El Arca de Noé - Anónimo del Siglo XI |
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“Caminemos honestamente” (Romanos XIII, 13), nos exhorta San Pablo, para poder “erguir y levantar la cabeza, cuando estas cosas comiencen a ocurrir” (San Lucas XXI, 28).
Es de prudentes prestar la debida atención a las señales de su Segunda Venida que Nuestro Señor nos anticipa, tanto más cuanto que el supremo acontecimiento puede sorprendernos en un instante; es menos previsible que el momento de la muerte.
Pero para prestar debida atención es necesario “no caer en glotonerías ni embriagueces; ni en sensualidades ni disoluciones; ni en pendencias ni envidias…” (Romanos XIII, 13).
“Mirad por vosotros mismos”, dice el Señor, “no sea que vuestros corazones caigan por la glotonería y la embriaguez y los cuidados de esta vida, y que ese día no caiga sobre vosotros de improviso…” (San Lucas XXI, 34).
En su primera venida en humildad Jesús vino a señalarnos el camino, y a guiarnos por él. ¿A dónde? No a la glotonería, ni a la embriaguez; ni al lecho pecaminoso, ni a la lujuria; ni a las contiendas, ni a rivalidades; sino a la Cruz.
Es a la Cruz a donde la humanidad debe ir encaminada. Solo a través de ella alcanzará el buen puerto.
Pero la humanidad se resiste a este designio de Dios y considera que este camino hacia la Cruz es una locura. Es por eso por lo que prefiere no escuchar a Dios, y crearse una ilusión de Dios, que le indique un camino más de acuerdo con su sentido común.
Ésta es la gran tentación de siempre de toda la humanidad. El querer resolver y salvarse según su propio parecer. Por eso no escucha a Dios. Y, en momentos cruciales como los que estamos viviendo, aparecen toda suerte de intentos de dar una explicación coherente al problema. Por supuesto, en esta suerte de intentos todos pueden ser considerados menos el de Dios.
De ahí se sigue que el llamado urgente a hacer penitencia para no perecer no encuentre mayor cabida en los pobres seres humanos.
Como el cambiar de vida y hacer penitencia por los pecados no figura en el horizonte inmediato del hombre, se sigue optando por la glotonería y la embriaguez; el lecho pecaminoso y la lujuria; las contiendas y las rivalidades. Éste es el Evangelio que gusta, pues es un Evangelio que permite seguir viviendo de las migajas del pecado.
Pero este Evangelio enarbolado por la humanidad, contrario a la Cruz de Cristo, apostata de la verdad, no conduce a la vida, sino a la muerte. Es por eso por lo que no podrán erguir la cabeza. Es el rechazo de plano de Nuestro Señor.
Hoy no basta con apelar al sentido común de las gentes para hacerles entender este mensaje. Este recurso sirvió en otro momento de la cristiandad, pero no ahora. Ya la masa está muy corrompida.
Está claro que no reina la Voluntad de Dios aquí en la tierra. Quien reina es Satanás, y estos momentos son los más cruciales y críticos para Satanás; pronto su reino sobre la humanidad se le será arrebatado para siempre, y ya no podrá enviar más súbditos al infierno.
Entonces, es lógico que en las mentes y en los corazones de las gentes la apostasía práctica sea quien los guíe.
Es lógico que Roma pierda la fe, y pase a ser la sede del anticristo, y no cuente ya con jerarquía.
Es lógico que al Evangelio de la Cruz se le pongan toda clase de obstáculos y persecuciones directas o indirectas como nunca las ha habido.
Este demoledor combate de las fuerzas del mal para poder sobrevivir denota la mentalidad reinante en el mundo que eclosiona con todo su fervor y hervor en contra de los incautos y es lo único que explica la tremenda caída del Catolicismo, única vía capaz de hacerle frente.
Y Dios permite esta caída, para mostrar la omnipotencia divina, y para desterrar la arrogancia de los corazones que se creen salvados, o, por ser pueblo elegido, o, por ser pueblo cristiano.
La salvación es solo por la fidelidad a la gracia de Dios a través del Espíritu Santo, y es esto lo que esperamos con ansias. Esperamos la venida final de Cristo, que consumará nuestra redención.
Es hora, pues, que, alentados por esta redención total, que se aproxima, dejemos las obras de las tinieblas y vivamos en la luz. Se trata de la cercanía del Triunfo definitivo del Reino de Nuestro Señor Jesucristo en la tierra.
“Cuando estas cosas comenzaren a suceder, cobrad ánimo y levantad vuestras cabezas, porque se acerca vuestra redención” (San Lucas XXI, 28).
Las cosas que van a suceder son las siguientes:
Jerusalén dejará de ser pisoteada por los gentiles, porque el tiempo de los gentiles está ya cumplido (San Lucas XXI, 24);
Cada vez más patentes las señales en el sol, la luna y las estrellas; y la ansiedad de las naciones, a causa de la confusión, aterradas por los bramidos del mar y la agitación de las olas (cf. San Lucas XXI, 25);
Los hombres exhalando sus almas por el terror y el ansia de lo que viene sobre la tierra, pues las potencias de los cielos se conmoverán… (Cf. San Lucas XXI, 26);
Y después vendrá el reverdecer de la higuera y de los otros árboles, señal de la conversión de los judíos (Cf. San Lucas XXI, 29-30) ...
Y “no pasará esta generación antes que todo suceda” (San Lucas XXI, 32). La generación a la cual hace referencia Jesús es la generación vigente, que ya está siendo protagonista de estos sucesos.
Esta expresión, “la generación esta”, en labios del Señor, tiene siempre un sentido peyorativo (un calificativo formal): son los que se oponen al Evangelio, de lo cual hablamos al principio, así como en el Antiguo Testamento eran aquellos que se oponían a los planes de Yahvé.
Entonces, los que estamos asistiendo a los últimos acontecimientos históricos antes de la Segunda Venida de Nuestro Señor Jesucristo, que podemos ver y comprender que los protagonistas hoy son los enemigos de Dios, los hacedores del crítico desenlace del misterio de la iniquidad a punto de sucumbir, no podemos menos que concluir que “la generación esta”, a la cual hace referencia Jesús, es esta generación perversa que hoy nos domina.
Esta generación es la que por esgrimir los últimos pujos del mal está llevando a cabo a su vez el martirio de los cristianos. De entre ellos provienen “muchos de los que andan (con nosotros, que) son enemigos de la cruz de Cristo” (Filipenses III, 18).
Es muy triste: muchos de los que andan con nosotros son enemigos de la Cruz de Cristo. Por eso, continúa San Pablo, “observad cómo se comportan” (Filipenses III, 17).
Se comportan como diablos. Hablan como diablos. Acusan como diablos. “Su fin es la perdición… teniendo su pensamiento puesto en lo terreno” (Filipenses III, 19).
Con estos diablos no hay que entrometerse. Se está preparando el escenario para el anticristo, y se está condicionando a la gente para que eventualmente acepte la marca de la bestia, que se implementará durante la Gran Tribulación.
Y a nosotros toca resistir e insistir con la prédica de la verdad. Aunque no se nos escuche, ni se nos lea, tenemos siempre el deber de anunciar la verdad:
“Estad siempre prontos a dar respuesta a todo el que os pidiere razón de la esperanza en que vivís; pero con mansedumbre y reserva, teniendo buena conciencia, para que en aquello mismo en que sois calumniados sean confundidos los que difaman vuestra buena conducta en Cristo” (1 Pedro III, 15-16).
A medida que este mundo se vaya volviendo cada vez más inestable y oscuro, en los días, semanas y meses venideros, tendremos más y más obligación de decir la verdad, pues el mundo no les dice la verdad.
Noé fue avisado antes del diluvio y, en consecuencia, se apresuró a construir el arca en la que él, junto con su esposa, sus tres hijos con sus esposas, y los animales, se pondrían a salvo.
San Pablo nos dice que “por la fe, Noé, recibiendo revelación de las cosas que aún no se veían, hizo con piadoso temor un arca para la salvación de su casa; y por esa misma fe condenó al mundo y vino a ser heredero de la justicia según la fe” (Hebreos XI, 7).
San Pedro, a su vez: “al viejo mundo no perdonó Dios, echando el diluvio sobre el mundo de los impíos y salvando con otros siete a Noé, como predicador de la justicia…” (2 Pedro II, 5).
Y porque predicaba un diluvio sobre el mundo, los impíos se burlaban de Noé, mientras construía el arca. Se burlaron de Noé por anticipar las cosas de Dios, por advertir a la gente que debían ponerse al resguardo.
Se rieron de él y se burlaron de él. Y no le hicieron caso. El diluvio vino, y destruyó la humanidad. Solo ocho personas, y algunos animales, se salvaron.
De la misma manera Lot fue advertido antes de que el Señor destruyera Sodoma y Gomorra.
Se burlaron de él sus yernos, a quienes les había dicho que salieran de la ciudad “porque Yahvé iba a destruir la ciudad” (Génesis XIX, 14).
Se rieron de él y se burlaron de él. Y no le hicieron caso. Fuego y azufre vino, y destruyó las ciudades. Solo unos pocos se salvaron.
Así como Noé y Lot, también nosotros, el pequeño remanente de la Iglesia Católica, hemos sido advertidos por la Revelación de Dios sobre la inminencia de la Parusía.
Las profecías se están desbordando de las páginas de la Biblia manifestando todo lo que esta pasando hoy en el mundo. Cada acontecimiento es un llamado de atención de Dios, ya previsto en la Biblia.
Desde la perspectiva del mundo la gente piensa que las cosas se están volviendo locas. El mundo es un caos, seguro. Las cosas están al revés. ¿Qué está sucediendo en el mundo?, se preguntan.
Pero para aquellos que conocemos las profecías bíblicas sabemos que lo que está sucediendo ocurre exactamente como se supone que deben suceder, según la Palabra de Dios.
Noé fue advertido, y el diluvio vino. Lot fue advertido, y las ciudades fueron destruidas.
De igual manera estamos advertidos de que un tiempo horrible conocido como la Gran Tribulación del anticristo antes de la Parusía de Nuestro Señor está próximo.
Pero la diferencia está en que para nosotros la puerta del arca todavía está abierta; y, sobre nuestras cabezas, aún no cayó fuego y azufre; todavía podemos contar con la dispensación de la gracia de Dios, a través de la Iglesia, aunque sea reducida a su más mínima expresión.
El barco se está hundiendo, y la gran mayoría quiere “que la orquesta siga sonando”. Dios, en cambio, quiere que se “arrepientan”, de lo contrario van a perecer. Necesitamos salvación: y para esto, a nadie le alcanza su propia justicia.
Por eso, Dios nos amó tanto que nos dio a su Hijo Unigénito, nacido de una virgen, que se hizo carne, y habitó entre nosotros, y fue brutalmente torturado y crucificado, y despojado de su preciosa sangre en la Cruz, para pagar la deuda que nosotros jamás habríamos podido pagar.
Él nos reconcilió con su sangre, nos dio acceso al perdón de los pecados, para poder así estar siempre con Él.
¡Arrepentirse! Cambiar de opinión. Pasar de la incredulidad, de la muerte en el pecado, a una nueva criatura en Cristo.
¡Estar de acuerdo con Dios! Reconocer la condición de pecador; reconocerse necesitado de un Salvador. Saber que ya no es tiempo de embriagueces.
¡Hay cielo e infierno! Son lugares literales muy reales, donde se pasa toda una eternidad.
El infierno es un lugar real de tormento eterno. Es la horrible separación eterna de Dios. Ninguno le desea el infierno a nadie. Pero el libre albedrío usado para el pecado lleva irremediablemente a ese lugar.
Que estas reflexiones nos ayuden a mejor festejar la Navidad de Nuestro Señor, y “cuando veáis estas cosas suceder –y que de hecho estamos viendo—levantad la cabeza”.
¡Cuán esperanzador y positivo es el mensaje apocalíptico! Tan esperanzador y positivo como el nacimiento de un niño: ¡el Niño de Belén!
Pero la humanidad insiste en querer parir sin dolor.
¡A bien prepararnos para festejar la Navidad, con profunda sumisión, humildad y verdad! Amén.