sábado, 25 de junio de 2022

Dom III post Pentecost – 2022-06-26 – 1 Pedro V, 6-11 – San Lucas XV, 1-10 – Padre Edgar Díaz


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Es el tercer Domingo después de Pentecostés. El viernes pasado fue la Gran Fiesta del Sagrado Corazón de Nuestro Señor Jesucristo, la Fiesta del amor de Nuestro Señor, y el Evangelio de hoy está en íntima consonancia con esa Fiesta, pues prácticamente presenta el mismo tema: el amor misericordioso de Dios.

En las Parábolas que Nuestro Señor le dirige a los Fariseos y a los Escribas vemos claramente que todos necesitamos de la misericordia de Dios, pues va “en busca de la oveja perdida” y “barre la casa y busca cuidadosamente hasta hallar la dracma perdida” (San Lucas XV, 4.8).

El amor misericordioso de Dios es un amor infinito que es propio de la esencia divina. Adquiere su máxima verdad en Dios Padre, y en Jesús, que es igual a Él.

Para nosotros poder entender algo del amor misericordioso de Dios necesitamos compararlo con el amor humano. Mientras el amor de los hombres se mueve atraído por algún aspecto bueno de las criaturas, como la belleza, la bondad, las virtudes, y demás, el amor de Dios no puede fundarse en ninguna excelencia peculiar del hombre caído y miserable, y solo puede explicarse precisamente por su carácter misericordioso que se complace en inclinarse sobre la miseria.

Difícilmente el hombre apegado a lo material pueda entender este amor. Pero para el que tiene presente su insondable miseria propia y la de toda la humanidad caída no hay nada más agradable que convencerse seriamente del amor de Dios, infinita Santidad y Sabiduría.

Al amor misericordioso de Dios solo puede entenderlo quien esté familiarizado con esas preferencias desconcertantes que Jesús manifestó en favor de los miserables, de los pecadores, de los publicanos, de Zaqueo, del ladrón, de la Magdalena sobre la cual hizo la asombrosa revelación de que “ama menos aquel a quien menos se le perdona”.

La misma Santísima Virgen es ejemplo para enseñarnos cómo se puede unir la más baja opinión de sí mismo—“ha visto la nada de su sierva”—con el más alto aprecio del don de Dios.

La grandeza del amor de Dios, que sobrepuja a todo amor creado, consiste en ser misericordioso, es decir, en no fijarse sobre un objeto amable, sino en hacerlo amable por su amor, y el hombre está llamado a imitarlo.

Dios hace amable lo que ama. Y lo que amamos los hombres es porque Dios lo amó primero y lo hizo amable. Nadie se movería a remediar las indigencias ajenas si no fuera que Dios las cubrió primero con su amor de misericordia. A nadie se le ocurriría por sí mismo amar lo despreciable, a menos que Dios se lo pidiera.

Nada podemos tener, dice San Juan el Bautista, que no nos sea dado del cielo (cf. San Juan III, 27). Aún cuando se trata de María Santísima Inmaculada, vemos que el Ángel no le elogia nada propio de Ella, sino que la llama “la llena de gracia”, y le repite que ha hallado gracia a los ojos de Dios (cf. San Lucas I, 28-30).

Y Ella, no obstante reconocer que ha sido objeto de grandeza (cf. San Lucas I, 49), se llama esclava y reconoce ser nada (cf. San Lucas I, 38.48), y solo explica su elección por esa característica contradictoria, que algunos santos osaban llamar “el mal gusto de Dios”, según el cual Él se complace en escoger a los más vacíos, levantando a los bajos y rebajando a los altos.

La Iglesia tiene a este respecto definiciones capitales para dejar bien sentada la doctrina paulina según la cual aún el amar a Dios es un don de Dios. No podríamos amarlo, al menos que, Él nos amara primero. Él, que nos ama sin ser amado por nosotros, nos da el don de amarlo: ¡Mayor Misericordia que ésta no puede haber! No pudiendo nosotros agradarle, fuimos amados para ser hechos agradables: “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones mediante el Espíritu Santo” (Romanos V, 5).

Este amor de misericordia de Dios, el cual tendríamos nosotros que imitarle, es la única razón que tendríamos para amar incluso hasta los enemigos, como nos manda Nuestro Señor. Es la única razón por la que nos moveríamos a desearle y a hacerle efectivamente el bien a aquellos que nos pagan con el mal. Solo así podríamos nosotros salir a “buscar la perdida” y a “barrer toda la casa cuidadosamente hasta hallarla” (San Lucas XV, 4.8), cosa que normalmente no hacemos.

Seamos sinceros y honestos: ¡Nosotros No buscamos la oveja perdida! Preferimos que se pierda. ¡No barremos la casa hasta encontrar la moneda perdida! Preferimos no encontrarla antes que gozar de ella. No amamos con el amor misericordioso de Dios, y así perdemos una oportunidad de ser como Dios. Somos, lamentablemente, intrínsecamente perversos.

De tal manera se enamora Dios de cada persona que esto resulta un misterio. En el magnífico prólogo de su Evangelio, San Juan nos explica que el Verbo de Dios, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, “era la Luz verdadera, que ilumina a todo hombre al venir a este mundo” (Erat lux vera quæ illuminat omnem hominem venientem in hunc mundum) (En to phos to alethinon ho photizei panta anthropon erjomenon eis ton kosmon) (San Juan I, 9).

Es clara la misericordia de Dios: panta anthropon, omnem hominem. Absolutamente a todos da oportunidad (en algún momento de su vida) al darle Luz que lo ilumine y pueda con su primer acto de libertad elegir a Dios. Dios se conmueve de la indigencia con la que el hombre viene a este mundo, según nos enseña Santo Tomás de Aquino en la Suma, en De Veritate, en De Malo, y en el Libro de las Sentencias.

De tal manera se enamora Dios de nosotros que resulta un misterio, pues no podría conciliarse el ver que Dios se mueva a amar la actual indigencia esencial del hombre (el hombre viejo de San Pablo), solo por la perfección futura que podría alcanzar (el hombre nuevo)—si resulta fiel a la gracia—en su unión con el Fin Último, Dios. Dios se mueve a amarnos hoy por la belleza que seremos en el futuro.

Mas de nuestra parte no deberíamos ser obstáculo sino ayuda en esta magnífica transformación que Dios obra en todo hombre. Dios prodiga su amor a todos en el estado actual en el que se encuentren, sean amigos o enemigos de Él. El sol sale también para ese execrable pecador que nos ha hecho tanto mal. No le niega Dios su Providencia a nadie, contrariamente a como hacemos nosotros cuando tomamos represalias en contra de nuestros enemigos.

Es éste uno de los misterios mil veces admirables del corazón generoso de Dios, del Sagrado Corazón de Jesús, del Inmaculado Corazón de María, que sabiendo lo que hemos de ser en el futuro, “nos ama, no tal cual somos por nuestros méritos, sino tal como llegaremos a ser por don Suyo”, nos dice San Próspero, discípulo de San Agustín (puede consultarse al respecto Denzinger, 185).

Es ésta la razón por la que debemos esforzarnos en buscar reconciliación con el enemigo, y así poder imitar el amor de Dios. Para poder escuchar y entender la dicha inefable de este lenguaje, hay que grabar para siempre en el alma este sello del amor de Dios. 

No pretender invertir los papeles asumiendo de ante mano el papel de Dios y juzgando quien se merece o no Su amor y nuestro amor. Dice San Juan de la Cruz: “Dios tiene por costumbre ensalzar a quien se humilla”; y en la Epístola de hoy nos amonesta gravemente San Pedro: “Humillaos, pues, bajo la poderosa mano de Dios, para que a su tiempo os ensalce” (1 Pedro V, 6).

Dios pone los ojos en el indigente; no le desprecia por delincuente y reo. Sinsabores le costó, siendo tan ingrato. Cada uno de nosotros es para Jesús un lirio entre espinas, entre todas las espinas de su corona, y es sin embargo tanto más amado cuanto mayor fue ese precio que tuvo que pagar Él personalmente, y el que tuvo que pagar el Padre al entregar al Hijo.

No entenderá nunca este mensaje, ni podrá salir de su dura vida purgativa, quien se resista a creer en el amor de Dios por su criatura hasta la locura y vea en Dios a un taxativo funcionario que le haga pagar hasta el último centavo.

Dice Santo Tomás que Dios no le niega a nadie la gracia necesaria para salvarse. Así, podemos decir que Dios ha alzado las banderas de su amor para conquistarnos. Y cuando nos conquista, “después de un breve padecer”, dice San Pedro, el alma herida de su amor misericordioso no encuentra recreo ni medicina para su dolencia sino en Jesús, quien “la perfeccionará y afirmará, la fortalecerá y consolidará” (1 Pedro V, 10).

Dios es amor misericordioso. No es envidia, ni odio, ni insidia, ni rencor, ni venganza, ni represalia. El no tener corazón es inmisericordia. Es un pecado mortal.

Es Dios quien tiene la iniciativa en el amor. No le pongamos obstáculos, cuando se trate de un recalcitrante pecador: una oveja extraviada, una dracma perdida.

No seamos rivales de Dios; más bien colaboremos en la búsqueda de su oveja perdida, y de su dracma extraviada. Dios obra en las almas dóciles toda suerte de maravillas que solo Él conoce y mientras haya tiempo de misericordia no dejará de buscar y de barrer.

El demonio, dice la pistola de hoy, está “como león rugiente buscando a quien devorar” (1 Pedro V, 8). “Resistidle firmes en la fe” (1 Pedro V, 9), nos exhorta San Pablo. “Dejad las noventa y nueve en el desierto, y buscad la perdida; encended la luz, y barred la casa, hasta encontrarla” (San Lucas XV, 4.8), nos exhorta el Evangelio hoy.

La misericordia de Dios nos pide que reconozcamos que todos necesitamos del amor y de la gracia de Dios, y que nos convirtamos diariamente, permanentemente, para poder salvarnos.

Pidámosle a la Santísima Virgen María que nos ayude a comprender y guardar estas cosas en nuestro corazón, que veamos la importancia de la misericordia omnipotente de Dios, que se hizo Hombre para salvarnos y así que podamos gozar eternamente en el cielo de la visión beatífica de la Santísima Trinidad. 

Amén.