sábado, 6 de agosto de 2022

Dom IX post Pent – 2022-08-07 – 1 Corintios X, 6-13 – San Lucas XIX, 41-47 – Padre Edgar Díaz


San Pablo: “Nosotros que nos hallamos al fin de los siglos” (1 Corintios X, 11)

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“Nosotros que nos hallamos al fin de los siglos” (1 Corintios X, 11), dijo San Pablo hace 2000 años. Hoy, después de tanto tiempo, podemos constatar ese fin cada vez más cerca y hacer nuestras sus palabras: “El que cree estar de pie, cuide de no caer” (1 Corintios X, 12).

Quien aún se empeñe en interpretar alegóricamente las profecías sobre el fin de los siglos que nos hablan literalmente de la Segunda Venida de Nuestro Señor Jesucristo para reinar sobre la tierra, es decir, quien crea estar de pie creyendo que su interpretación alegórica es correcta, cuídese de no caer, pues puede llegar a sorprenderse.

Define el Profeta Isaías: “acontecerá en los últimos tiempos que el monte de la Casa de Dios será establecido en la cumbre de los montes, y se elevará sobre los collados; y acudirán a él todas las naciones” (Isaías II, 2).

Por eso, en Jerusalén será adorado Dios por todo el mundo: “Al fin de los días… el monte de la Casa de Dios… se elevará sobre las alturas. Afluirán a él los pueblos, y vendrán numerosas naciones… Porque de Sión saldrá la ley, y de Jerusalén la palabra de Dios… Reinará Él sobre muchos pueblos y… naciones…” (Miqueas 4, 1-3).

Pero todavía tienen que suceder algunos eventos significativos: “Hijitos, es hora final y, según habéis oído que viene el Anticristo, así ahora muchos se han hecho anticristos, por donde conocemos que es la última hora” (1 Juan II, 18).

Se trata del anunciado fenómeno diabólico en que el odio a Cristo y la falsificación del Mismo por su imitación aparente (cf. 2 Tesalonicenses II, 9 s.) tomará su forma corpórea en un hombre.

Por eso advierte San Pablo que: “en los últimos días sobrevendrán tiempos difíciles” (2 Timoteo III, 1). En estos últimos tiempos, “tiempos difíciles”, ¿cómo mantenerse católico? Tratemos de establecer bases firmes para no errar.

Por Revelación Divina y por la enseñanza de la Doctrina Católica; por la razón y el sentido común de quienes han sido fiel a la Doctrina Católica, podemos asegurar que las siguientes proposiciones son ciertas:

Dios desea que todos se salven y por eso concede gracia suficiente a todos los que sinceramente quieran salvarse. La condición absoluta esencial para la salvación es creer y mantener la Fe Católica, que ninguna otra fe puede sustituir. Por ello, es imposible que la Iglesia Católica defeccione y deje de existir.

Sin embargo, la situación de la Iglesia hoy parece contradecir estas verdades. Para disipar tal aparente contradicción es necesario admitir que un largo período de ausencia de la autoridad de la Iglesia—es decir, el Papa—no es incompatible con las promesas de Cristo de que “las fuerzas del infierno no prevalecerán contra la Iglesia” (San Mateo XVI, 18), y que “Yo estaré con vosotros hasta el fin del mundo” (San Mateo XXVIII, 20).

Aun cuando la ausencia de autoridad de la Iglesia sea un hecho muy terrible y angustioso para todo cristiano, Dios así lo permite en su Divina Providencia, dándonos a entender que esa ausencia no anula en absoluto las promesas de Cristo, pues de ser así, no la habría permitido, ya que habría implicado contradicción en Él, algo imposible.

En el pasado han ocurrido hechos terribles en la Iglesia que Dios permitió. Nadie habría imaginado que Dios pudiera permitirlos, entre ellos: el Cisma de Oriente, en el año 1054 (los mal llamados cristianos ortodoxos); años más tarde, el Cisma de Occidente, en 1378, cuando dos obispos, y a partir de 1410, incluso tres, se disputaron la autoridad pontificia; y la Reforma Protestante, también, mal llamados “cristianos”, en el Siglo XVI.

Solo Dios sabe cuánto más durará la ausencia de autoridad terrena de la Iglesia. Sin embargo, a partir de las Escrituras, porque Dios ya nos había adelantado cómo serían los últimos tiempos, podemos concluir que a partir de esta decisión divina tan significativa se siguen momentos asombrosos para la humanidad.

Para la salvación es necesario que todo católico obedezca al Romano Pontífice (Denzinger 469). Pero si actualmente no hay Papa en la Iglesia, basta la voluntad de someterse al Romano Pontífice, como si lo hubiera, porque la esencia de la obediencia está en la voluntad.

Los tiempos son muy difíciles, porque están llenos de herejes, que nos incitan a obedecer un evangelio falso; al respecto se nos ordena que no tengamos nada que ver con ellos (cf. Tito III: 10-11; 2 Juan I: 9; Gálatas I: 8-9). Sabemos que es imposible que haya un cambio sustancial de la Doctrina de la Iglesia Católica.

Pero mientras que la doctrina puede ser desarrollada (para hacerla más explícita), el Dogma no; y aunque la enseñanza pueda aclararse aún más, cualquier aclaración nunca debería contradecir lo que se enseñó antes. Cualquier contradicción no sería un desarrollo o una clarificación sino una corrupción de esa enseñanza (ver Denzinger 1800).

Sabemos que la “Iglesia del Vaticano II” difiere sustancialmente en sus enseñanzas, leyes y liturgia, de la Iglesia Católica, así como la dejó el Papa Pío XII. Por lo tanto, la “Iglesia del Vaticano II”, con los pretendidos “Papas” Juan XXIII, Pablo VI, Juan Pablo I, Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco, no es la misma institución que la Iglesia Católica, puesto que una enseñanza que fue verdadera en un momento no puede ser falsa ahora.

Desde toda la eternidad Dios conoce nuestra situación actual. Es parte del Plan Divino, no una negación del mismo. Por muy pesadas que sean nuestras cruces Dios no nos abandona sino que nos santifica a través de ellas, proveyéndonos de todo lo necesario para que podamos hacer Su voluntad en todo momento.

El camino al Cielo es el camino angosto, difícil y doloroso, no el camino cómodo, agradable y fácil (cf. San Mateo VII, 13-14; San Lucas XIII, 23-24).

Al respecto, hacia el fin del mundo el camino será cada vez más estrecho. La decepción espiritual que hay en el mundo es tan grande que aun hasta los elegidos serían engañados si Dios no lo impidiese (cf. San Mateo XXIV,24); San Pablo le llama la “misterio de iniquidad” (2 Tesalonicenses II, 7).

Aunque todo parecía perdido, humanamente hablando, cuando Cristo entregó su espíritu en la Cruz, Dios hizo de esta aterradora blasfemia, el mayor de los crímenes humanos, el Deicidio, la más excepcional y abundante fuente de bendición y gracia para el mundo, y permitió que la aparente derrota de Nuestro Señor Jesucristo fuera Su Eterna Victoria.

Luego, la muerte en Cruz de Nuestro Señor no ocurrió como consecuencia de la obra del mal, que intenta contradecir e impedir los planes de Dios, sino todo lo contrario, como obra de Dios que lleva adelante sus planes hasta cumplirlos. Así, nuestra situación hoy no es el resultado querido por la iniquidad sino, al revés, una permisión de Dios para acabar con ella de una vez por todas.

Y en los planes de Dios hay una promesa hecha a la Virgen, que se verifica en las palabras de Jesús a Pilato: “Yo soy rey. Yo para esto nací, y para esto vine al mundo” (San Juan XVIII, 37). Estas palabras de Jesús no se han cumplido aún, pues Jesús no ha logrado reinar ni sobre todo el mundo, ni sobre todas las almas. Deben, pues, cumplirse todavía.

Pero resulta que esta promesa incumplida aún es la más solemne de las promesas bíblicas, porque tuvo la forma de un contrato entre Dios y la creatura predilecta de Dios, la Santísima Virgen María. En ese contrato hubo propuestas, de una parte, y aceptación, de la otra. 

El ángel Gabriel le anunció a María, además del infinito misterio del nacimiento virginal del Niño Jesús, el regio destino de su Hijo: no le habló de cruz, sino de trono: “El Señor Dios le dará el trono de su padre David, y reinará en la casa de Jacob eternamente, y su reino no tendrá fin” (San Lucas I, 32-33).

Una hebrea de aquellos tiempos—dice Hugo Wast—a quien se le habla del trono de David, comprende sin ningún equívoco el sentido literal de la promesa. María aceptó el sublime contrato con Dios y respondió: “Hágase en mí según tu palabra” (San Lucas I, 38).

No obstante, hay quienes se empeñan en poner en duda la Palabra de Dios, y hacen una distinción curiosísima, y, en nuestra modesta opinión—sostiene Hugo Wast—injustificada. He aquí la distinción:

“Dividen la solemne promesa del ángel a la Virgen María en dos partes. La primera parte, la más difícil de entender, la interpretan literalmente: concebirás y darás a luz, siendo virgen. La segunda parte, la que se refiere al reino de Jesús, la interpretan como si se tratara de un reino espiritual, aunque el ángel no habló de un trono espiritual, sino del trono de David, que fue material y de este mundo”.

“¿En qué se fundan para interpretar literalmente una mitad de la profecía y alegóricamente la otra mitad?”

“Si hemos de entender la promesa del ángel en su sentido literal y obvio, como lo debió entender la joven hebrea, conforme a la regla de interpretación recomendada por las encíclicas de León XIII y Benedicto XV, ese reino no puede ser en el cielo, sino en la tierra, porque el trono de David no estuvo en el cielo sino en Jerusalén”.

Aunque todo parezca desesperante, humanamente hablando, y parezca contradecir o impedir la Bondad de la Santísima Voluntad de Dios, sus planes se están cumpliendo y se seguirán cumpliendo a fin de que se establezca el Reinado de Cristo en el mundo de una vez por todas.

De las profecías apocalípticas de Daniel y de San Juan sabemos que el Anticristo se volverá contra los santos y prevalecerá sobre ellos; atropellará al Altísimo, y se considerará con facultad de mudar los tiempos y las leyes.

Pero esto será hasta que aparezca el Anciano de días, que es Dios mismo, quien se sentará en su trono resplandeciente, y abrirá el proceso del enemigo de Cristo, y “sentenciará en favor de los santos del Altísimo, y estos obtendrán el reino” (Daniel VII, 22).

“Para que el reino, y la potestad, y la magnificencia del reino, cuanto hay debajo de todo el cielo, sea dado al pueblo de los santos del Altísimo, cuyo reino es reino sempiterno, y a Él le servirán y obedecerán los reyes todos” (Daniel VII, 26-27).

Esta magnificencia que se le quitará al Anticristo—dice Hugo Wast—para entregársela a los santos, y que se halla, como dice el texto, “debajo de todos los cielos”, no puede ser, obviamente, en el cielo, sino en la tierra, evidentemente.

A diferencia de San Pablo quien dijo lo que dijo hace 2000 años, “el fin de los siglos en que nos hallamos nosotros ya” (1 Corintios X, 11) nos va dando una inteligencia de los misterios de Dios cada vez más clara.

Pero para quien aún se empeñe en arreglar este mundo según planes humanos, que le hacen inclinarse a preferir la alegoría ante el sentido tan obvio y literal de las Escrituras, como el del anuncio del Ángel Gabriel a la Santísima Virgen María, despreciando así su más innegable sentido, les repetimos las palabras de Hugo Wast, con las que cierra su capítulo:

“Como observó un niño, a quien se le propuso la dificultad: si en verdad el Espíritu Santo no quiso decir lo que dijo, ¿por qué no dijo lo que quería decir?”

¡Venga la gracia! ¡Pase este mundo! ¡Hosanna al Hijo de David! ¡Acérquese el que sea santo! ¡Arrepiéntanse y conviértase el que no lo sea! ¡Ven Señor, no tardes! ¡Amén!

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Nota: los textos de Hugo Wast son tomados de su libro “El Sexto Sello”, Capítulo VII, “La Visión de Daniel y la Promesa a la Virgen”.