sábado, 21 de mayo de 2022

Dom V post Pascha – 2022-05-22 – Santiago I, 22-27 – San Juan XVI, 23-30 – Padre Edgar Díaz

Jean François Millet - Oración de los Campesinos

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Oír la Palabra del Evangelio y no ajustarse a ella es prueba de que no se la ha recibido rectamente, “pues si uno oye la palabra y no la practica, ese tal es semejante a un hombre que mira en un espejo los rasgos de su rostro: se mira, y se aleja (del espejo), y al instante se olvida de cómo era” (Santiago I, 23-24).

Conviene entender bien todo lo que significa esta comparación. Cuando estamos frente al espejo, vemos nuestra imagen con extraordinario relieve, al punto que ella parece existir realmente detrás del cristal.

Y sin embargo, apenas nos retiramos, desaparece totalmente, sin dejar el menor rastro, como las aves de que habla el Libro de la Sabiduría no dejan huella alguna de su vuelo en el espacio. 

Es decir, pues, que necesitamos tener permanentemente la Palabra de Dios ante nuestros ojos y oídos, para que ella obre su virtud en nosotros (cf. Colosenses III, 16), pues si la olvidamos, nuestra miserable naturaleza vuelve automáticamente a hacernos pensar y sentir según la carne, llevándonos a obrar en consecuencia. Por eso Jesús nos dice que sólo seremos discípulos suyos y conoceremos la verdad, si sus palabras permanecen en nosotros (cf. San Juan VIII, 31).

Mas el que oye “atentamente la ley perfecta, la de la libertad, no como oyente olvidadizo, sino practicándola efectivamente, éste será bienaventurado en lo que hace” (Santiago I, 25). La Ley perfecta de la libertad es el Evangelio, cuya verdad nos hace obrar como libres: “y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” (San Juan VIII, 32).

Santa Paula, discípula de San Jerónimo, cuenta que en su tiempo (finales del Siglo IV), “el labriego conduciendo su arado cantaba el Aleluya; el segador sudando se recreaba con el canto de los salmos, y el vendimiador, manejando la corva podadora, cantaba algún fragmento de las poesías davídicas”.

Así memorizaban las Sagradas Escrituras, y así vivían en la verdad y en la caridad y en la libertad.

Jesucristo habló, y sus Palabras son la verdad que hace libres a los que las buscan y conservan. Sus Palabras nos libran del yugo de este mundo. Por eso, continúa Santiago, “la piedad pura e inmaculada ante Dios Padre es … preservarse de la contaminación del mundo” (Santiago I, 27). 

Preservarse de la contaminación del mundo no significa solamente abstenerse de tal o cual pecado concreto, sino vivir divorciado en espíritu del ambiente y modo de pensar que nos rodea. Es vivir como peregrino en “este siglo malo” (cf. Gálatas I, 4) con la mirada vuelta a lo celestial.

Con la mirada hacia lo de arriba, siempre. Precisamente Jesús reprochó la incredulidad de los judíos con estas duras palabras: “Vosotros sois de abajo; Yo soy de arriba. Vosotros sois de este mundo; Yo no soy de este mundo” (San Juan VIII, 23).

Este reproche se debe hacer también hoy a los que dicen ser católicos y solo lo son en apariencia. Estos son los que hacen a los justos una guerra intestina, la guerra más cruel que pueda haber, porque viene del interno mismo de la Iglesia.

Esta amonestación es como la síntesis de todos los reproches de Jesús a los falsos servidores de Dios de todos los tiempos: la religión es cosa esencialmente sobrenatural que requiere vivir con la mirada puesta en lo celestial, es decir, en el misterio, “sabiduría de Dios en misterio”, dice San Pablo, “porque el hombre natural no acepta las cosas del Espíritu de Dios, como que para él son una insensatez; ni las puede entender” (1 Corintios II, 7.14), y, por esa razón, los hombres se empeñan en hacer de la religión una cosa humana “convirtiendo—dice San Jerónimo—el Evangelio de Dios en evangelio del hombre”. 

Es lo que un célebre predicador alemán comentaba, según Straubinger: “El apostolado no consiste en demostrar que el Cristianismo es razonable sino paradójico. Sólo porque lo ha dicho un Dios, y no por la lógica, podemos creer que se oculta a los sabios lo que se revela a los pequeños (cf. San Mateo XI, 25), y que la parte de María sentada vale efectivamente más que la de Marta en movimiento (cf. San Lucas X, 38 ss.)”.

Por eso, aborrecible es el católico que hace del Evangelio una amalgama con el abominable lodo de este mundo. A través de él es que los errores y la corrupción de la doctrina siguen circulando como si fueran verdades irrefutables venidas de Nuestro Señor Jesucristo.

Fue ésta la lucha intestina que tuvo que sufrir San Pío X, cuando en su tiempo se oponía con todo arrojo a los errores que los enemigos de la Iglesia finalmente lograron implantar desde su interior. 

Precisamente por este combate, San Pío X fue acusado de promover la división, pero nada más falso que esto. Combatir los errores entre los católicos no es obra de división, sino de unión, porque busca congregar a todos en la misma Fe, busca la unión en la Verdadera Fe.

Dentro de la Iglesia hay quienes odiaban al Papa Pío X por su invencible firmeza contra los errores del tiempo: el liberalismo, el laicismo, el cientificismo racionalista … y contra la quinta columna modernista que, instalada en los propios medios católicos, se servía del púlpito, del confesonario, de la cátedra, y de la prensa religiosa, para diseminar veladamente la irreligión.

En el discurso de su canonización, el Papa Pío XII resaltó la tenaz lucha que San Pío X dio a la posición de odio que había en su contra: 

“Preocupado únicamente en guardar intacta la herencia de Dios para el rebaño que le estaba confiado, el gran Pontífice no mostró debilidad delante de nadie, y por mayor que fuese su dignidad, o autoridad, no tuvo vacilaciones ante las doctrinas seductoras pero falsas—en la Iglesia y fuera de ella—ni temor de recibir ofensas a su persona y a la pureza de sus intenciones”. 

“Tuvo conciencia clara de luchar por la causa más santa de Dios y de las almas. Literalmente, realizó el mandamiento de las palabras del Señor al Apóstol Pedro: Pero yo rogué por ti para que tu Fe no desfallezca, y tú, confirma a tus hermanos”.

Tomando esa posición terriblemente enérgica contra los errores del Modernismo, y los fautores de esos errores, muchos pretendieron hacer creer que San Pío X había pecado contra la caridad. Ésta fue una de las objeciones más esenciales contra su canonización: concebir que alguien tan combativo, tan intransigente, y tan severo sea declarado santo por la Iglesia.

Pero este razonamiento es falso, fruto de la crónica intoxicación de la falsa caridad que sufren tantos católicos mal formados, que concluyen erróneamente que señalar la existencia de errores entre los católicos es realizar una obra de desunión. 

San Pío X—es superfluo decirlo—no patrocinó calumnias, ni exageraciones, ni injusticias, sino que expresó el reiterado y formal deseo de lucha enérgica contra el Modernismo.

No por esto hizo una obra de división, ni fomentó la desunión. Por el contrario, fue precisamente ésta la razón por la que la Santa Iglesia, de manos del Papa Pío XII, lo proclamó santo, al afirmar que había luchado como “un gigante por la defensa de un tesoro inestimable: la unidad interna de la Iglesia en su fundamento íntimo, la Fe”.

Combatir los errores entre los católicos no es obra de división, sino de unión, porque busca congregar a todos en la misma Fe.

Por eso, quien toma represalias en contra de la denuncia del error lejos está de tener la actitud del verdadero católico que va “cantando a Dios con gratitud en el corazón, salmos, himnos y cánticos espirituales” como nos exhorta San Pablo, y como hacían los primeros cristianos, por “la Palabra de Cristo que habita en vosotros con opulencia” (Colosenses III, 16).

Los verdaderos católicos van “enseñándose y exhortándose unos a otros en toda sabiduría” (Colosenses III, 16), y la lucha en contra del error no presenta ningún peligro de ser mal entendida como una falta de caridad. Por el contrario, decir la verdad y andar en verdad, es verdadera caridad.

Por eso, “si alguno de vosotros está desprovisto de sabiduría, pídala a Dios, que a todos da liberalmente sin echarlo en cara, y le será dada” (Santiago I, 5), nos exhorta el Apóstol Santiago.

Recalcamos: Jesús nos dice que sólo seremos discípulos suyos y conoceremos la verdad, si sus palabras permanecen en nosotros (cf. San Juan VIII, 31). No desdeñemos, por eso, el maravilloso ofrecimiento que se nos hace gratuitamente, de ese divino don de la sabiduría, “con la cual nos vienen todos los bienes” (Sabiduría VII, 11).

Repitámosle a Dios sin cesar, con o sin palabras, la súplica de Salomón: “Dame aquella sabiduría que tiene su asiento junto a tu trono” (Sabiduría IX, 4). 

La Sabiduría que pedimos al Padre es el mismo Cristo, que es la Sabiduría del Padre, que se hizo carne (cf. Sabiduría VII, 26 ss.) y cuyo don espiritual nos enseña Él mismo a pedir en el Padrenuestro, al decir: “Danos cada día nuestro pan supersustancial” (cf. San Lucas XI, 3; San Mateo VI, 11). 

Sepamos bien que esta sabiduría es la que el mundo desprecia llamándola necedad; la que los fariseos pretenden poseer ya con su prudencia, sin necesidad de pedirla; y la que el Padre nos prodiga cuando nos hacemos como niños (cf. San Lucas X, 21).

¡Amén!

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¡Venga tu Reino, oh, Señor!

Sea tu Iglesia unida para el Reino tuyo. Líbrala de todo mal, consúmela en tu caridad, y de los cuatro vientos reúnela, santificada, en tu Reino, que para Ella preparaste, porque tuyo es el poder y la gloria en los siglos. 

¡Venga la gracia! 

¡Pase este mundo! 

¡Hosanna al Hijo de David! 

¡Acérquese el que sea santo! 

¡Arrepiéntanse y conviértase el que no lo sea! 

¡Ven Señor, no tardes! 

¡Amén!