Lucas Cranach el Mayor Alemania, 1515-1520 Dresden, Gemäldegalerie |
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Esta noche proclamamos el misterio más profundo y conmovedor de Nuestra Fe: la Santísima Navidad, el Nacimiento en un humilde pesebre del Verbo de Dios que si hizo carne en María. Intentemos con el corazón y el intelecto disfrutar de algún rayo de esta sublime página de Nuestra Historia.
San Bernardo hace una interesante relación entre la Verdad y la Humildad. Dice que mientras la Verdad ilumina la mente, la Humildad predispone el corazón y la buena voluntad para el bien.
¿Cuál es nuestra realidad? La Verdad nos enseña que somos nada. Y la Humildad reconoce y acepta esta Verdad, dice San Bernardo. Pero, ¿es esto realmente así?
La experiencia nos dice que no. Raramente pensamos que nosotros somos nada. Más bien, nos damos una cierta importancia. Y raramente aceptamos una humillación, que nos coloca en el lugar correcto en el que debemos estar.
Es necesaria una fuerza sobrehumana para poder ser verdaderamente humildes. Hace falta un cambio de corazón, que siga a alguien que sirva de modelo y pueda, a la vez, disponerlo para ese cambio.
La Verdad, y la Humildad, se aprenden de Jesucristo. Jesucristo es el Verdadero Maestro. “Aprended de Mí, que soy Manso y Humilde de corazón; y encontrareis paz en vuestras almas” (San Mateo XI, 29).
Por el Misterio de la Encarnación Nuestro Señor se convirtió en el modelo perfecto de Humildad: “El Verbo se hizo carne” (San Juan I, 14). Dios se abajó.
No tomó la naturaleza angelical, que es más perfecta que la nuestra. Se hizo Hombre. Y más aún, tomó nuestra naturaleza humana con las debilidades y humillaciones propias de la condición caída de nuestra humanidad, sujeta al cansancio, al hambre y a la sed, abatida por la tentación, aplastada por el sufrimiento de cuerpo y alma y muerte.
Vino en “carne semejante a la del pecado” (Romanos VIII, 3); “en todo semejante a sus hermanos” (Hebreos II, 17), excepto en el pecado.
San Pablo reafirma este misterio cuando dice: “Tened en vuestros corazones los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús; el cual, siendo su naturaleza la de Dios, no miró como botín el ser igual a Dios, sino que se despojó a sí mismo, tomando la forma de siervo, hecho semejante a los hombres. Y hallándose en la condición de hombre se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de Cruz” (Filipenses II, 5-8).
Cuando decimos que “se despojó a sí mismo” no estamos infiriendo que Él dejó de ser Dios, porque eso es imposible. Se despojó, en cambio, de sus legítima dignidad y gloria como Dios, al tomar “la forma de siervo”, y mucho más aún, al humillarse como Hombre, “haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de Cruz”.
Éste es el modelo a seguir. Ésta es la Verdad y la Humildad de nuestra realidad. Éste es el cambio de corazón de que debemos efectuar. El despojo aún de lo legítimo; el abajarse aún a condiciones infrahumanas; la obediencia a Dios hasta la muerte. ¿Quién es capaz de todo esto sino es por una fuerza sobrehumana que venga de lo alto?
Es por eso por lo que decimos que Jesús debe venir en nuestra ayuda, y servirnos de modelo, y efectuar nuestro cambio. No es mera retórica. No son bonitas palabras las que decimos: es la Verdad y la Humildad a la que no podremos acceder si no es por Jesucristo.
Desde la Encarnación y a lo largo de su vida nos dio ejemplo de cómo vivir la nuestra. Aquí es necesario recalcar que no aceptó su vida meramente, sino que la eligió así.
Él eligió nacer en Belén en medio de la pobreza y la oscuridad; Él optó por vivir y trabajar como un hombre pobre; prefirió ser despreciado y rechazado; se sometió voluntariamente a que se burlaran de Él, le escupieran, lo castigaran a latigazos, y finalmente, le crucificaran.
¿Quién de nosotros es capaz de todo esto? Y aún así, en toda esta maravillosa humillación por la que Nuestro Señor pasó, tenemos que ser como Él: “Tened en vuestros corazones los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús” (Filipenses II, 5).
La Humildad solo se consigue pasando por la humillación. La Humildad es la más excelente de todas las virtudes pues es la base del edificio espiritual. En sí misma, la Humildad es la Verdad.
Es la Verdad, porque nos enseña la verdad sobre nosotros mismos, sobre los demás, y sobre Dios. Los ángeles pecaron por carecer de Humildad. Eran orgullosos: “no había nada de verdad en ellos” (San Juan VIII, 44). Al carecer de Humildad vivían bajo el dominio de la falsedad.
Es obra del orgullo hacernos vivir según la falsedad y la mentira. Creemos que valemos algo, que somos importantes cuando en Verdad somos nada. Creemos que el mundo y las cosas del mundo son la realidad más grande que existe, cuando en toda verdad no son más que vacío y vanidad. El orgullo nos hace creer todas estas cosas; nos enceguece a la Verdad; nos falsifica la realidad.
Satanás siempre trata de hacernos vivir bajo el dominio de la falsedad, y esta lucha se da principalmente en nuestra imaginación. Imaginamos cosas como verdaderas, cuando en realidad son falsas, puro invento del maligno.
Nos hará creer que somos el centro y medida de todas las cosas; hará que todo el mundo y todo lo que tiene que ofrecer aparezcan como la única realidad posible. Es así como terminamos haciéndonos ídolos que llenen nuestra existencia, sobre todo, nos hacemos ídolos a nosotros mismos, y a las creaturas que nos rodean.
En contra de este engaño, es necesaria la Humildad, que nos enseña la verdad sobre nosotros mismos, el mundo, y Dios. Nos revela nuestra propia nada; el vacío y la inseguridad de este mundo; la voluntad de Dios como el único verdadero objeto de nuestra vida.
Y la Humildad nos dará la gracia, la paz y la verdadera gloria.
Nos da la gracia, porque “Dios resiste a los soberbios, y a los humildes le da la gracia” (1 Pedro V, 5). La Humildad allana el terreno para que Dios de la gracia. El orgullo, al contrario, pone obstáculos.
La Santísima Virgen fue la más humilde de todas las creaturas; en consecuencia, fue la más agraciada, la Llena de Gracia (cf. San Lucas I, 28). Y esta plenitud de gracia hizo que Ella fuera más humilde aún: “Porque ha mirado la pequeñez de su esclava” (San Lucas I, 48).
La gracia incrementa la humildad de la persona que es verdaderamente humilde. La hace más humilde aún. Luego, la gracia de Dios perfecciona y enraíza más profundamente la humildad del alma. Es la consciencia de la vida divina en nosotros lo que nos hará y mantendrá verdaderamente humildes.
La Humildad nos da la paz. Es preferible hacer la voluntad de otro que la propia. Es más perfecto elegir siempre ser menos que más. Es mejor desear siempre el último puesto que el primero. Debemos siempre pedir a Dios que su voluntad se cumpla en su totalidad en nosotros. Solo así se obtendrá la paz deseada.
La Humildad nos da verdadera gloria. Así fue con Nuestro Señor: “Por eso, Dios lo sobreensalzó…” (Filipenses II, 9). Así fue también con todos los santos. Fueron humildes; sufrieron humillaciones; se humillaron a sí mismos; luego, Dios los exaltó. Si no fue a la vista de los hombres, al menos lo fue a la vista de todos los ángeles; si no fue en la tierra; al menos lo es ahora en el cielo.
En esta hermosa fiesta de la Navidad de Nuestro Señor Jesucristo agradezcámosle de todo corazón el haberse humillado por nosotros, para salvarnos de toda tentación de orgullo y vanidad. Es nuestro amor propio el que nos hace atribuir a nosotros mismos el bien que hacemos. El mundo adula, y el diablo tienta. La Humildad es nuestra salvación. Dice San Efrén: “Ama la Humildad, y nunca serás atrapado por los lazos y trampas del diablo”.
No es nuestra inteligencia, ni son nuestros profundos argumentos, o nuestros preciosos dones, o nuestra fuerza, o nuestra voluntad lo que nos hará asimilarnos a Jesucristo. Porque la naturaleza resiste la naturaleza; nuestras fuerzas naturales instintivamente se ponen en defensa propia, y rechazan someterse a lo que es más grande y soberano que nosotros. Los corazones solo pueden ser atraídos por Dios; y Dios solo se llega a quienes son verdaderamente humildes.
Todo lo que provenga de un interés por uno mismo; o por algo que alimente nuestro orgullo y nuestra importancia no hace más que obstaculizar el poder de Dios en nosotros. Por eso, debemos ser humildes, vaciarnos de nosotros mismos, depender en todo de Dios, si queremos ser sus instrumentos de paz en este mundo.
En esta maravillosa noche, en la que Nuestro Salvador se dignó venir al mundo, pidámosle al Niño Dios la gracia de vivir en la Verdad y la Humildad. Nosotros haremos todo el esfuerzo por amar el estar en la Verdad y ser Humildes, y por gustar las delicias de estas realidades, y por conocer el poder que de ellas se emana, si lo hacemos por Nuestro Señor Jesucristo. Amén.