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El centurión de la historia de hoy aparece como uno de los personajes más interesantes de los Evangelios.
Responsables de la disciplina y de la moral del ejército romano, un centurión tenía a su cargo a cien soldados, y de ahí el nombre.
En su descripción del ejército romano Polibio presenta cómo debía ser un centurión:
“Hombres que supieran mandar, firmes en la acción y de confianza; … dispuestos a defender su terreno y a morir en sus puestos.”
Es interesante notar que siempre que se menciona un centurión en el Nuevo Testamento se hace con aprecio.
El que en la Cruz reconoció a Jesús como el Hijo de Dios; Cornelio, el primer gentil en ser admitido en la Iglesia; varios centuriones que acompañaron a San Pablo en sus viajes tratándolo con toda cortesía y protegiéndolo de la furia del pueblo y de ser asesinado.
La relación con su siervo era lo especial en el centurión de nuestra historia. Estaba decidido a hacer todo lo que estuviera en su poder para salvarle.
Su actitud era todo lo contrario al modo de tratar a los esclavos en la antigüedad. A nadie le preocupaba que sufrieran o murieran. Aristóteles, hablando de las amistades posibles en la vida, escribe:
“No puede haber verdadera amistad ni justicia con las cosas inanimadas; ni tampoco, por supuesto, con un caballo o un toro, ni tampoco con un esclavo como tal. Porque amo y esclavo no tienen nada en común; un esclavo es una herramienta viva, lo mismo que una herramienta es un esclavo inanimado.”
San Pedro Crisólogo describe la maldad con que eran tratados los esclavos: “Lo que hace un amo con un esclavo … queriendo o sin querer … es juicio, justicia y ley”. Es decir, podía ser dejado en la calle para morir, y esto era justo.
Está claro que este centurión era un hombre extraordinario, porque amaba a su esclavo.
Le dijo a Jesús: “Señor, yo no soy digno de que entres bajo mi techo, mas solamente di una palabra y quedará sano mi criado” (San Mateo VIII, 8).
Ahí hablaba la voz de la fe, y quedó establecida así la fe como acceso a Dios. Había en él tal adhesión de fe y humildad, que el mismo Jesús se admiró. Encontró tanta fe en donde no esperaba encontrar tanta fe, como “en ninguno de Israel” (San Mateo VIII, 10).
Este hecho dio oportunidad a Jesús para anunciar algo impensado para un israelita: la presencia de gentiles en su Reino: “Os digo, pues, ‘muchos llegarán de Oriente y de Occidente y se reclinarán a la mesa con Abrahán, Isaac y Jacob, en el reino de los cielos’” (San Mateo VIII, 11).
Y este hecho nos da también a nosotros oportunidad para tratar de escudriñar sobre el Reino y su comienzo, y así tratar de precisar algunas ideas.
A la Segunda Venida de Nuestro Señor Jesucristo a la tierra va unida la resurrección de los justos, que es llamada por San Pablo, la resurrección primera (cf. 1 Tesalonicenses IV, 16), para distinguirla de la resurrección final (cf. Apocalipsis XX, 5), en la cual resucitará el resto de la humanidad.
Más aún, después de resucitar a los justos los establecerá en su Reino. Con ellos tendrá lugar en la tierra la fundación del Reino.
Dice Hipólito que Cristo es la piedra descrita por Daniel (cf. Daniel II, 34.45), venida de los cielos para hacer añicos a la estatua (del mal): “transfirió todos los reinos, y dio la realeza a los santos del Altísimo”. Efectivamente, se le es quitado todo poder al mal.
Continúa Hipólito, “una vez que (el anticristo) haya combatido y perseguido a los santos, entonces conviene aguardar de los cielos la epifanía del Señor, para que el rey de los reyes (cf. Apocalipsis XVII, 14) se de a conocer manifiestamente a todos”.
Según San Ireneo, tres cosas hará el Señor en su Segunda Venida: destruirá al anticristo, inaugurará para los justos los tiempos del Reino, y entregará a los justos la herencia que Dios le había prometido a Abrahán.
San Ireneo llama los “tiempos del Reino” al Reino que inaugurará Nuestro Señor con su venida a la tierra.
Este nombre que parece un tanto vago surge como contraposición al más preciso “tiempo y tiempos y medio tiempo” que durará el reino del anticristo (Apocalipsis XII, 14).
En los Hechos de los Apóstoles, San Pedro llama al Reino de Nuestro Señor los “tiempos de refrigerio” (Hechos de los Apóstoles III, 20), indicando así el descanso que allí habrá.
Y esto hace precisamente referencia al Día de descanso del Señor: “Y descansó (el Señor) en el día séptimo de toda la obra que había hecho” (Génesis II, 2).
“Para el Señor”, dice San Pedro, “día es como mil años” (2 San Pedro III, 8), y también el Salmista dice que “mil años son a tus ojos lo que el día de ayer” (Salmo XC, 4).
Si en seis días realizó Dios su obra, y en el séptimo descansó, es lógico que los “tiempos del Reino” sean llamados “el Día Séptimo”, y que duren mil años, como nos dice el Apocalipsis (cf. Apocalipsis XX, 5).
Los tiempos del Reino corresponden, entre los Días grandes del Señor, al Sábado, consagrado para el descanso de los justos. Descansarán los justos de las obras terrenas, no obstante vivir en la tierra. Descansarán de toda obra de pecado, terrena y vieja, dice San Ireneo.
De forma superior, gozarán de este descanso los justos resucitados en la primera resurrección, para una vida de ángeles, sin matrimonio, ni actos similares, mientras que aquellos que quedarán en la tierra, y sobrevivirán a la persecución del anticristo, podrán multiplicarse en el mundo.
Pero una noticia maravillosa que nos da el Evangelio de hoy es el hecho de que la gloriosa venida de Nuestro Señor restituirá a Abrahán y a los Patriarcas la herencia que Dios les prometió, asegura San Ireneo.
Fiel a su palabra, el Señor cumplirá las promesas que dejó sin cumplir en vida de Abrahán, Isaac y Jacob durante el Milenio.
Los tres patriarcas presidirán las tres mesas – el triclinio – del banquete nupcial, que traduce la herencia y la beatitud de los santos en los tiempos del Reino.
El Reino que Jesús inaugurará aquí en la tierra, inmediatamente destruido el anticristo, otorgará finalmente a los Patriarcas la tierra prometida.
Pero al evocar Jesús el contraste de fe entre Israel, pueblo elegido, y el centurión, proclamó la profecía de la vocación universal a la salvación de las gentes, algo inesperado para Israel.
Mientras San Mateo pone esta profecía en el contexto de la curación milagrosa del siervo del centurión (cf. San Mateo VIII, 11-12), San Lucas lo hace en otro contexto, en el de la puerta angosta (cf. San Lucas XIII, 23-29), en el que se refiere no solo a Israel, sino también a los “obradores todos de iniquidad” (San Lucas XIII, 27).
Ni Israel, culpable y réprobo, ni todo obrador de iniquidad ingresará al Reino de los Cielos: “Los hijos del reino serán arrojados a las tinieblas exteriores, donde habrá llanto y crujir de dientes” (San Mateo VIII, 12).
“Los hijos del reino” designa al pueblo hebreo (Cf. Efesios II, 2; V, 8; San Juan XXVII, 12; 2 Tesalonicenses II, 3; 1 Pedro I, 14; 2 Pedro II, 14, etc.), los primeros llamados por Dios a participar del Reino. Israel es culpable y réprobo por no haber recibido al Mesías (cf. San Mateo XXII, 2-7.21.37-45; Romanos XI, 11).
Y “serán arrojados” a las tinieblas de afuera, imagen tal vez de un festín nocturno cuya sala está llena de lámparas, mientras fuera sólo hay oscuridad: “Allí será el llanto y el rechinar de dientes” (San Mateo VIII, 12).
El horror del infierno es descrito con el llanto y el crujir de dientes. El llanto sugiere sufrimiento y el crujir o rechinar de dientes, desesperación. En el infierno hay siempre llanto y rechinar de dientes.
Todas las expectativas israelitas dadas vuelta. Difícilmente podría haber una declaración más radical del cambio en el plan de salvación de Dios inaugurado por la misión de Jesús en su primera venida.
“Serán desechados” (San Mateo VIII, 12), contrariamente a lo primero trazado en el plan divino (Cf. Romanos IX, 25); e Israel no tiene derecho a quejarse de este cambio de destinos que pone a los gentiles en su propio lugar; toda la culpa recae sobre él.
Comenta San Agustín (Cf. San Mateo XXI, 43):
“Que se rompan, pues, las ramas soberbias, y en su lugar sea injertado el humilde olivo silvestre; siempre que, sin embargo, la raíz permanezca siempre, a pesar de la ruptura de unos y el consentimiento de los otros. ¿Dónde habita la raíz? En la persona de los Patriarcas (Abrahán, Isaac y Jacob)”.
En los tiempos del Reino se llamará a todos los hijos de Abrahán al festín. No solo a los hijos según la carne, sino a todos los creyentes, venidos de Israel y de la gentilidad, del Oriente y Occidente, puesto que las promesas se hicieron a los hijos según la fe, israelitas y gentiles, y no según la carne.
Y en el centurión se ven representados a todos estos hijos según la fe.
Y “se reclinarán a la mesa…” (San Mateo VIII, 11) con Abrahán, Isaac y Jacob.
Y habrá reposo; no habrá trabajo alguno.
Pero mucho más beneficioso aún será la ausencia de lo que verdaderamente cansa: mentiras, traición, injusticias, pecado, opresión, aislamiento, apegos y tiranías.
San Gregorio de Elvira lo describe con estas hermosas palabras:
“El descanso (verdadero) … es vivir en la fe y en la santidad de los justos … En verdad, … el Sábado de los Sábados será el séptimo milenio, el cual es el Séptimo Día del Señor, que se nos será dado en recompensa en el Reino de Dios, en la resurrección de los santos”.
Una recompensa digna, como digna fue la recompensa que por su fe recibió el centurión, puesto que “Jesús guarda el aceite de su misericordia en la vasija de la fe” (San Bernardo).
En estos tiempos nada más reconfortante para nuestra fe que esta noticia, el Reino de Nuestro Señor Jesucristo en la tierra, pronto a comenzar, ¡con su venida gloriosa!
Amén.