El Niño en Brazos del Viejo Simeón - Rembrandt |
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A los pocos días de haber nacido, Nuestro Señor es presentado en el Templo de Jerusalén, conforme a la prescripción de la Ley, después de que se cumplieran los días de la purificación.
Así lo había establecido la Ley de Moisés: “Todo varón primer nacido será llamado santo para el Señor” (San Lucas II, 23).
Y mandaba la Ley del Señor que también se diera algo en sacrificio: “un par de tórtolas o dos pichones” (San Lucas II, 24), la ofrenda de la gente pobre para la purificación de la madre.
Al entrar en el Templo se encuentran con un anciano que recibe al Niño en sus brazos, da acción de gracias a Dios por el Niño, y bendice a sus padres.
No hay nada en esta simple ceremonia de recibimiento que no sea común o que llame la atención, nada grande o impresionante, nada que excite los sentimientos o el interés de la imaginación.
Sin embargo, fue en realidad el cumplimiento solemne de una antigua profecía y un evento de muchísima importancia en la vida de Nuestro Señor.
El Niño en brazos del anciano era el Salvador del mundo, el verdadero Hijo de Dios, el legítimo Heredero, que venía secreta y repentinamente al Templo a presentarse a su Padre Celestial.
Malaquías había predicho esto: “De repente vendrá a su Templo el Señor a quien buscáis…” (Malaquías III, 1).
Su presencia realzó la gloria del Templo, según nos dice el Profeta Ageo: “Henchiré de gloria esta Casa, dice el Señor… Grande será la gloria de esta Casa; más grande que la primera será su postrera, dice el Señor” (Ageo II, 8-10).
Es claro que el solo hecho de que Jesús entrase en el Templo desde Niño, y predicase en él hasta el fin, constituyó para ese Templo una gloria inmensa, si bien no definitiva según anunciaban los profetas.
No obstante, el posterior rechazo que Israel había de hacer del Señor, quitó a este Templo (el Segundo Templo) la plenitud de la gloria que había de tener. El mismo Jesús lo llamó, al menos dos veces, mercado y guarida de ladrones, y le predijo su total destrucción por no haber reconocido Israel “el tiempo de su visita” (San Lucas XIX, 44).
De todos modos, en el misterio que contemplamos hoy, se nos recuerda el curso silencioso de la Providencia de Dios, la tranquila realización en el tiempo de grandes eventos concebidos desde siempre.
Más aún, se nos recuerda lo repentino y secreto de su visitación. De ahí la necesidad de estar siempre atentos al momento en que Dios nos visite.
Para el mundo, todo continuó como de costumbre, no fue posible que se reconociera su visita: “todo permanece lo mismo que desde el principio… ¿Dónde está la promesa de su venida?” (2 Pedro III, 4).
Así ocurre también ahora, en las vísperas de su segunda venida. “Todo ocurre igual que siempre”, dicen. Terremotos, guerras, volcanes, injusticias, violencia, hambre, plagas, muerte; “¿Dónde está la promesa de su Parusía?” (2 Pedro III, 4).
“Porque no os hemos dado a conocer el poder y la Parusía de Nuestro Señor Jesucristo, sino como testigos oculares que fuimos de su majestad” (2 Pedro I, 16), nos dice San Pedro, confirmándonos el Dogma de la Segunda Venida de Nuestro Señor Jesucristo, que algunos en su tiempo negaban, ya que San Pedro había sido testigo ocular de la majestad de Nuestro Señor en la Transfiguración, donde por primera vez vieron al Señor en la gloria en la que ha de venir.
Es por eso por lo que debemos vivir siempre en continua expectación, viviendo cada visita del Señor, ya sea a cada uno de nosotros mismos, ya sea a la Iglesia en general, ya sea al mundo; contemplando sus secretos en nuestras propias almas, en sus toques de conciencias, a través de sus inspiraciones y sacramentos.
Sobre todo, contemplando el desenlace de su Gran Visita, su Segunda Venida: “esperando y apresurando la Parusía del día de Dios, por el cual los cielos encendidos se disolverán y los elementos se fundirán para ser quemados” (2 Pedro III, 12), nos dice San Pedro.
Ciertamente, nos corresponde más que nunca esperar continuamente a Nuestro Señor estando bien despiertos y vigilantes, como Simeón en el Templo, y observar los signos de los tiempos, no sea que cuando venga de repente no encuentre a nadie que lo reciba.
Las usuales ceremonias de presentación en el Templo de un recién nacido varón encontraron sus excepciones por primera vez. En realidad, la de Jesús, fue muy diferente a la de cualquier otro niño.
Al igual que todos los demás niños fue presentado por su Madre; solo que su Madre era y permanecía Virgen.
Fue presentado por sus padres; solo que, en realidad, era Él quien se presentaba a Sí mismo a su Padre Celestial.
A diferencia de los demás niños, Él se presentaba a su Padre Celestial para ofrecerse voluntariamente como sacrificio, para hacer y sufrir según la Voluntad del Padre.
Se ofrecía con pleno conocimiento de todo lo que este ofrecimiento significaba e implicaba. Su entera vida fue un continuo acto de oblación y sacrificio; solo que la presentación en el Templo significó su solemne y formal acto de dedicación.
Fue, por así decir, el comienzo de esa vida de sacrificio y oblación de Sí mismo que lo llevó a la Cruz en el Calvario, y luego, más allá de eso, a la perpetua oblación de Sí mismo que hace constantemente ante el Padre en el Cielo.
Como todo acto de Nuestro Señor Jesucristo fue hecho no en su propio Nombre y Persona solamente, sino también como Cabeza de su Cuerpo, la Iglesia, Él ofreció también en ese momento en Sí mismo a cada miembro de la Iglesia.
Cada bautizado puede estar seguro de que Nuestro Señor Jesucristo lo tuvo en mente cuando Él como Niño se ofreció a Sí mismo a su Padre Celestial en el Templo. Más especialmente que nunca, los de los últimos tiempos, podemos recoger de esta imagen que nos brinda el Evangelio una fuerza adicional para resistir más firmemente los ataques del enemigo.
Nos presentó junto a Sí mismo. Ahora nos corresponde hacer fructificar ese acto al presentarnos a nosotros mismos juntos con Él. De esto se trata cuando lo recibimos en la Eucaristía, ya que, en Cristo, y, a través de Cristo, ofrecemos y nos presentamos a nosotros mismos, nuestras almas y cuerpos, como un santo y agradable sacrificio al Padre.
Debemos tener cuidado, ciertamente, de que este ofrecimiento no sea de palabra solamente. Cristo se da a Sí mismo a nosotros en la comunión para que en cada acto de nuestra vida diaria nos podamos presentar a nosotros mismos en Él al Padre. Éste es el espíritu con el cual deberíamos recibir la Santa Comunión, el espíritu de oblación continua de nuestra vida al Padre.
Nuestra vida será entonces una presentación de Cristo viviente en nosotros; el poder de la Eucaristía en todo lo que hagamos y digamos; nuestras oraciones las oraciones de Cristo al Padre; nuestro trabajo desde la más pura de las intenciones, bajo la mirada y la tutela de la presencia de Cristo; nuestras pruebas, sufrimientos, unidos a los de Cristo en la Cruz, en los más íntimos secretos de nuestra intimidad con Él.
A Simeón se le había prometido que vería al Salvador antes de su muerte. Fue guiado hacia el Templo una vez más por el Espíritu de Dios para el encuentro con el Niño en sus brazos. ¡Con cuánta fe tuvo que vivir Simeón hasta ese ansiado momento! ¡Con cuánta reverencia, gozo, y amor presionó a Jesús sobre su corazón! Un reproche para nuestra frialdad, distracción, y nuestra falta de fe y de amor al recibir a Nuestro Señor en la Santa Comunión.
Y luego Simeón pudo decir: “Ahora, Señor, ya puedes despedir a tu siervo en paz, según tu palabra, porque han visto mis ojos tu salvación…” (San Lucas II, 29-30).
Vio a Jesús. Su esperanza había sido colmada. Ahora, ya está listo, y muy contento, de partir. Nada más desea. Nada le atrae del mundo. Los ojos que han visto a Jesús no pueden mirar más que a Jesús.
Mientras reflexionamos sobre este misterio, pidamos a Nuestro Señor que los ojos de nuestro corazón puedan estar siempre abiertos para verlo cada vez más y más como lo único que desean ver, para que podamos despegarnos de este mundo, y, como Simeón, poder contentos decir al Señor que ya puede dejar irnos en paz, cuando sea nuestra hora.
Amén.