sábado, 18 de junio de 2022

Dom II post Pentecost – 2022-06-19 – 1 Juan III, 13-18 – San Lucas XIV, 16-23 – Padre Edgar Díaz


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Este Domingo Segundo después de Pentecostés nos presenta la Parábola del Gran Banquete de un Gran Amo. 

El que convida es el Padre Celestial, el Gran Banquete es figura del Reino de Dios, y el servidor, o criado, es Jesús, que es enviado por su amo finalmente, después de haber sido rechazado por los primeros invitados, a todos los pobres, lisiados, ciegos y cojos.

En el más riguroso plano de interpretación se ve retratada en esta parábola el rechazo de Israel que por no aceptar la invitación son reemplazados por los pueblos paganos.

Jesús, el Siervo de Yahvé (cf. Isaías XLII, 1ss) es admirablemente descrito como tal y muestra que venía a la hora del festín, es decir, cuando todo estaba dispuesto para el cumplimiento de las profecías.

Pero bien sabía Él que lo iban a rechazar con excusas, y por eso el Padre le envía a invitar a un pueblo nuevo: “Yo os digo, ninguno de aquellos que fueron invitados gozará de mi festín” (San Lucas XIV, 24).

Pero las parábolas fueron dichas también para nuestro beneficio espiritual, para significarnos una realidad sobrenatural que nos resultaría muy difícil de entender por la pesadez de nuestra mente.

Son comparaciones tomadas de la vida real, de las que Dios se sirve para elevarnos a sus cosas y a sus misterios.

En la parábola los invitados se excusan: que por un campo, que por una yunta de bueyes, que por haberse casado recientemente. Las excusas son verdaderas y tal vez comprensibles, y, sin embargo, no fueron aceptadas por el Amo quien se llenó de ira por este rechazo.

En el orden trascendental de Dios, nuestro Fin Último y nuestra Bienaventuranza Eterna, ante tan grande invitación, no vale ninguna excusa. ¿Cómo es posible excusarse cuando Quien invita es Dios?

Mientras que por un lado nos muestra la parábola la trascendentalidad de Dios, la Primacía Absoluta de Dios como Fin Último y Beatitud Eterna, que invita a todo hombre a ser parte de su felicidad, por otro, nos muestra además la indigencia de los hombres, totalmente incapaces de dar una respuesta positiva a una tan grande invitación.

En su vida Jesús dio a entender esta pobrísima realidad del hombre: “Jesús no se fiaba de ellos, porque a todos los conocía” (San Juan II, 24).

Las excusas dadas en la parábola demuestran esta durísima realidad humana, que amamos más las cosas temporales que las celestiales, que estamos dominados más por los bienes terrenos, que por los del espíritu. ¡Amamos más todo aquello que es nada y desaparece que a Dios!

Esta tremenda tragedia de la humanidad es el resultado directo del Pecado Original, que si bien para un cristiano es borrado con el Bautismo, las secuelas de la herida quedan y le marcan, hasta el último momento de su vida.

Incluso el hombre que está en permanente estado de gracia sigue estando naturalmente entregado a su propia inclinación depravada que le lleva a olvidar a Dios a cada paso de su vida.

A esto habría que añadir que está también rodeado por el mundo, enemigo mortal de Dios. ¡Qué problema el quedar embelesado por este mundo, sabiendo que estaríamos del lado de los enemigos de Dios, y que nos perderíamos un mundo mejor! 

Y que está constantemente expuesto a la influencia del Maligno, que lo engaña, y le mueve al mal con apariencia de bien, el misterio de iniquidad, que tan bien explica San Pablo (cf. 2 Tesalonicenses II, 6).

Es por eso por lo que un saludable conocimiento de sí mismo es el de temer hasta de uno mismo, tener desconfianza en sí mismo, y de los demás, pues somos incapaces por nosotros mismos de poner primero a Dios en todo, lo que muestra los abismos de ceguera e iniquidad de nuestra realidad.

Pero además, la parábola nos lleva a considerar una realidad más dura aún que la que acabamos de describir. 

No solo indica que debemos amar a Dios por sobre todas las cosas, como Fin Último y Bienaventuranza Eterna, y no rechazarle nada de lo que Él pida, sino que no debemos considerarlo como si fuera un ser humano, por no decir también, una cosa.

Amamos a Dios como si Dios fuera uno más entre las personas; como si Dios fuera una de las tantas cosas que amamos, y esto es un drama.

El drama que aquí se presenta es el de no amarlo como a Dios, siendo que Él es la Beatitud Eterna, y el Último Fin en el cual está depositada toda nuestra eterna felicidad. ¡No le debemos a Dios cualquier amor, sino amor absoluto de Dios!

La parábola nos enseña, entonces, a amar a Dios con amor absoluto de Dios, por sobre todas las cosas, que es lo que nos manda precisamente el Primer Mandamiento.

El afán por los bienes materiales y por los placeres de la vida ahoga a la inmensa mayoría, y les cierra el camino a la Bienaventuranza Eterna.

Se podría usar de todo lo que Dios nos da con moderación, y esto debería ser el distintivo del cristiano. Pero lamentablemente no ocurre así, y es muy probable que “ninguno de aquellos hombres que fueron convidados probará mi cena” (San Lucas XIV, 24).

El hombre sigue viviendo enredado en sus mil quehaceres. La solicitud terrena le lleva a desordenarse con respecto a Dios.

Solo Dios es Fin; y Último. Las creaturas son tan solo medios para llegar a Dios. El campo, los bueyes, el matrimonio sirven para ayudar al hombre a elevarse a Dios. Si no fuera así, nada de eso serviría pues no habría alcanzado su objetivo.

Si nuestros actos no están dirigidos o encaminados según ese amor absoluto de Dios como Beatitud Eterna entonces la vida espiritual del cristiano, la religión y la piedad, están descentradas.

¿Qué tendría el hombre que hacer pues para salvarse? La lucha es constante. Todos necesitamos el Bautismo, y a partir de ahí, renovarnos constantemente en el espíritu por el contacto con la Divina Persona del único Salvador, Jesús, mediante el don que Él nos hace de su Palabra y de su Cuerpo y su Sangre redentora.

De ahí la necesidad constante de vigilar y orar para no entrar en la tentación, pues apenas entrados, somos vencidos. ¿Quién se atreve a bajar los brazos? ¿Quién se atreve a decir a Dios que no va a luchar por salvar su vida? Ante Dios no hay excusa que valga, nos dice la parábola hoy.

La Gran Esperanza de la Iglesia es la Segunda Venida de Nuestro Señor Jesucristo. Mientras tanto llegue ese momento, y hasta que Él vuelva, habrá invitación, porque habrá Santa Misa, como nos prometió, para que por su medio podamos obtener la salvación.

Los momentos previos a tan Glorioso Evento, la Segunda Venida de Nuestro Señor Jesucristo, podrían ser vistos o entendidos como negativos, pero lo negativo que tienen es como lo negativo que tienen los mismos dolores de parto: cuando nace el bebé hay ya una gran alegría.

Las Sagradas Escrituras comparan todo el tiempo inmediatamente previo a la Segunda Venida de Nuestro Señor Jesucristo con los dolores de parto. 

El parto es de la Iglesia, y, para pasar ese aprieto, es necesario mucha contemplación, oración y reflexión, para no caer en tentación, es necesario no bajar los brazos, y aceptar constantemente la invitación a la lucha.

Y cuando venga, “vendrá a juzgar a vivos y muertos”, nos asegura el Credo. Pidamos que sea pronto, como nos dice el Papa Pío XII: “Apresurad, amabilísimo Salvador, el deseado advenimiento de vuestro reino en la tierra”.

¡Que estas precisiones ayuden a nutrir al alma, y nos lleven a la contemplación de Dios, y a desearlo, en la beatifica y eterna bienaventuranza que es Él en su propia esencia, Uno y Trino!

¡Que la Santísima Virgen María nos ayude a meditar y a conservar todas estas cosas para la mayor gloria de Dios y para la salvación de nuestras pobres y miserables almas!

Amén.