El Profeta Jeremías - Rembrandt |
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La Oración Colecta de esta Santa Misa proclama una verdad que da mucha luz a la situación de la Iglesia Católica actual: “La Providencia de Dios jamás falla”. Es ésta una verdad en la que debemos apoyarnos continuamente, para no quejarnos ni blasfemar de Dios, como con harta frecuencia se oye.
La Providencia de Dios jamás falla, luego, no puede dejar Dios de proveer para su Iglesia: “No cesará la ira de Dios, hasta que ejecute y cumpla los designios de su corazón. Al fin de los tiempos los comprenderéis” (Jeremías XXIII, 20). Es necesario, entonces, estar muy atentos a los planes de Dios para su Iglesia, a fin de no correr el riesgo de equivocarse.
Una tentación muy frecuente en nuestros días es la de atreverse a discutir el proceder de la omnipotencia de Dios, como si de nosotros dependieran los resultados concretos de la Voluntad de Dios para la Iglesia y para el mundo. Es irrisorio que la poquedad del hombre se crea capaz de ponerse en semejante posición con respecto a Dios.
Pues en la Providencia de Dios está descontado que habrá “falsos profetas”, misterio de iniquidad, de lo contrario, no nos habría advertido hoy Nuestro Señor Jesús, que es Dios, en el Evangelio: “Guardaos de los falsos profetas” (San Mateo VII, 15), mensaje el cual, en el Antiguo Testamento, era lenguaje común: “Los profetas profetizan mentiras en mi nombre; yo no los he enviado, nada les he ordenado; no he hablado a ellos; visiones mentirosas, vanas adivinaciones e ilusiones de su propio corazón es lo que profetizan” (Jeremías XIV, 14).
Veamos, según el Profeta Jeremías, cuáles son las características de los falsos profetas. En su época había quienes procuraban frustrar la misión de Jeremías—entre ellos, sacerdotes y falsos profetas. Esto llevó a Jeremías a exclamar tremendo oráculo contra ellos: “se me parte el corazón en mi pecho, tiemblan todos mis huesos; ante Dios y su santa palabra estoy como ebrio, como un hombre embriagado de vino” (Jeremías XXIII, 9).
Un falso profeta es un adúltero de la fe: “su carrera se dirige hacia el mal, y su fuerza consiste en hacer lo que no es recto” (Jeremías XXIII, 10), “hasta en mi Casa he encontrado su malicia”, explicita Dios refiriéndose “tanto al profeta como al sacerdote que han apostatado” (Jeremías XXIII, 11). La conducta del sacerdote “debe corresponder a su dignidad”—sostiene San Ambrosio—“para que no sean criminales sus obras… y no sea gravísimo su crimen”. La idolatría del propio “yo” llega a practicarse en el mismo Templo de Dios.
El adúltero de la fe induce al pueblo a la idolatría: “profetizaban por Baal, e hicieron errar a Israel, mi pueblo” (Jeremías XXIII, 13), dice Dios. “Pero en los profetas de Jerusalén he visto lo más horrible”—continúa diciendo Dios: “Cometen adulterio, practican la mentira, y dan su apoyo a los malhechores, para que nadie se convierta de su maldad” (Jeremías XXIII, 14).
Profetizaban por Baal, es decir, transmitían las palabras de Satanás, no las de Dios. Cometían adulterio (de la fe) a través de mentiras y maldades, es decir, daban al pueblo verdad mezclada con error, medias verdades, y favorecían a los malhechores, para lograr su objetivo de que nadie se desvíe de su mal camino, y, eventualmente, se condene.
Por eso—dice Dios—“no escuchéis las palabras de los (falsos) profetas que os profetizan; os embaucan, os cuentan las visiones de su imaginación, que no son de la boca de Dios” (Jeremías XXIII, 16). Dios es el único que tiene derecho a hablar, y defiende celosamente ese derecho.
Los falsos profetas, en cambio, simulan conocer los designios de Dios, como si asistieran a su consejo: “¿Quién (de ellos) asistió al consejo de Dios, vio y oyó su palabra? ¿Quién prestó oído para escuchar lo que Él dijo?” (Jeremías XXIII, 18).
En realidad no anuncian más que los deseos de su corazón y lo que les gusta a los oyentes: “Repiten… ‘Tendréis paz’” (Jeremías XXIII, 17), si hacéis lo que yo determino para vuestra paz y si me obedecéis—dicen los falsos profetas. “Y, a cuantos siguen su obstinado corazón les dicen: ‘Ningún mal vendrá sobre vosotros’” (Jeremías XXIII, 17), si os refugiáis en los recintos que os he preparado para vosotros—dicen los falsos profetas.
No son profetas de la Iglesia Católica quienes atentan contra su Unidad: los hijos de la Iglesia, de cualquier tiempo y lugar, están unidos entre sí en una misma fe (la Verdadera Fe de los Apóstoles), un mismo culto (la Verdadera Santa Misa de San Pío V), una misma ley (el Derecho Canónico de 1917, siempre vigente), y en la participación de unos mismos sacramentos (los verdaderos) bajo una misma cabeza visible, el Romano Pontífice (es decir, la aceptación del Primado de Pedro, aún cuando no haya Papa desde hace tiempo ya, desde la muerte de Pío XII, algo excepcional, y, a la vez, accidental al Papado, pues el Papado sigue estando en esencia, algo que es ciertamente permitido por la Providencia de Dios que nunca falla), nos enseña el Catecismo Mayor de San Pío X.
A los falsos profetas Dios les formula una maldición mortal: “Al profeta que en su presunción dijere en mi nombre lo que Yo no le he mandado decir, o en mi nombre hablare de otros dioses, ese profeta morirá” (Deuteronomio XVIII, 20).
Y Jesús—que es Dios, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad—nos previene muchas veces contra ellos, advirtiéndonos que los conoceremos por sus frutos, tal como nos los dice en el Evangelio hoy (cf. San Mateo VII, 16).
Para ello Jesús los desenmascara en el banquete del fariseo: “vosotros fariseos… estáis llenos de rapiña y de iniquidad” (San Lucas XI, 39), y en el gran discurso del Templo: “los escribas y fariseos se han sentado en la cátedra de Moisés… no hagáis como ellos, porque dicen, y no hacen” (San Mateo XXIII, 2-3), y señala como su característica la hipocresía: “guardaos… de la levadura—es decir de la hipocresía—de los fariseos” (San Lucas XII, 1), esto es, que se presentarán no como revolucionarios antirreligiosos, sino como “lobos con piel de oveja” (San Mateo VII, 15).
Su sello será el aplauso con que serán recibidos: “¡Ay cuando digan bien de vosotros todos los hombres! porque lo mismo hicieron sus padres con los falsos profetas” (San Lucas VI, 26), así como la persecución será el sello de los verdaderos profetas: “dichosos sois cuando os odiaren los hombres, os excluyeren, os insultaren, y proscribieren vuestro nombre, como pernicioso, por causa del Hijo del hombre” (San Lucas VI, 22).
Sobre este mismo concepto, es decir, de la aparente e hipócrita ortodoxia, insisten todos los escritores inspirados del Nuevo Testamento.
San Pablo dice que “mostrarán apariencia de piedad” (2 Timoteo III, 5) y que si “Satanás se transforma en ángel de luz” (2 Corintios XI, 14), no podemos extrañar que sus ministros se transfiguren en ministros de justicia y apóstoles de Cristo: “tales son falsos apóstoles, obreros engañosos que se disfrazan de apóstoles de Cristo” (2 Corintios XI, 13).
“Yo nada he hablado” (Ezequiel XIII, 7), les dice Dios a estos tales. Tremenda potestad de Dios, que alcanza, en todos los tiempos, a los que dan como doctrina religiosa lo que no han bebido en las fuentes de la Revelación, sino en sus opiniones personales.
El Papa Benedicto XV, en su Encíclica “Humani Generis”, censura gravemente a los que bajo el título de predicación hablan cosas “que no tienen de sagrado más que el lugar donde se pronuncian”.
El éxito de los falsos profetas es superior al de los verdaderos, y se funda precisamente en ese agradable optimismo que proviene de ignorar las profecías bíblicas que hablan del sentido trágico de la vida presente y del destino tremendo a que marchan las naciones.
Son lobos robadores y su peligrosidad estriba principalmente en que no se presentan como antirreligiosos, sino al contrario, con piel de oveja, es decir, con apariencia de piedad (cf. 2 Timoteo III, 5) y disfrazados de servidores de Cristo (cf. 2 Corintios XI, 12ss).
Contra ellos viene de Dios “un furioso torbellino, una tempestad impetuosa, que descargará sobre la cabeza de los impíos” (Jeremías XXIII, 19). El torbellino es imagen de juicio y castigo. Al final de los tiempos comprenderemos este juicio y castigo, lo cual debe ilustrarnos y consolarnos cuando hallamos que alguna profecía supera nuestro entendimiento.
Para desviarnos de los errores y vicios en los que podríamos caer por influencia de estos falsos profetas nos enseña Dios que Él no obra sin revelar antes sus propósitos a los profetas (verdaderos), según la profecía de Amós (cf. Amós III, 7).
Por eso, para reconocer que en realidad son falsos hay que aplicarles lo que los verdaderos harían en su lugar: “si han asistido a mi consejo, que comuniquen mis palabras a mi pueblo, y lo conviertan de su mal camino, y de la maldad de sus obras” (Jeremías XXIII, 22). A los falsos Dios les dice: “Yo no enviaba a esos profetas, ellos (de suyo) corrían; Yo no les hablaba, y sin embargo profetizaban” (Jeremías XXIII, 21).
“¿Qué tiene que ver la paja con el trigo?” (Jeremías XXIII, 28), dice Dios. ¿Qué tiene que ver la falsa profecía con la verdadera profecía? “No es mi palabra como fuego … y como martillo que quebranta la roca?” (Jeremías XXIII, 29).
Ante los falsos profetas “no tenemos otro remedio que fortificarnos con la palabra divina, no solo si queremos no ser alcanzados por los dardos de nuestros enemigos, sino también para disparar nosotros certeramente contra ellos” (San Juan Crisóstomo).
“Por eso, he aquí que estoy en contra de esos profetas, dice Dios, que se roban mutuamente mis palabras. He aquí que estoy en contra de esos profetas, dice Dios, que se valen de sus lenguas para hablar en todo de oráculo. He aquí que estoy en contra de esos profetas que sueñan mentiras, dice Dios, y contándolos extravían con sus mentiras y fanfarronadas a mi pueblo. Yo no los he enviado ni les he dado orden alguna. De ninguna manera aprovechan a este pueblo, dice el Señor” (Jeremías XXIII, 30-32).
Por eso, no todo el que dice Señor, Señor, entrará, sino el que hace la Voluntad del Padre: “Muchos me dirán en aquel día: ‘Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre lanzamos demonios, y en tu nombre hicimos cantidad de prodigios?’” (San Mateo VII, 22).
En aquel día, es decir, en la Parusía, en el Día del Juicio, cuando venga a jugar a vivos y muertos, como dice el Credo, no en el Día del Juicio Final, sino en el Día Grande de la Venida de Cristo, llamado también “el Día del Señor” y “el Día Grande”, “el Día de Cristo” y “el Día de Ira”, el Señor les dirá: “‘Jamás os conocí. ¡Alejaos de Mí, obradores de iniquidad!’” (San Mateo VII, 23).
Terribles advertencias para los que se glorían de ser cristianos y no viven la doctrina de Jesucristo, los falsos profetas y sacerdotes que abusan del Nombre del Señor.
No hicieron sino su propia voluntad. No tuvieron una actitud cristiana sino una manera atea de servirse de Dios para sus propios intereses, sin rendir a Dios el homenaje de reconocimiento y obediencia, que es lo que Él exige.
A Dios nada se le escapa y por eso hoy nos previene de los falsos profetas, el misterio de la iniquidad del que habla San Pablo, para enfrentarlos con la verdad, para que no nos engañen.
La Providencia de Dios jamás falla, luego, no puede dejar Dios de proveer para su Iglesia, y jamás quedarán confundidos los que en Dios confían.
¡Venga la gracia! ¡Pase este mundo! ¡Hosanna al Hijo de David! ¡Acérquese el que sea santo! ¡Arrepiéntanse y conviértase el que no lo sea! ¡Ven Señor, no tardes, porque ya no queremos pecar más! ¡Amén!