sábado, 2 de julio de 2022

Dom IV post Pent – 2022-07-03 – Romanos VIII, 18-23 – San Lucas V, 1-11 – Padre Edgar Díaz

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¡No trabajar en vano! 

En tiempos de Jesús la fe de la gente era firme, y “se agolpaban en torno suyo ansiosos de oír la Palabra de Dios” (San Lucas V, 1). ¡Qué contraste con nuestra situación actual!

Las ideologías humanistas surgidas a partir de la Revolución Francesa, el Comunismo, la Masonería, el Liberalismo, han destruido nuestros pueblos católicos, al punto tal que pocos hay hoy que busquen a Dios.

Parafraseando las palabras de Pedro en el Evangelio de hoy podríamos decir que en nuestra relación con Dios nada hemos obtenido; ningún resultado después de haber estado fatigosamente trabajando toda la noche. El no encontrar a Dios en nuestra búsqueda personal es una queja común; una dolorosa experiencia normal a todos.

¿Cómo es posible que en nuestro intento de llegar a Dios se vea frustrado de esta manera? “Toda la noche hemos estado fatigándonos y nada hemos cogido” (San Lucas V, 5).

En la vida espiritual del cristiano se trata de llegar a una intimidad con Dios que es de lo más deliciosa. Un acercamiento tal que parece fundirse, y un hacerse nada de la creatura ante la majestuosidad de Dios.

La respuesta a esta pregunta existencial y llena de angustias para más de uno, al menos gran parte de la vida, viene resumida en estas pobres palabras: ¡No trabajar en vano! Es fundamental que cada cristiano se cuestione a sí mismo preguntándose si realmente experimenta a Dios día a día y le deja actuar.

Es que en la relación con Dios es Él quien tiene la iniciativa. En vano lo buscaremos y lo hallaremos al menos que Él se disponga a mover a cada alma para ese oportuno encuentro con Él. Es el momento de cada alma. Y en este dirigirse hacia Dios hay como grados o etapas.

Eventualmente Dios nos llevará a hallarlo definitivamente, por medio del amor. Dicho de manera más clara y sencilla, por medio de un conocimiento propio y experimental de Dios. 

Esta idea debo repetirla porque es preciso entenderla muy bien: un conocimiento propio; no ajeno, como el que nos viene de la oración o del estudio de Dios realizado por otra persona, por más santa que sea. 

Un conocimiento, además, experimental; no teórico, como el que proviene de libros sobre Dios, ni tampoco un conocimiento que se adquiera en la estratósfera, sino aquí en la tierra, cotidianamente.

Quien busque afanosamente a Dios y no haya llegado a poder hacer suyas estas palabras que aquí estoy reflejando, pues no ha pasado todavía por una primera etapa, por así llamarla, bien dolorosa y desconcertante, en la que Dios parece no existir o estar oculto.

San Jerónimo explicaba esta idea a un discípulo suyo: “Ora leáis, ora escribáis, ora veléis o durmáis—es decir, cualquier cosa que hagáis—siempre toque a vuestros oídos la bocina del amor de Dios”. Es el descubrir a Dios detrás de cada momento y circunstancia de nuestra vida.

Y continúa San Jerónimo: “Que esta trompeta despierte vuestra alma… con este amor que tu alma desea, y cantad confiado: yo duermo, mas mi corazón está velando”. Hasta aquí San Jerónimo.

La ansiosa búsqueda del alma es siempre a través de las tinieblas. No podremos librarnos de las tinieblas en esta vida. “Subiéndose Jesús a una de las dos barcas, que era la de Simón Pedro, le pidió a éste que la desviara un poco de la orilla” (San Lucas V, 3). Son como caprichos de Nuestro Señor: ¡Dejad de hacer como estáis acostumbrados, y haced como os digo!

Es que al hombre por su propia naturaleza—y caída—le gusta controlar todo lo suyo: no confía, duda, cree más en sí mismo, es arrogante y despreciativo, no quiere someterse al yugo suave de Jesús.

La ansiosa búsqueda de Dios debe pasar por espesísimas tinieblas: la soberbia intelectual racionalista.

Éste es el gran obstáculo que Dios en su misericordia se mueve a derribar para lograr que se tenga ese conocimiento propio y experimental de Él que le hace a cada alma hallarlo definitivamente. Por amor a Dios debemos aprender a destruir nuestra soberbia racionalista.

En el libro del Eclesiástico—el Sirácida—esta maravillosa búsqueda de Dios a través de las tinieblas está maravillosamente expresada y esta etapa de prueba es bien llamada “la tribulación de la doctrina”.

“Para probarle (Dios al alma) le conduce entre temores y sustos, y le aflige con la tribulación de su doctrina, hasta explorar todos sus pensamientos, y fiarse ya del corazón de él” (Sirácida IV, 19). ¡Imagínense! Dios escruta cada uno de nuestros pensamientos para probarlos.

Es el maravilloso proceso de Dios con cada alma para elevarla en la vida espiritual. Para avanzar en este proceso debemos superarnos constantemente dejando detrás nuestra sabiduría humana, tan opuesta a la Ley del Evangelio de Nuestro Señor. 

Conseguir esto es renunciar a juzgar a Dios: “Derribar fortalezas, aplastando razonamientos y toda altanería que se levanta contra el conocimiento de Dios. De esta manera cautivaremos todo pensamiento a la obediencia de Cristo” (2 Corintios X, 5), nos dice San Pablo.

Cautivar todo pensamiento propio bajo el de Cristo. Nuestro entendimiento es muy débil y caído. Por ello, San Pablo nos invita a renovar el espíritu de nuestra mente (cf. Efesios IV, 23). Nos invita a ser transformados por la renovación de nuestra mente (cf. Romanos XII, 2). Experiencia dolorosísima y extremadamente sorprendente.

No saldremos de este pozo de tinieblas mientras mantengamos nuestra lógica humana. Una ofensa recibida del prójimo necesita reparación, nos dice nuestra sabiduría humana, porque es lo justo y lógico. Cristo, en cambio, en su doctrina, nos enseña que lo justo y lógico no es precisamente esa reparación sino todo lo contrario: perdonar una y siete veces y setecientas veces.

¡Qué palabras más bonitas! Sin embargo, muy pocos las ponen en práctica. 

Muy pocos nacen de nuevo (cf. San Juan III, 3), según el conocimiento y la imagen de Cristo (cf. Colosenses III, 10). Para poder imitar a Cristo en sus actos es necesario primero ponerse de acuerdo con Él en sus pensamientos, y como Él es signo de contradicción, y opuesta es su enseñanza a nuestra lógica, en vano trabajaremos mientras no hayamos cautivado todo pensamiento propio a la obediencia de Cristo. Por eso Jesús les “predicaba desde la barca a las turbas” (San Lucas V, 3).

La tribulación de la doctrina, es ese trastabillar de nuestros pensamientos creyendo que son los de Cristo. Puede esta actitud llevarnos a un error fatal: a no comprender los planes de Dios para nosotros mismos, ni para toda la humanidad, en su conjunto.

En análogo sentido a lo que le sucede a cada alma en particular en su búsqueda de Dios le sucede a la Iglesia, pues trastabilla, como dice Fillión, “mientras el Esposo prolonga su ausencia con miras de probar y acrecentar en Ella el amor”. “Le busqué, y no le hallé”, (Cantar de los Cantares III, 1), dice el Cantar de los Cantares.

Es la tribulación de la doctrina para la Iglesia también. Es el no comprender que estamos en tiempos finales, y que Cristo vendrá pronto a esta tierra a reinar, es decir, a poner orden, incluso cuando esta idea vaya en contra de las sostenidas por algunos de sus más renombrados santos, que lógicamente, equivocaron interpretando las Escrituras alegóricamente.

Pero esto no detiene a Jesús. La experiencia humana no cuenta para nada en estas cosas: “Maestro, hemos estado toda la noche fatigándonos…” (San Lucas V, 5), le dijo Pedro; y Él le contrargumenta: “Guía mar adentro, y echad vuestras redes” (San Lucas V, 4). ¡No importa lo que vosotros concluís basado en vuestra sabiduría y experiencia humana! ¡Los planes son míos! ¡Seguid echando vuestras redes!

No hallará Israel a su amado Mesías—rechazado en su primer intento—pues su religiosidad actual se ha desprendido incluso de una esperanza sobrenatural con respecto a Él, para reducirse a un simple ideal histórico que persiguen con mucho ahínco.

La verdadera reparación de Israel la traerá Cristo, con su Segunda Venida.

Israel no hallará a su Amado Mesías buscándolo por las plazas y las calles de Judea, sino cuando Dios disponga que deban reconocer que Jesús es el Amado Mesías que ya vino y despreciaron y mataron. Esto es, la conversión de Israel, aún cuando sea parcialmente, inicialmente. Y entonces vendrá Aquel a quien buscan y no hallan.

Entonces se les caerá el velo que les oculta el Evangelio, y las antiguas profecías que aún no han entendido: “Hasta el día de hoy, siempre que es leído Moisés, un velo cubre el corazón de ellos. Mas cuando vuelvan al Señor, será quitado el velo” (2 Corintios III, 15-16). Y entonces vendrá Aquel a quien buscan y no hallan (cf. Cantar de los Cantares III, 1).

Entonces se apartarán de los falsos profetas, pues su alianza eterna ha de ser en el gran Pastor resucitado (Hebreos XIII, 20).

Hasta tanto llegue ese momento, seguid echando vuestras redes para pescar (cf. San Lucas V, 4). Y una gran cantidad de peces rompían sus redes... (cf. San Lucas V, 6).

Algún día comprenderá Pedro que, precisamente porque somos pecadores, no podemos decirle a Jesús que se aleje, como le dijo en aquella oportunidad: “¡Apártate de mí, Señor, porque soy un pecador!” (San Lucas V, 8), sino todo lo contrario.

¿Cómo podríamos decirle a Jesús que se aleje de nosotros, que somos pecadores, cuando en realidad necesitamos de Él más que nunca para pasar por la noche de las tinieblas y el trastabillar de la doctrina, y cuando por nuestra soberbia no nos animamos a decirle que aún no entendemos sus planes para la Iglesia?

¿Quién de nosotros se abaja para decirle que aún no ha comprendido nada?

¡Que venga pronto, por favor, porque sucumbimos!

Y cuando haya pasado todo, nos asombraremos, como Pedro ante la barca llena de peces (cf. San Lucas V, 9). Ahí, nuestra pobreza intelectual finalmente le dará la razón a Jesús. ¡Ah, ahora entendemos! 

E incluso hasta la creación inanimada, que a raíz del pecado de los primeros padres fue sometida a la maldición (cf. Génesis III, 17), ha de tomar parte en la felicidad del hombre: “Estoy persuadido—dice San Pablo—de que los sufrimientos de la vida presente no son comparables con la gloria venidera, que se ha de manifestar en nosotros” (Romanos VIII, 18).

El Hijo de Dios precisamente se hizo Hombre porque a través de su naturaleza humana podía abrazar simultáneamente la sustancia material y espiritual de la creación, dicen los Santos Padres.

¡Reunirlo todo en Cristo! “Las cosas de los cielos y las de la tierra” (Efesios I, 10). ¡Maravillosa promesa! Así, Cristo es, tanto en el mundo cósmico cuanto en el sobrenatural centro y lazo de unión viviente del universo, principio de armonía y unidad. Es la razón de su Segunda Venida.

“Lo atraeré todo a Mí” (San Juan XII, 32), puesto que en Él han de unirse a un tiempo el cielo y la tierra como en el principio orgánico de una nueva creación. Es el propósito de su Segunda Venida.

En su Segunda Venida, así como nuestro espíritu fue librado del pecado, así nuestro cuerpo ha de ser librado de la corrupción y de la muerte, nos asegura Santo Tomas de Aquino. 

Y lo que se operará en nosotros en Ese Día será como lo que se operó en Jesús cuando el Padre glorificó su Humanidad santísima (cf. Salmo II, 7), para luego sentarlo a su diestra (cf. Salmo CIX, 1; Efesios II, 6).

Por eso también, en el milenio, seremos reyes y sacerdotes (cf. Apocalipsis V, 10), como Él (cf. Salmo XIX, 3-4).

Por el momento, a pesar de toda la bienaventurada esperanza cósmica universal que nos espera, la naturaleza entera gime con dolores de parto, y así gemimos también nosotros, hasta que se haga la luz el Día de la Parusía. 

Amén.