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Este escrito está tomado casi íntegramente de un sermón del padre Basilio Méramo, a quien le agradezco. La razón por la que transcribo aquí los pensamientos del padre Basilio es por el relieve que el padre da a un tema tan trascendente como es la relación entre el Sagrado Corazón y el Reino de Cristo en la tierra a partir de su Parusía, verdad de fe que raramente es tratada por hombres de Iglesia.
La hermosísima Fiesta del Sagrado Corazón de Jesús, Viernes después del Segundo Domingo después de Pentecostés, o como se llamaba antes, Domingo dentro de la Infraoctava de Corpus Christi, debería entenderse como una continuación de la Fiesta del Corpus Christi, dado que el corazón es fisiológicamente hablando una parte del cuerpo humano.
Bien podemos decir que es una prolongación, en ese sentido, por todo lo que significa y representa el corazón, no tanto como el órgano de la vida, sino como el símbolo del amor.
Y el amor es el amor de la Persona de Nuestro Señor Jesucristo, no una persona humana sino Divina, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, que le da el ser filial a una naturaleza racional humana completa y perfecta, donde obviamente reside su Corazón que ama con amor sobrenatural.
El Evangelio nos habla claramente del amor de Nuestro Señor, de su máximo momento, el de la Crucifixión. Fue en la Santa Cruz en donde se sublimó y se manifestó para todos, el amor del Sagrado Corazón, porque Nuestro Señor murió por amor a todos los hombres.
Por eso, la redención es universal, aunque la salvación sea individual, pues depende de nuestra libertad, la cual debe corresponder justamente con ese amor que Nuestro Señor nos prodigó desde la Cruz.
La devoción al Sagrado Corazón, como cualquier otra devoción, no debe estar guiada por una espiritualidad sentimentalista, que en el fondo es una falsa espiritualidad. Y de esto debemos cuidarnos mucho, para no caer en el error.
El amor que le debemos a Nuestro Señor Jesucristo, sobre todo por la Redención que nos alcanzó, debe proceder de la voluntad, y ser manifestado con obras concretas, y no meramente sentimientos. Los sentimientos deben ser buenos y sublimes, es cierto, pero las resoluciones que provienen de una voluntad resuelta a dar todo por Jesús están muy por encima de los sentimientos. De este sentimentalismo que se queda anclado en sí mismo debemos cuidarnos mucho.
No hacer del amor que procede de la voluntad un sentimentalismo. El sentimiento depende de la voluntad, pero la voluntad no depende de los sentidos, está por encima de ellos. La voluntad es muy superior a los sentimientos. Por eso, no rebajar la voluntad al mero nivel de los sentimientos, que hoy están, mañana no.
La voluntad de Nuestro Señor era firme. Dispuesto a rescatarnos por amor a nosotros y a la voluntad del Padre Eterno. Su amor le llevó a su muerte en Cruz. Quiso inmolarse, como Hombre, ante el Padre Eterno, reconociendo así el dominio absoluto de Dios sobre toda criatura.
Su inmolación en la Cruz es la máxima expresión de su amor. Podría habernos rescatado sin morir en la Cruz; pero ese era el camino más excelso, para mostrar su amor como Hombre. Amor tanto hacia el cielo como hacia la tierra. Hacia Dios, la Santísima Trinidad, y hacia la tierra, hacia todos los hombres. Ciertamente, su Sacrificio en la Cruz fue humanamente hablando muy doloroso e ignominioso. Fue una Inmolación que debe de ser el paradigma de nuestra inmolación.
Por esta razón, nuestra devoción no debe ser sentimentalista. El Sacrificio de Cristo fue algo que costó mucho dolor. Eran los reos que morían así, los de la peor calaña. Nuestro Señor eligió ese camino arduo y duro para manifestar su amor por nosotros, para que de ese modo nosotros le correspondamos.
Nuestro Señor muere en la Cruz como Rey de los Judíos. Su muerte, además de Deicidio, fue Regicidio. Fue la muerte de Dios como Rey, bajo el Título de Rey. No solamente como Dios encarnado, porque no fue Dios quien muere sino el Hombre, sino como Naturaleza Humana de Dios real, es decir, la de un Rey.
Todas las Escrituras hablan del Reino Mesiánico, tanto el Antiguo Testamento, como el Nuevo Testamento. Es porque Nuestro Señor es Hombre que puede darse en Él la reyecía, o realeza. Es decir, es Rey sobre todo como Hombre, en esta, y sobre esta tierra, y desde esta tierra a todo el universo creado.
Esto es un Dogma de Fe. No es, por lo tanto, una cuestión que deba debatirse primeramente y solo en el campo de la interpretación exegética. Es, ante todo, una problemática de Fe.
Se podrá debatir sobre los diversos sentidos que la exégesis descubre en las Sagradas Escrituras sobre su reyecía, si es en sentido literal, o en sentido espiritual o alegórico, y demás. O, si es Rey solo en los corazones de los fieles, o realmente, como lo expresa el milenarismo. Pero todos estos debates son a posteriori.
Se debe partir, en consecuencia, de la base firme de que Nuestro Señor es Rey, y la falla de la Patrística de los primeros siglos, los milenaristas patrísticos en su conjunto, fue no presentar esta verdad, a saber, que Cristo es Rey, como un Dogma de Fe. No expusieron la explicación milenarista patrística, que es la que explica, o más se ajusta, con sus diferencias y matices, a este Dogma de Fe.
Por lo tanto, dado que Nuestro Señor es Rey, y vendrá en su Parusía a instaurar y a ejercer su reyecía en el período de la Iglesia denominado milenarismo, quien no lo crea así, no podría decirse católico.
La actitud anti-apocalíptica y/o anti-milenarista rechaza, entonces, este Dogma de Fe de la Iglesia. Concurren muy afanosos en sostener que el demonio es el príncipe de este mundo, que en realidad lo es por el momento, en el sentido de que Dios permite que domine sobre el mundo, pero cuando se trata de decir que Cristo es Rey de este mundo, y que en la Parusía vendrá a reinar sobre la tierra y el universo entero con todas las de la ley, allí se repliegan.
El demonio puede ser el príncipe de este mundo; pero, ¿Cristo? Cristo, jamás; dicen muy afanosos. Podrá ser Rey allá en el cielo, y en los corazones; pero jamás será Rey sobre la tierra.
Esta mantenida posición dentro de la Iglesia es una flagrante contradicción que ha permeado a los hombres de todos los siglos, prácticamente, con excepción, tal vez, de los primeros cuatro o cinco siglos de la Iglesia primitiva. Precisamente fue en estos primeros siglos en los que se cometió el error de no delinear con precisión el Dogma. Por ese error, hoy la estamos pagando bien caro.
Precisamente la apostasía general que impera consiste en reconocer más al reino del demonio sobre esta tierra que el de Cristo Rey. Y Nuestro Señor fue bien claro al responder a Pilato: “Mi reino no es de este mundo—nunc autem” (San Juan XVIII, 36). Esta expresión latina raramente es traducida bien, si es que es traducida en lenguas vernáculas. “Por ahora” no es de este mundo.
No es de aquí “por ahora”; “por el momento”. No que no lo fuera, sino que por ahora su Reino no sería ejercido en su plenitud, porque evidentemente iba a morir en la Cruz, y Satanás iba a enseñorearse de este mundo. Pero volvería a ajustar cuentas, en su Parusía.
En el Credo declaramos enfáticamente que “vendrá a juzgar a vivos y muertos”. Se hace la distinción entre vivos y muertos, lo cual implica, que algunos seguirán vivos a partir de su venida, de lo contrario, no tendría sentido esta distinción. El juzgar sobre vivos es precisamente reinar sobre la tierra. Si no lo entendemos así, ¿será que el Credo se equivocó?
En el Padre Nuestro pedimos que “venga el Reino de Dios”. ¿Qué es lo que en realidad estamos pidiendo? ¿Qué nosotros vayamos al cielo pues su reino está allí? ¿O que su reino realmente “venga” a esta tierra? No tendría sentido esta petición si realmente no fuera que estamos pidiendo que su reino se despliegue sobre esta tierra. De lo contrario, Jesús nos habría mandado pedir: “Llévanos a tu reino allá en el cielo” en vez de “venga tu Reino”.
Es más, ¿acaso no pedimos también en el Padre Nuestro que se haga la voluntad de Dios en la tierra como en el cielo? ¿Qué es esto sino que la voluntad de Dios se va a realizar plenamente en la tierra cuando venga Nuestro Señor a reinar así como ahora esa voluntad se ejerce plenamente en el cielo?
Y si el Reino es la Iglesia, como algunos mantienen, entonces, ¿para qué pedimos que venga, si la Iglesia ya está acá? El Reino aún no ha venido en su plenitud; la Iglesia es solo la incoación de ese Reino que se tendrá pleno recién en su Parusía. No habrá “triunfo” de la Iglesia antes de la Parusía. Hoy la Iglesia no triunfa, y eso es más que evidente.
Tampoco el “Reino de la Iglesia” se ha extendido por toda la tierra. En la India reinan las vacas; en la China reina Confucio; entre los protestantes reina Lutero, y hoy ni siquiera dentro de la estructura de lo que se dice la Iglesia Católica en el Vaticano reina Cristo pues la jerarquía se protestantizó y se judaizó, convirtiéndose en otra iglesia.
Al fin “mi Inmaculado Corazón triunfará”, dice la Santísima Virgen. Es el triunfo de los Sagrados Corazones, y es el triunfo de Cristo Rey, por eso, ambas devociones son complementarias, la Fiesta de Cristo rey, y la Fiesta del Sagrado Corazón de Jesús.
Por encima de todo, hay que afirmar el Reino de Cristo en esta tierra. Un Rey exige súbditos, y esos súbditos estamos y estaremos en la tierra, no en el cielo. Su Reino no es solamente en el cielo, porque Nuestro Señor se encarnó en la tierra; se hizo Hombre en la tierra; y como Hombre, se hizo Rey de la tierra al encarnarse.
En la Ascensión a los cielos, Nuestro Señor fue glorificado como Hombre, como Rey, por Dios Padre. Su humanidad gloriosa fue reconocida en el cielo, después de la Resurrección y de la Ascensión a la derecha del Padre.
En la crucifixión no le rompieron los huesos (cf. San Juan XIX, 36) sino que tan solo traspasaron su costado (cf. San Juan XIX, 34) para que pudieran reconocerlo cuando viniera en su Parusía: “verán al que traspasaron” (San Juan XIX, 37). Es decir, los mismos que lo “traspasaron” lo verán; es decir, estos mismos que hoy están muertos van a resucitar, para poder verlo cuando venga, para que se pueda verificar este versículo: “Pondrán sus ojos en Mí, a quien traspasaron” (Zacarías XII, 10); y “le verán todos los ojos, y aún los que le traspasaron” (Apocalipsis I, 7).
A los católicos, en su gran mayoría, le ha pasado con las Escrituras lo que al judaísmo. No entendieron lo esencial, o el hilo conductor de toda la Revelación de Dios. Así acabó en el Deicidio-Regicidio, mientras que para los católicos, acabó en el Deicidio apostático que estamos viviendo. Porque con las Escrituras en las manos pasa peor que lo que les ocurrió a los judíos, no se las entiende, y se termina persiguiendo la verdad.
De ahí se desprende el gran desconocimiento que hay sobre el Apocalipsis, que lleva a la ceguera de la recta comprensión de la realidad. Esta ceguera no deja de ser, para quien la sufre, y para quien sufre sus consecuencias, un justo castigo de Dios, por no esforzarse en bien entender las Sagradas Escrituras, porque todas ellas hablan del Reino Mesiánico. Los hechos demuestran este castigo.
El Dogma de Fe es lo que fundamenta. Las interpretaciones sobre el Reino se deben basar sobre la verdad expresada en el Dogma, y serían una más entre las diferentes vertientes del milenarismo patrístico. Pero el Dogma de Fe es lo que lo fundamenta. Con explicación, o sin explicación, sigue siendo Dogma de Fe. La cuestión anti-apocalíptica y anti-milenarista es, entonces, herética, objetivamente hablando.
El Sagrado Corazón de Jesús es esa expresión del amor de Cristo Rey como Hombre, y su Reino es la Iglesia, pero en su plenitud, en el milenarismo, un solo rebaño bajo un solo Pastor. No la iglesia entendida como quiere el Vaticano II, con falso ecumenismo, con mezcla de falsas religiones, con la falacia de la libertad religiosa, que son todas invenciones satánicas, sutilmente introducidas, y eruditamente dosificadas por la jerarquía.
Satanás entendió bien esta cuestión. Desde el primer día la entendió bien, y, por eso, desde el primer día San Juan fue combatido aguerridamente, porque San Juan era la expresión del discípulo del amor, y del Sagrado Corazón. Por eso desde los primeros siglos el Apocalipsis fue desechado y puesto en duda.
¿Por qué será que hay tan pocos comentarios al Apocalipsis entre los Padres de la Iglesia? Porque los herejes de entonces, que negaban la divinidad de Cristo como Cerintio, Cayo, y otros, veían en el Apocalipsis el refrendo de la Divinidad de Cristo Rey, y eso les molestaba. Por esta razón era necesario desacreditar a San Juan y a su Apocalipsis.
Después de mucho tiempo fue definitivamente aceptado en la Iglesia por Decreto del Papa Dámaso I, en el año 382, confirmado luego por el Sínodo de Hipona (393), el Concilio de Cartago (397), el Concilio de Cartago (419), el Concilio de Florencia (1442), y finalmente por el Concilio de Trento (1546).
Vemos cuán trascendente es el tema, pues fue atacado desde los mismos comienzos de la Iglesia. Prácticamente nadie en la Edad Media se dedicó al tema de Cristo Rey sobre la tierra durante el milenarismo, y más bien se tendió a espiritualizar y alegorizar. Esa es la realidad con la que nos encontramos hoy al respecto: que un tema tan trascendental que da sentido a todas las Escrituras se haya dejado en el olvido.
Tenemos obligación de reparar. Que estas reflexiones ayuden realmente a reparar y a perseverar, porque los errores y las herejías se ciernen velozmente sobre nuestras inteligencias.
El Reino de Cristo en la tierra se presenta hoy en medio de esta gran lucha: la del reino del anticristo que le hace feroz contra. Y la lucha es aquí en la tierra, en las inteligencias y en los corazones humanos.
Aunque la disputa comenzó en allá en los aires, o en los cielos, con la primera apostasía angélica, la envidia surgida a partir del conocimiento o revelación que tuvieron los ángeles de que la Encarnación sería en una naturaleza humana y no angélica.
La presión que hay por el tema apocalíptico y parusíaco y milenarista es terrible. Por eso, se debe dar vueltas al argumento y decir que quien no afirme y garantice que Cristo es Rey en esta y sobre esta tierra es hereje.
Esto debería servir entonces para consolidarnos en la fe en el Reino de Nuestro Señor. Este Reino ciertamente ha comenzado con la Iglesia, pero necesita llegar a su plenitud. Esa es la gran promesa: un solo rebaño, un solo y único Pastor, Cristo Rey. Es lo que dicen los Salmos y los Profetas.
Que estas verdades nos hagan acrecentar nuestro amor a Cristo Rey, y que la Santísima Virgen María nos ayude a meditar y a guardar en nuestros corazones todas estas cosas que a Ella también le nutrían su santísima alma.
Amén.