Ella misma comprendió, por experiencia propia, la condición de las almas de los fieles en el Purgatorio. Allí es donde se purifican de la herrumbre de las imperfecciones y de las manchas de los pecados.
Las almas van al Purgatorio por decreto divino de Dios. Una vez allí, ya no pueden reflexionar más sobre sí mismas. Es decir, no pueden decir frase tales como: “Estoy aquí por tales y tales pecados”; o, “Merezco estar aquí”; o, “Ojalá hubiera tenido la dicha de no cometer tales y tales pecados… estaría en este momento en el Paraíso”.
No conservan ningún recuerdo del bien, ni del mal, propio, ni ajeno. Están, sin embargo, muy contentas con las disposiciones de Dios y con hacer todo lo que agrada a Dios, y de la manera que a Él le agrada. Por esto, no pueden pensar en sí mismas, aunque se esforzaran por hacerlo.
Como ya están viviendo en pura caridad, cualquier pensamiento sobre sí mismas significaría de hecho una imperfección. Esto sería una contradicción, ya que el Purgatorio es el lugar donde ya no existe la posibilidad de pecado, ni de imperfección.
En el momento de la muerte cada alma entenderá perfectamente el motivo por el cual es enviada al Purgatorio. Sin embargo, a partir de ese momento, ya no tendrá más pensamientos sobre sí misma, pues si así fuera, seguiría reteniendo algo privado, que allí no tiene cabida.
Fijada ya en la caridad – es decir, sin ya la mínima posibilidad de pecar – jamás podrán desviarse del amor por ningún defecto, ni por voluntad propia, ni por deseo. Solo tendrá la voluntad de amar.
Con excepción del gozo de los Santos en el Cielo, no hay paz que se pueda comparar con la de las almas del Purgatorio. Y esta paz irá cada vez más en aumento – por gracia de Dios – en proporción según la purificación vaya haciendo su trabajo de eliminar toda imperfección y deuda.
La purificación consiste en limpiar el alma de toda herrumbre de pecado. El fuego la va consumiendo continuamente, lo cual hace que el alma sea poco a poco más y más expuesta a recibir las comunicaciones de Dios.
Es como ir gradualmente quitando la suciedad de una superficie, que hace que poco a poco se vaya abriendo más y más al sol, y reflejando cada vez más su luz.
En el Purgatorio las llamas consumen incesantemente la herrumbre, y, a medida ésta desaparece, el alma refleja cada vez más perfectamente el verdadero sol que es Dios. El alma queda desnuda al rayo divino, y su satisfacción aumenta cada vez más y más. Así, mientras aumenta una cosa, la otra va disminuyendo, hasta que se cumpla el tiempo.
El dolor nunca disminuye, aunque el tiempo sí. Mas como su voluntad está ya tan unida a la de Dios, por la pura caridad, y tan satisfecha de estar bajo su divino designio, que nunca podrá decir que sus sufrimientos son sufrimientos.
Es cierto que sufren tormentos que ninguna lengua puede describir, ni ninguna inteligencia comprender, a menos que se le sea revelado por una gracia tan especial como la que Dios le concedió a Santa Catalina de Génova.
La fuente de todo sufrimiento es el pecado original y los pecados actuales cometidos por la persona. Dios creó al alma pura, simple, libre de toda mancha, pero el pecado la apartó de Él.
Cuando Dios encuentra un alma que vuelve a la pureza y sencillez con la que fue creada, aumenta en ella la felicidad original, que el mundo y el pecado le fueron privando, y enciende en ella un fuego de caridad tan poderoso y vehemente que prácticamente resulta insoportable para el alma ver los obstáculos que se interponen entre ella y Dios; y mientras más clara sea esa percepción, mayor es su dolor.
Como las almas en el Purgatorio son ya libradas de la culpa del pecado, por el momento, solo el sufrimiento de la purificación las separa de Dios. Pero es necesario que la justicia de Dios sea satisfecha, y de ahí la razón del sufrimiento.
Y cuando ve cuán grave es el más mínimo de los obstáculos, que la necesidad de la justicia le impone, se enciende en ella una llama tan vehemente que es como la del infierno.
Pero hay una diferencia con los sufrimientos del infierno. Los que están en el Infierno, habiendo pasado de esta vida con voluntades perversas, su culpa no es remitida, ni puede serlo, ya que ya no son capaces de cambiar.
Cuando esta vida termina, el alma permanece para siempre confirmada en el bien, o en el mal, según se haya comportado aquí. Como está escrito: “Donde te encuentre”, es decir, en la hora de la muerte, con la voluntad fijada en el pecado o arrepintiéndote de él, “allí te juzgaré”.
Las almas en el infierno, habiendo sido encontradas en esa hora con la voluntad de pecar, tienen la culpa y el castigo siempre con ellos, y, aunque este castigo no sea tan grande como el que se merecen, es eterno.
Los que van al Purgatorio, por otro lado, sufren la pena por sus pecados solamente, porque su culpa fue cancelada al morir, cuando se los encontró odiando sus pecados, y arrepentidos por haber ofendido a la Bondad Divina. Y esta pena tendrá un final, porque Dios estará cada vez más y más cerca.
Las almas del Purgatorio están totalmente conformadas a la voluntad de Dios; por lo tanto, se corresponden con Su bondad, están contentas con todo lo que Él ordena, y están completamente purificadas de la culpa de sus pecados.
Son puros de pecados, porque en esta vida los han aborrecido, y los han confesado con verdadera contrición, y por eso Dios les perdona la culpa, de modo que sólo quedan las manchas del pecado, que deben ser devoradas por el fuego.
Así liberados de la culpa y unidos a la voluntad de Dios, lo ven claramente según el grado de luz que Él les permita, y así comprenden cuán grande es la Bondad de Dios.
Así como el alma purificada no encuentra reposo sino en Dios, para quien fue creada, así el alma en pecado no puede encontrar otro lugar que le corresponda más que el Infierno.
Por tanto, en el instante en que el alma se separa del cuerpo, va a su lugar designado, sin necesidad de otra guía que la conciencia de pecado, si es que el alma se ha separado del cuerpo en pecado mortal.
Y si al alma se le impidiera obedecer ese decreto (procedente de la justicia de Dios), se encontraría en un Infierno aún más profundo, pues estaría fuera del orden divino.
Por lo tanto, al no encontrar ningún lugar más apropiado, ni ninguno en el que sus dolores sean tan leves, se arroja al lugar que le ha sido asignado, el Infierno.
Lo mismo ocurre con el Purgatorio: el alma, abandonando el cuerpo, y no encontrando en sí misma esa pureza con la que fue creada, y viendo también los obstáculos que impiden su unión con Dios, consciente también de que sólo el Purgatorio puede eliminarlos, se lanza rápida y voluntariamente en él.
Y si no encontrara los medios ordenados para su purificación, instantáneamente el alma misma se crearía un infierno, peor que el Purgatorio, para lograr acercarse a Dios. Si el Purgatorio no existiera sería un mal tan grande que, en comparación con el Infierno, éste sería nada.
Sabiendo, entonces, que el Purgatorio es el lugar para la purificación, el alma se lanza a él y encuentra allí esa gran misericordia, la eliminación de sus manchas.
La mayor miseria de las almas del Purgatorio es contemplar en sí mismas todo lo que desagrada a Dios, y, descubrir que, a pesar de la Bondad de Dios, ellas han consentido en sus imperfecciones, y, estando en estado de gracia, ven la realidad y la importancia de los impedimentos que dificultan su acercamiento a Dios.
En el Purgatorio hay tal conformidad entre Dios y el alma, que cuando la encuentra pura, como cuando Su Divina Majestad la creó por primera vez, le da una fuerza atrayente de amor tan ardiente que la aniquilaría si el alma no fuera inmortal.
Dios transforma al alma de tal manera en Él mismo que, olvidándose de todo, ella ya no puede ver nada más que no sea Él; y Él continúa atrayéndola, la enciende de amor, y nunca la abandona hasta que la lleve al estado de donde salió por primera vez, es decir, a la pureza perfecta en la que fue creada.
Cuando el alma contempla dentro de sí la llama amorosa que la atrae hacia Dios, el ardor del amor la domina y se derrite. Entonces, en esa luz divina, ve cómo Dios, con su gran cuidado y su constante provisión, nunca deja de atraerla a su última perfección, que lo hace solo a través del amor puro.
Además, al deseo instintivo del alma de ser totalmente libre para entregarse a esa llama unificadora, se suma la comprensión de su gran miseria, que por el momento le impide contemplar a Dios cara a cara.
El amor de Dios, con su mirada unificadora, está continuamente atrayendo al alma hacia Sí, como si no tuviera otra cosa que hacer; y cuando el alma ve esto, si pudiera encontrar un purgatorio aún más doloroso, en el que pudiera ser purificada más rápidamente, se sumergiría de inmediato en él, impulsada por el amor recíproco y ardiente entre ella y Dios. Amén.
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Del Tratado sobre el Purgatorio, de Santa Catalina de Génova. La lectura de este precioso libro es de mucha utilidad para el alma.
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Tratado del Purgatorio Santa Catalina de Génova
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Día de Todos los Fiesles Difuntos - Algunas Consideraciones