“De cavar no soy capaz; mendigar me da vergüenza” (San Lucas XVI, 3) |
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La alabanza y admiración de Nuestro Señor por el administrador no es por el fondo inmoral de su proceder sino por su sagacidad, es decir, por la habilidad con que obró para no quedarse de repente en la calle. Hay que entender bien, Dios no alaba la inmoralidad.
Gracias a su capacidad de prever, el administrador pudo sobreponerse al aprieto en que se encontraba. En esto los mundanos prosperan más que los hombres de fe y conciencia, por la sencilla razón de que están continuamente interesados en cómo salvar sus vidas, materialmente hablando, y para esto no respetan medios; son impíos e inmorales.
El administrador que es despedido de su trabajo—“ya no puedes ser administrador”—le dice el amo (San Lucas XVI, 2)—es figura del pecador impenitente, “dilapidaba los bienes de su amo” (San Lucas XVI, 1), es decir, pecaba, y es rechazado por Dios, y por esa impenitencia ya no puede gozar de su Gracia.
No le queda al pecador que ha perdido a Dios y a su Gracia, sino el pecado y las consecuencias del pecado, soberbia pobreza y perezosa indigencia, es decir, general impotencia para el trabajo, para la oración y para toda obra buena: “De cavar no soy capaz; mendigar me da vergüenza” (San Lucas XVI, 3), exclama desahuciado el administrador.
Sin embargo, aun cuando los mundanos—“los hijos del siglo” (San Lucas XVI, 8), según San Lucas—recurran a la inmoralidad, son hábiles para salir de estos aprietos. Insistimos, Jesús no alaba las malas prácticas del administrador, sino la habilidad en salvar su existencia dadas las circunstancias.
Así como el administrador asegura su porvenir, así nosotros—“los hijos de la luz” (San Lucas XVI, 8)—, los hijos del reino de Dios, podemos “atesorar riquezas en el Cielo” (San Mateo VI, 20), y no hemos de ser menos previsores que él.
Dios nos invita, pues, a ser hábiles en cuanto a atesorar para el Cielo, pues Él quiere darlo todo. El mensaje de la Parábola de hoy es, por tanto, quisieran los hijos de la luz ser tan hábiles en las cosas de Dios como los hijos del siglo en las cosas del mundo.
Cuando una persona toma conciencia que la vida no es otra cosa que “atesorar para el Cielo”, entonces, todo en ella se transforma en un canto de gozo, basado en su fe, esperanza y caridad para con Dios, y no anhela otra cosa que “atesorar para el Cielo”.
Aun las “riquezas de iniquidad”, nuestras riquezas, pues, por ser pecadores somos inicuos, han de ser utilizadas para tal fin. Por riquezas de iniquidad entiende Anastasio Sinaíta no riquezas provenientes de la injusticia y usura sino riquezas en sí bien adquiridas pero retenidas sin necesidad. Es decir, el que acumula por acumular, que corre riesgo de convertirse en codicioso y avaro.
Aún estas riquezas deben ser empleadas en atesorar para el Cielo: son las riquezas con que el Señor pide “amistarse” (cf. San Lucas XVI, 9) con los pobres.
Estas riquezas permiten a los hijos de la luz, por un lado, asemejarse a Dios en cuanto que la Providencia de Dios atiende a los más necesitados, y, por otro, ser recibido por Cristo para el Padre, pues ese servicio hecho a los pobres no es otra cosa que un servicio hecho a Cristo.
No obstante estas razones es necesario hacer notar la insuficiencia de nuestros bienes para la salvación. Hay, en todo caso, una incapacidad casi irremediable de parte de nuestros bienes, y, por el contrario, una necesidad absoluta de servirse de los Bienes que Dios provee para la salvación.
Es de notar que el administrador no era un simple individuo sino alguien importante en los negocios del Hombre Rico. Es decir, gozaba de toda la confianza del Dueño, figura de Dios Padre, y que las liberalidades con que se salvó no fueron a costa de sus bienes propios, sino a costa de su Amo, que es rico y bueno.
La deficiencia de los bienes propios para alcanzar la salvación viene expresada en el texto cuando el administrador se dispone a servirse—aunque injustamente—de los Bienes del Amo, en contraposición a servirse de “cavar” o “mendigar”, algo de lo cual se sentía totalmente incapaz (cf. San Lucas XVI, 4-5).
Claramente se dispone a hacer algo: “Yo sé lo que voy a hacer…” (San Lucas XVI, 4). Y a continuación se sirve de los Bienes del Hombre Rico, aunque injustamente. La salvación, entonces, no viene como resultado de usar de los de los bienes propios—insuficientes—sino de los de Dios, más que suficientes.
También nosotros—los hijos de la luz—debemos decir: “Yo sé lo que voy a hacer…” (San Lucas XVI, 4). Pero a diferencia del administrador que se sirve injustamente de los bienes del Hombre Rico, nosotros, por gracia de Dios, podemos servirnos justamente de los Bienes de Nuestro Padre, pues por nuestra indigencia Dios así lo ha previsto que hagamos, de manera que estos Bienes son absolutamente necesarios como medio para la salvación. No hay en este “servirse” una injusticia, sino, todo lo contrario, una justa necesidad provista por la misericordia de Dios.
La Gracia de Jesucristo, principio eficaz del bien, es necesaria para toda obra buena; sin ella, no solo no se hace nada, mas ni siquiera puede hacerse: “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. Quien permanece en Mí, y Yo en él, lleva mucho fruto, porque separados de Mí no podéis hacer nada” (San Juan XV, 5).
Así, todo es posible para quien todo se lo hace posible el Señor, obrando Él en esa alma: “Si Tú puedes algo, ayúdanos, y ten compasión de nosotros” (San Marcos IX, 22).
Dios da al pecador lo que le manda, purificándole con su Gracia: “Y ésta será mi alianza con ellos, cuando Yo quitare sus pecados” (Romanos XI, 27).
¿Qué felicidad no es ser admitido a la intimidad con Dios en confianza sabiendo que Dios nos regala lo mismo que nos pide?: “Pondré mis leyes en su mente, y las escribiré en su corazón; Yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo” (Hebreos VIII, 10).
La Gracia de Cristo es la gracia suprema, sin la cual no podemos confesar a Cristo y con la cual nunca le negamos: “Ninguno puede exclamar: ‘Jesús es el Señor’, si no es en el Espíritu Santo” (1 Corintios XII, 3).
La Gracia es operación de la mano de Dios omnipotente, a la que nada puede impedir o retardar: “Y Jesús, teniendo compasión de ellos, les tocó los ojos, y al punto recobraron la vista, y le siguieron” (San Mateo XX, 34).
La Gracia no es otra cosa que la voluntad de Dios omnipotente que manda y hace lo que manda: “Te digo, levántate, toma tu camilla y vuélvete a tu casa” (San Marcos II, 11).
Cuando Dios quiere salvar el alma y la toca con la interior mano de su Gracia, ninguna voluntad humana le resiste: “Alargando la mano, lo tocó y dijo: ‘Quiero, sé limpiado’. Y al punto se le fue la lepra” (San Lucas V, 13).
La misericordia de Dios que dispone de sus Bienes para nuestro provecho viene de su amor (cf. Efesios II, 4). Dios aliviana la carga de sus creaturas, proveyendo de lo necesario, y se guarda mucho de no colocar pesadas cargas sobre sus hombros.
Precisamente, una pesada carga sobre nuestros hombros sería la de poner la confianza en nuestros propios bienes—en nuestras propias fuerzas y capacidades—como si esto pudiera salvarnos.
No a la confianza en uno mismo, así como el administrador desconfiaba de sí mismo para su futuro sustento. Sí a la confianza en la Providencia de Dios, que dispone todo lo necesario para nuestra salvación, de lo cual podemos servirnos con toda liberalidad. Por eso recibiremos alabanza, por haber sido sagaces en las cosas de Dios, y haber sabido responder con fidelidad a su Gracia.
“Pero Dios, que es rico en misericordia por causa del grande amor suyo con que nos amó, cuando estábamos aun muertos en los pecados, nos vivificó juntamente con Cristo—de Gracia habéis sido salvados” (Efesios II, 4-5).
Es la revelación más íntima que poseemos sobre Dios nuestro Padre, al mostrarnos, no solo el carácter misericordioso del amor que Él nos tiene, sino también que, como hace notar Santo Tomás de Aquino, “Dios no hace misericordia sino por amor”. Nada nos mueve tan eficazmente a devolver a Dios amor, como el conocimiento que tenemos del amor con que Él nos ama.
Así como un muerto no puede devolverse por sí mismo a la vida, así tampoco el pecador es capaz de darse la nueva vida espiritual. Es el mensaje de la Parábola de hoy: rechaza totalmente la teoría de que el hombre pueda redimirse a sí mismo, tan divulgada no solamente entre los judaizantes del tiempo de Jesús, sino también entre los judaizantes de hoy: las ideologías modernas, el Protestantismo, y la Iglesia Conciliar.
Solamente la Redención gratuita de Cristo es causa y garantía de esa vida, que comienza en la justificación y termina en la resurrección y en la felicidad del cielo.
¡Venga la Gracia! ¡Pase este mundo! ¡Hosanna al Hijo de David! ¡Acérquese el que sea santo! ¡Arrepiéntanse y conviértase el que no lo sea! ¡Ven Señor, no tardes! ¡Amén!