jueves, 16 de junio de 2022

Corpus Christi – 2022-06-16 – 1 Corintios XI, 23-29 – San Juan VI, 56-59 – Padre Edgar Díaz

Jesús Eucaristía - Vicente Juan Macip (Juan de) Juanes (1523-1579)

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En España, hasta hace no mucho tiempo atrás, solían llamar al día de hoy uno de los tres Grandes Jueves, más relucientes que el sol: el Jueves Santo, al Jueves de la Ascensión, y el Jueves del Corpus Christi.

Pero lamentablemente hoy, tan Gran Día, tan Grande Fiesta, pasa como un día más, sin solemnizarse, ni festejarse, sin alabar y adorar a Dios como es debido, por la gran apostasía e impiedad en la que han caído todas las naciones del mundo, resultado del imperio de la Judeo-Masonería sobre el mundo, y de los gobiernos lacayos serviles que le siguen.

En este día glorioso de Corpus Christi se festeja solemnemente la Institución de la Santa Misa, como Sacrificio y Sacramento.

En el Jueves Santo, en la Cena del Señor, también se festeja la Institución de la Santa Misa, solo que de manera eclipsada y velada por el duelo, pues resultan ser las vísperas de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo. En el Jueves Santo, por esta razón, la alegría por la Santa Misa queda reprimida y relegada a otro momento. Y recién puede explotar exteriormente en el día de hoy, el Jueves del Corpus Christi.

En este Jueves, la Institución de la Santa Misa se festejaba con esa solemnidad y alegría y procesiones de antaño, que eran la admiración de un pueblo católico, como el de España, y que hoy lo ha dejado de ser, oficialmente hablando, como también todas las naciones, oficialmente hablando.

A partir del Vaticano II todas las otrora naciones Católicas sancionaron, política y religiosamente, la libertad de culto, con el pretexto de tener paz entre las religiones. Así, cualquier religión vale, y esto llevó sin lugar a duda a una apostasía general y universal, al obtener como resultado el alejamiento de la gente de la verdadera fe, la Católica, un rebelarse abiertamente en contra de Dios.

La Institución de la Santa Misa se festeja, entonces, el Jueves de Corpus Christi.

En la Santa Misa se confecciona la Eucaristía, que recibe también el nombre de Sacramento, y que no puede ser si no es Sacrificio.

La palabra Eucaristía significa acción de gracias, pero esas gracias deben ser dadas siempre y cuando sean por haber recibido el Sacramento como Sacrificio. De nada valdría dar gracias vagamente al estilo protestante tan solo por recordar la acción de Jesús en las Vísperas de su Pasión.

En la misa nueva de Pablo VI, en lenguas vernáculas, se habla de Eucaristía, pero, como dijimos, sin referencia al aspecto de Sacrificio, que Ésta debe tener, y, en consecuencia, termina siendo una vaga acción de gracias, como la de los protestantes.

En definitiva, la palabra Eucaristía pierde todo su peso y se diluye cuando es expresada en el contexto modernista y protestante de la iglesia conciliar.

La Epístola de hoy habla bien claro al respecto: “Anunciad la muerte del Señor” (1 Corintios XI, 26). Al celebrar la Santa Misa no nos pide el Señor que anunciemos su Pascua ni su Resurrección, sino el Sacrificio del Calvario, su Muerte en Cruz. Por lo tanto, una misa que se defina como el anuncio de la Pascua o la Resurrección del Señor es simplemente inválida.

Lógicamente, si Nuestro Señor murió, debía resucitar por fuerza, porque no iba a quedar muerto siendo Él Dios. Él es el Verbo Encarnado, el Hijo de Dios, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad.

Y por el hecho de ser el Verbo Encarnado es inmortal y glorioso; mas, en el momento de su muerte, reprimió sus prerrogativas para poder morir en la Cruz, y así redimirnos. El Hijo de Dios podría habernos redimido de mil otras maneras, pero eligió ésta. Era, en el fondo, el Misterio de la Cruz, el que más honraría a Dios, Padre Eterno.

Nuestro Señor podría haber venido a la tierra y no haber pasado por las entrañas purísimas de la Santísima Virgen María. Podría haberse encarnado, en gloria y majestad, como vendrá en la Segunda Venida, con todos los ángeles y santos. Podría haberlo hecho, pero no lo hizo, mas se reservó venir en gloria y majestad recién en su Parusía, su Segunda Venida. 

¿Por qué prefirió hacerlo así, encarnarse en el seno virginal de la Santísima Virgen María? Fue porque Nuestro Señor quiso experimentar el sufrimiento y la muerte; quiso ser, en definitiva, sacrificado.

Un sacrificio es la destrucción total de la víctima, es decir, es la pérdida de la vida. La vida la da solo Dios, y, por eso, Él es el Dueño Absoluto de la vida; solo Él tiene toda prerrogativa sobre la vida.

Es precisamente en la muerte, la pérdida de la vida, donde se pone de manifiesto el Dominio Absoluto de Dios sobre la vida. Es ésta la razón por la cual la Redención vino a ser a través de la Muerte en Cruz del Hijo de Dios. Era necesario que así fuera para que el dominio y potestad de Dios sobre la vida fuese reconocido por toda creatura. 

La muerte en Cruz de Nuestro Señor Jesucristo es como la Firma de Dios, la garantía que Dios nos ha dejado en este hecho el Verdadero Camino hacia Él. Ninguna otra religión proclama la muerte de su fundador, ni tampoco el envío del hijo como víctima. Entonces, en el Sacrificio de la Víctima, Jesucristo, se reconoce ese derecho y dominio absoluto de Dios sobre la vida, y sobre todo lo creado.

Nuestra respuesta a Dios, o la manera más perfecta de demostrarle a Dios el reconocimiento de su soberanía sobre la vida y sobre todo lo creado, es ofreciéndole una víctima. Al presentarle y ofrecerle una víctima, y Él, al aceptarla, queda implícita la inmolación, pues Dios es el dueño de la vida. En el Antiguo Testamento, mandó Dios a los hombres inmolar animales, toros y machos cabríos, para que pudieran expresar así su reconocimiento y adoración.

Ciertamente, la inmolación de estos animales servía como prefiguración del Sacrificio de Nuestro Señor en la Cruz. En un nivel más profundo de significación, servía también para prefigurar el Misterio de la Transubstanciación, que se realiza en la Santa Misa, la muerte Sacramental de Nuestro Señor.

Luego, Nuestro Señor nos manda a “anunciar su muerte” (1 Corintios XI, 26), pues es el Único Sacrificio que nos hace justos ante Dios, Sacrificio que se perpetúa en la Santa Misa. Luego, al celebrar la Santa Misa no estamos festejando su Pascua de Resurrección, sino su Muerte en Cruz.

Llamar a la Santa Misa el “Misterio Pascual” es literalmente tergiversar el significado de la Santa Misa, por otro concepto, que no tiene nada que ver con el concepto de sacrificio, inmolación y muerte, sacramentalmente producida en el altar, y física y realmente en el Calvario.

En la Santa Misa la muerte de Nuestro Señor Jesucristo es realmente y verdaderamente, pero no físicamente, sino sacramentalmente, por la doble consagración de la Sangre y del Cuerpo por separado, separación que acontece cuando una persona muere.

Es ésta la razón por la que debe haber en la Santa Misa doble consagración, es decir, la consagración del pan, por un lado, y la consagración del vino, por otro. No habría verdadero sacrificio si se hiciera solo una de esas consagraciones. Si solo se consagrara el pan, y no se quisiese consagrar el vino, entonces tampoco habría consagración del pan.

La razón por la que hay dos consagraciones separadas es para significar precisamente separación, es decir, Sacrificio, al estar la Sangre separada del Cuerpo. La consagración no solo produce el cambio de substancia del pan y del vino, sino también indica, por ser doble y separadas una de otra, separación del Cuerpo y Sangre de Nuestro Señor, es decir, el Sacrificio, es decir, su Muerte.

El Señor nos pide celebrar la Santa Misa hasta que Él vuelva, en su Segunda Venida, para “anunciar la muerte del Señor hasta que Él venga” (1 Corintios XI, 26). Dios así lo reveló, y habrá siempre por ahí perdida y oculta una Santa Misa Válida, celebrada por un verdadero sacerdote, un sacerdote válidamente ordenado.

Por eso, el Gran Tesoro de la Tradición de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana, es el de “guardar” el Testamento de Nuestro Señor, su Cuerpo y Sangre, sacrificialmente ofrecido por nosotros, la Santa Misa. 

La maquiavélica obra de Satanás, por el contrario, es precisamente destruir la obra de Dios poniendo obstáculos, y por eso se empeñó en suplantar el Testamento o la Herencia que Nuestro Señor nos dejó, la Santa Misa, con una misa nueva, y una liturgia nueva. Dio inicio así a otra iglesia, y otra religión, la nueva iglesia conciliar, que es una iglesia sin Sacrificio sin el Testamento de Nuestro Señor, la Verdadera Santa Misa.

Satanás penetró dentro de la Iglesia, e hizo que los hombres de Iglesia apostaten. Y con ellos, que apostate el pueblo católico, y el mundo. Solamente un pequeño rebaño reducido a su mínima expresión mantiene y mantendrá ese fuego de la verdadera Santa Misa hasta que Él venga, por pura misericordia, y esto es lo que todos aquellos que queremos guardar la tradición sacrosanta e infalible de la Iglesia tratamos de hacer.

La tradición de la Iglesia no es tradición de hombres sino divina, de Nuestro Señor y de sus Apóstoles. Por eso, la Iglesia es esencialmente tradición, tradicional, y es lo que se expresa en una de sus notas, al decir que es Apostólica.

La nueva iglesia post-conciliar, en cambio, no es Apostólica, y por eso no es la verdadera Iglesia. Ha surgido a partir de un cisma, una ruptura con la tradición. Esto es ya suficiente y no haría falta hablar de las herejías que introdujeron.

La misma indefectibilidad de la Iglesia es lo que nos debería llevar a entender bien este problema, y la indefectibilidad de la Iglesia se ve irradiada en la infalibilidad del Papa.

Por esa razón, quien enseña el error no puede ser considerado Papa, y la iglesia que enseña errores, por no decir herejías, es una iglesia en ruptura con la tradición, y, por su propio peso, no es la iglesia de Cristo, sino simplemente la iglesia del anti-cristo, la sinagoga de Satanás.

La Santa Misa es el corazón de la Religión Católica, muestra el amor infinito de Nuestro Señor por nosotros. El Hijo de Dios, como Hombre, ofreció lo máximo que podía, su vida, abriendo los brazos en Cruz. Humanamente no puede haber mayor manifestación de amor. Éste es el gran misterio que la Iglesia quiere que festejemos hoy.

Que esta Fiesta nos sirva para saber valorar la Santa Misa y aprovecharnos de Ella. No perdamos la fe en el Misterio de la Fe, como la han perdido los que hoy en inmensa mayoría se siguen llamando católicos, por ignorancia, o por conveniencia.

La verdadera fe, ¿dónde está?

El último reducto de la fe está en aquellos que guardan la sacrosanta tradición.

Pidamos a la Santísima Virgen María, que nos ayude a conservar esta fe en su divino Hijo, que murió en la Cruz por todos nosotros para redimirnos. Amén.