradecemos y lo glorificamos solidarizándonos así con Jesús en la gratitud y alabanza que Él mismo —el Hijo agradecido por excelencia— tributa eternamente al Padre (cf. San Juan XIV, 28).
Tan agradecido está el Hijo que por ello se ofreció a encarnarse e inmolarse, para dar a su Padre muchos otros hijos que compartiesen la misma gloria que Él recibió. Mientras esperamos su Parusía que será el Reino de Cristo aquí en la tierra, debemos entretenernos cantando salmos e himnos y cánticos espirituales, dando alabanzas y pidiendo a Dios Padre en el nombre de Cristo, para mantenernos firmes en la fe en medio de la Tremenda Tribulación.
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Cuidémonos, porque los tiempos son malos. ¿Hasta cuándo? Hasta que venga Nuestro Señor a reestructurar todo en todo y que se cumpla la divisa de San Pío X, omnia instaurare in Christo. Eso será en la tierra; no en el cielo.
Sujetémonos los unos a los otros, en el santo temor de Cristo, por amor a la verdad. Si el otro no se deja sujetar, se escapa, por creerse uno de los genios de la humanidad. También el Diablo es un genio de la humanidad; es el príncipe de este mundo perverso. Pero esto se acabará algún día, cuando Cristo venga. ¡Y en esto ponemos nuestra esperanza!
¡Que la Santísima Virgen nos alcance de Dios Padre la firme convicción en la fe por medio de la adhesión a la voluntad y a la verdad de Dios! Amén.
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