domingo, 30 de enero de 2022

Dom IV post Epiph – San Mateo VIII, 23-27 – 2022-01-30 – Padre Edgar Díaz


Rembrandt

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En unos pocos segundos los discípulos vieron toda la realidad de Jesús: verdadero Hombre y verdadero Dios. En su sueño restaurador, su completa humanidad; y en su omnipotente autoridad sobre la tempestad, la plenitud de su divinidad: “¿Quién es Éste?” (v. 27).

Más difícil que callar al mar fue tranquilizar a los hombres. Por eso se dirigió a ellos primero: “¿Por qué tenéis miedo?” (v. 26), y luego, a los elementos naturales: “e increpó a los vientos y al mar, y se hizo una gran calma” (v. 26). 

“¿Quién es Éste?” (v. 27). Solo puede ser el Señor, el Único con poder y autoridad sobre la creación: 

“Oh, Señor, Dios de los Ejércitos, ¿Quién es poderoso como Tú, oh, Señor? Tu fidelidad te rodea. Tú dominas la soberbia del mar; calmas la altivez de sus olas” (Salmo LXXXIX, 9-10).

No es descabellado pensar, y el mismo tono de este evangelio lleno de misterio lo sugiere, que la tempestad tuvo un origen muy especial. 

Fue el mismo Jesús que la llamó con señal secreta de su divina omnipotencia para probar la fe de sus discípulos, y dar, como a ellos, una sólida enseñanza a todos nosotros.

Miedo e incredulidad van juntos. Si se tiene fe en Dios debería quedar poco espacio para el miedo.

La tormenta no proviene de las condiciones atmosféricas, asevera Santo Tomás, sino de la divina providencia. Fue providencial; fue una tribulación, una prueba, un obstáculo a superar en favor de la fe.

Como gran prueba antes de la Parusía de Nuestro Señor Jesucristo, Dios está y estará enviando tribulaciones al mundo, las cuales están bien indicadas en el libro del Apocalipsis. 

Estas tribulaciones afligen y zarandean nuestras almas: todo en el mundo se ha vuelto muy penoso.

Serán siete años de tribulación. Veremos guerras, hambre, muerte, asesinatos, terremotos, oscurecimiento de los astros (cf. Apocalipsis VI, 1-17), granizo con fuego y sangre, hierba verde quemada, volcanes, meteoritos, aguas hechas sangre, peces muertos, barcos destruidos, ponzoñosas aguas amargas, oscurecimiento del día (cf. Apocalipsis VIII, 1-13), demonios causando tormentos, ejército diezmando la población (Apocalipsis IX, 1-21), rayos, ruidos, truenos y granizo de gran tamaño (cf. Apocalipsis XVI, 1-21). 

Los juicios de Dios en contra de los malvados y de aquellos que no se arrepienten no dejará dudas sobre su ira en contra del pecado.

La tribulación es querida por Dios. Es Dios quien nos atribula. Dios Padre de toda consolación es también Padre de toda tribulación.

Dios actúa a través de las causas segundas: las criaturas irracionales, el prójimo, el demonio, son todos instrumentos de Dios. 

La voluntad del demonio es perversa. Pero Dios se sirve de esa voluntad perversa como de instrumento para sus fines altísimos. 

“El cáliz que me dio mi Padre, ¿no lo he de beber?” (San Juan XVIII, 11). Judas, los escribas y los fariseos movidos por el demonio fueron quienes prendieron a Jesús en el Huerto de los Olivos.

¿A quién castiga Dios? Dios castiga a los que ama. “Dios es médico, y la tribulación es medicina para sanar y no para condenar”, dice San Agustín. Son numerosos los textos de la Escritura que confirman esta verdad:

“Yo soy Yahvé, tu Dios, un Dios celoso, que castiga en los hijos las iniquidades de los padres hasta la tercera y cuarta generación” (Éxodo XX, 5). 

Dice el Catecismo Romano que “la bondad y misericordia de Dios sobrepujan a la justicia, pues airándose hasta la tercera y cuarta generación, extiende hasta millares su misericordia”.

“No desdeñes, hijo mío, las lecciones de tu Dios; no te enojes porque te corrija. Porque al que le ama le corrige, y aflige al hijo que le es más querido” (Proverbios III, 11-12). 

Y el Apocalipsis nos da la razón de la tribulación final: 

“A los que ama reprende y castiga” (Apocalipsis III, 19).

Dios castiga como Padre. Por eso San Agustín se pregunta: “¿No eres del número de los atribulados? Pues no estás en el número de los hijos”.

Y San Pablo maravillosamente describe la corrección de Dios Padre: 

“Hijo mío, no tengas en poco la corrección del Señor, ni caigas de ánimo cuando seas reprendido por Él; porque el Señor corrige a quien ama, y a todo el que recibe por hijo, le azota. Soportad, pues, la corrección. Dios os trata como a hijos. ¿Hay hijo a quien su padre no corrija? Si quedáis fuera de la corrección, de la cual han participado todos, argumento sería de que erais bastardos y no legítimos” (Hebreos XII, 5-8).

Todo este pasaje es el más eficaz consuelo en las pruebas de la vida. Dice San Juan Crisóstomo: 

“No lleguemos a figurarnos que las aflicciones sean una prueba de que Dios nos ha abandonado y de que nos desprecia, pues son, al contrario, la señal más manifiesta de que Dios se ocupa de nosotros; porque nos purifica de nuestros vicios, y nos facilita los medios de merecer su gracia y protección”.

Hay un punto que debería servir de mucho consuelo a los justos, que sufren por los pecadores, y por los daños que estos le causan: saber que Dios quiere la enmienda del pecador.

Algunas sentencias de las Escrituras ejemplifican esta verdad: 

“Así desahogaré en ti mi ira… por haberme tú provocado a la ira… he echado tus obras sobre tu cabeza” (Ezequiel XVI, 42-43).

Y magníficamente lo describe el Salmo: 

“se ensoberbece el impío, y el pobre es vejado… el inicuo se jacta de sus antojos y blasfema despreciando a Dios… dice: ‘Dios no existe’ y sus caminos prosperan en todo el tiempo…” (Salmo X, 2-5).

Cuando Dios castiga a los pecadores busca principalmente su corrección y enmienda.

A las almas descarriadas les envía la tribulación, porque a través de ella son introducidas casi a la fuerza en la vida de la gracia, para incorporarlas después a la vida de la gloria: “Ve a lo largo de los caminos… y compele a entrar, para que se llene mi casa” (San Lucas XIV, 23), dice la Parábola del Gran Banquete.

La tribulación es la ejecución de ese mandato: “compele entrar”; es lo que obliga a entrar en la sala del Banquete a los que espontánea y voluntariamente no habían acudido.

El profeta Oseas muestra cómo una pecadora fue durísimamente castigada para obligarla a dejar sus viejos caminos: 

“Haré cesar toda su alegría, y sus fiestas… Devastaré sus viñas e higueras… que sus amantes le habían dado. La castigaré por los días en que quemaba incienso a otros dioses… y cuando adornándose se iba en pos de sus amantes y se olvidaba de Mí” (Oseas II, 11-13).

El hombre atribulado, pues, que conserva la fe, y a quien acusa su consciencia de haberse apartado de los caminos de Dios, debe recibir con mansedumbre, con paciencia, con gratitud, y hasta con alegría, el castigo que Dios le inflige.

Por eso, la tormenta apocalíptica tiene como primer objetivo la conversión del pecador: sacudir su letargo, apartar su mirada de sí mismo y de este mundo, y volverlo a Dios.

¡Qué prueba para los discípulos! Una tempestad de considerable violencia que hizo que estos pescadores muy experimentados se avergonzaran gravemente.

Llenos de sí mismos, vacíos de fe. Confiados en su humanidad, incrédulos de Dios. Miedo al fracaso, desamor por Dios y sus disposiciones. Su poca fe debía aún crecer.

¡Qué tremenda prueba para los hombres de los últimos tiempos! ¡Cuánta duda, vacilación, incertidumbre, perplejidad e inseguridad! ¡Qué desasosiego!

Miedo a morir y desaparecer para siempre; miedo a ser contagiado y padecer una enfermedad; miedo a ser excluido y olvidado; miedo al hambre y a la sed; miedo a la fatiga y al esfuerzo; miedo a la cárcel; miedo al vacío; miedo a la indiferencia y falta de amor.

Es la falta de fe en Dios. Todos estos miedos son manifestación de la apostasía: “Cuando el Hijo del Hombre venga, ¿hallará fe en la tierra?” (San Lucas XVIII, 8). El gran signo de los últimos tiempos.

Más vemos la escasez de la fe que su abundancia. Y de ahí las locuras que se están cometiendo. El pecador se empeña en no recurrir a Dios y prefiere caer en las sutiles trampas de la humana solución. Y la tribulación viene a demostrar que no hay humana solución.

“El que procurare conservar su vida, la perderá; y el que la pierda, la hallará” (San Lucas XVII, 33). Es un fracaso intentar lo que nadie puede realizar: salvarse por sus propios medios.

Quien se aferra y se complace y se arraiga en esta vida como si fuera la verdadera vida, ciertamente la perderá. No le quedará otra vida que esperar; ya tuvo lo suyo en ésta, como dijo Jesús al Epulón (a los ricos) (cf. San Lucas XVI, 25).

Quien tenga miedo de perder su vida terrenal se verá privado de la otra vida. En el infierno Dios dará a los pecadores lo que siempre han anhelado: una vida sin Dios.

Por eso Dios constantemente exhorta a la conversión, al regreso a Dios: “Convertíos cada cual de su mal camino y enmendad vuestra conducta, y no vayáis tras otros dioses dándoles culto, para que habitéis la tierra…” (Jeremías XXXV, 15). 

Pero como Israel no hizo caso les envió calamidades: “He aquí que haré venir sobre Judá y sobre los habitantes de Jerusalén todas las calamidades que les he anunciado; pues les he hablado, y no han escuchado; los he llamado, y no han respondido” (Jeremías XXXV, 17).

Animarse a padecer la tribulación, verla no como un castigo sino como un toque de amor. Amar la cruz y superar el miedo por amor a Jesús. Estar dispuestos a dar la vida a Dios por amor a Él. Darle incluso nuestra más mezquina gota de amor. El amor es la solución; echa fuera todo temor:

“En el amor no hay temor; al contrario, el amor perfecto echa fuera el temor, pues el temor supone castigo. El que teme no es perfecto en el amor” (1 Juan IV, 18).

Solo el amor nos protege en este mundo. Fuera del amor solo hay soledad y separación, lo cual es intolerable. Y fuera del amor todo – el mundo, la gente, Dios – causa miedo. Se teme perder el amor, ser rechazado, ser disminuido, ser dañado, ser perdido. 

El miedo produce la insoportable sensación de soledad y desamparo, que equivale a la aniquilación del ser, el regreso a la nada, y, en consecuencia, el corazón, todo el ser, se estremece.

Este estremecimiento hizo que los discípulos dejaran de remar y corrieran a refugiarse bajo cubierta, donde dormía Jesús. Es la primera y única vez que el Evangelio nos presenta a Jesús dormido: en un sueño plácido, profundo, completo.

Este sueño súbito y pleno de Jesús, a plena luz del día, y en medio del mar embravecido, fue un sueño voluntario: un verdadero sueño de recuperación fisiológica, ciertamente, ni falso, ni aparente, sino un sueño que había nacido no del agotamiento físico sino del mandato de la voluntad de Jesús a las potencias inferiores para que se relajaran en el sueño. 

Este imperio interior sobre las fuerzas de la propia naturaleza es un segundo milagro, igual al que calmó la tempestad. Ambos sirven para mostrar el dominio absoluto de Jesús sobre las leyes de la naturaleza. 

En el sueño, el hombre vuelve a las fuentes de la vida y de las fuerzas: el sueño de Jesús fue más bien la demostración de la posesión plena de las fuentes del ser y de la vida, que un descanso. Pero también fue un sueño de descanso intenso.

Este sueño fue la afirmación más poética y metafísica de la paz absoluta que une las secretas conexiones de su Persona con el Padre y el Espíritu Santo.

Pero los discípulos no entendieron: espantados, tenían en mente otra cosa. Mostraron que aún no sabían quien era Jesús; que aún no habían descendido al misterio de la grandeza de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad.

La fe de los Apóstoles estaba ahí, sin duda: por eso se animaron a despertar a Jesús: “Señor, sálvanos, que perecemos” (v. 25). 

Pero si hubiera sido una fe fuerte, una convicción inquebrantable de estar al lado de quien domina las fuerzas de la naturaleza no habrían gritado así.

Se habrían detenido a gozar de la posesión de la paz que Jesús se impuso a sí mismo, a las fuerzas íntegras y dóciles de su naturaleza inmaculada de Hijo del hombre. 

Tenían miedo; estaban muy ansiosos; no podían tampoco sostenerse sobre sus piernas; habían perdido todo control de la barca, y de ellos mismos, y todo respeto por Jesús, porque tenían poca fe. 

Atravesado por los destellos de la naturaleza el Evangelio de hoy nos enseña el deber de crecer en la fe y llegar a su perfección.

Del desmesurado e inmediato interés por uno mismo, que fue el caso de los discípulos, una fe imperfecta en la que sobresale el pánico y el miedo, aunque sean legítimos, hasta el elevarse al dominio de sí mismo a través del amor, el darse desinteresadamente a sí mismo a Dios sin importar la tribulación por la que se deba pasar.

La realización de este itinerario requiere la derrota del “yo”, y, más precisamente, su puesta a disposición al amor a Dios, por el que fuimos creados, y que nos contiene, nos gobierna, y nos acuna y está siempre junto a nosotros con ternura. 

La verdadera piedad, la fe auténtica, es la que se abandona al beneplácito divino: es decir, la que pide que el Reino de Dios habite en su corazón, que es la vida de la gracia, y la que pide que el Reino de Dios venga pronto al mundo – en la Parusía – para traer la tranquilidad del orden, que es la paz entre los hombres, y la salvación de las almas de toda maldad. 

Esta es entonces la gran fe, la fulgurante del amor de Dios, que nos hace sentar al lado de Jesús que duerme, y, sin embargo, dialoga con el Padre por nosotros y nos consuela en la certeza de que Él prevé para nosotros la mejor solución.

Amén.