sábado, 13 de agosto de 2022

Dom X post Pent – 2022-08-14 – 1 Corintios XII, 2-11 – San Lucas XVIII, 9-14 – Padre Edgar Díaz


La serpiente tentando a Adán y Eva: "Seréis como Dios" (Génesis III, 5)

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Jesús es la luz, y no quiso que se le siguiera en tinieblas: “Yo la Luz, he venido al mundo para que todo el que cree en Mí no quede en tinieblas” (San Juan XII, 46). Jesús no quiere la confusión para los suyos, por eso, insiste en que se diga la verdad.

Las tinieblas son lo propio de este mundo, mas no para los “hijos de la luz”, que viven de la esperanza (cf. 1 Tesalonicenses V, 4 s.).

“Mientras estoy en el mundo, soy luz de este mundo” (San Juan IX, 5), dijo Jesús mientras realizaba las maravillas para las cuales fue enviado: “Entonces se abrirán los ojos de los ciegos, y serán destapados los oídos de los sordos” (Isaías XXXV, 5). 

Sin embargo, ese obrar sería hasta que la violencia se lo impidiera: “Desde los días de Juan el Bautista hasta ahora el reino de los cielos padece fuerza” (San Mateo XI,12). Y cuando la violencia se lo impidió, comenzó para “este mundo” la noche que perdurará “hasta que el venga” (cf. Gálatas I, 4; 2 Pedro I, 19; 1 Corintios XI, 26).

Esa es la espesa y negra noche en que vive el mundo, donde ya nadie quiere saber de Dios, ni de Jesucristo, ni de su Iglesia, y a nadie le importa lo que la Iglesia diga sino sus propias ideas y puntos de vista. ¡Qué lamentable! ¡Si tan solo obedecieran lo que dice la Iglesia!

Este siglo malo, lo llama San Pablo: “Se entregó por nuestros pecados, para sacarnos de este presente siglo malo, según la voluntad de Dios y Padre nuestro” (Gálatas I, 4).

El siglo malo es la oposición que el mundo le presenta a Dios, con el cual no hemos de estar nunca conformes (cf. Romanos XII, 2), porque en él tiene su reino Satanás (cf. San Juan XIV, 30); en él son perseguidos los discípulos de Cristo (cf. San Juan XV, 18).

Pero notemos que la persecución en contra de los católicos no viene de los que se manifiestan abiertamente partidarios del mundo: ¡No! La persecución viene, lamentablemente, de aquellos que se dicen católicos pero que en realidad no lo son.

De hecho, algunos buscan la Iglesia, e intentan estar en ella, pero no para seguirla, sino para cuestionarla. En realidad no necesitan de la Iglesia, sino que se han constituido ellos mismos en su propia iglesia, a la que siguen a rajatabla. Esto es producto del Liberalismo.

A partir del cambio cultural de finales del Medio Evo (Año 1400) conocido como el Renacimiento, surgió un movimiento histórico anticristiano, iniciado por los humanistas renacentistas, que tomó su más férrea identidad en el Protestantismo.

Del Protestantismo siguió luego la Revolución Francesa, en el año 1789, a la cual le siguió la Revolución Comunista, en el año 1917. Los principios de estas revoluciones fueron impregnando el Catolicismo hasta llegar a obtener el objetivo deseado: una sociedad liberada de Dios.

En el Liberalismo es el individuo el que fija lo que está bien y lo que está mal, sin sujetarse para nada a Dios, autor del bien, ni a las leyes puestas por Él: “Mas del fruto del árbol que está en medio del jardín, ha dicho Dios, ‘No comáis de él, ni lo toquéis, no sea que muráis’” (Génesis III, 3).

Esta medida de Dios jamás fue revocada: no le está permitido al hombre ponerse en la posición de Dios, conocedor del bien y del mal, como le dijo la serpiente a Adán y Eva (cf. Génesis III, 5), con la que dio inicio toda rebeldía contra Dios, contradicción esencialmente diabólica. Por el Liberalismo el hombre insiste en querer ser como Dios, conocedor del bien y del mal, y por eso se atreve a cuestionar a Dios.

Siempre que algo moleste a la voluntad sin frenos de los hombres es lícito suprimirlo, principio del Liberalismo. La historia lo prueba: en la sociedad, en pos de la defensa de los “derechos humanos” han suprimido el más básico de los derechos, el de la vida, al autorizar el aborto.

En la Iglesia, el Liberalismo ha logrado invertir los papeles de sus miembros: han logrado invertir la distinción establecida por Nuestro Señor Jesucristo entre miembros de la Iglesia que mandan y enseñan, y miembros que obedecen y aprenden. 

La parte de la Iglesia que le corresponde enseñar, la Iglesia Docente, así como la llama el Santo Papa Pío X en su Catecismo Mayor, y que está compuesta por el Santo Padre, los Obispos, y los Sacerdotes, ha pasado a ser humillada y pisoteada como la parte que debe ser enseñada por la Iglesia Discente, o la Iglesia del pueblo fiel.

De esta inversión se sigue que hoy los fieles de la Iglesia, impregnados de Liberalismo, no quieren escuchar a la Iglesia Docente, obligación que existe bajo pena de condenación eterna, según San Pío X: “El que a vosotros oye, a Mí me oye, y el que a vosotros desprecia, a Mí me desprecia” (San Lucas X, 16).

A estos desobedientes San Pablo les dice: “Bien sabéis que cuando erais gentiles se os arrastraba de cualquier modo en pos de los ídolos mudos” (1 Corintios XII, 2). El gran peligro para quien quiera ser honesto con su fe, es el de caer nuevamente “en pos de ídolos mudos”, como cuando se era gentil.

Quienes se arrastran en pos de ídolos mudos se convierten en cizaña que ahoga al trigo hasta que venga Jesús (San Mateo XIII, 30). Son aquellos de quienes pensaba Jesús cuando dijo: “Cuando vuelva, ¿hallará por ventura (el Hijo del hombre) la fe sobre la tierra?” (San Lucas XVIII, 8).

Jesús no vendrá sin que antes prevalezca la apostasía y se revele el Anticristo (cf. 2 Tesalonicenses II, 3 ss.), a quien Jesús destruirá con la manifestación de su Parusía.

Nunca podrá, pues, triunfar el Reino de Jesús mientras no sea quitado el poder de Satanás (cf. Apocalipsis XX, 1 ss.), y Cristo celebre las Bodas con su Iglesia (Apocalipsis XIX, 7), libre ya de toda arruga (cf. Efesios V, 27; Apocalipsis XIX, 8).

Del banquete nupcial será expulsado quien no tenga el traje nupcial (cf. San Mateo XXII, 11 ss.). No tendrá el traje de bodas quien todavía mantenga los principios del Liberalismo, los cuales promueven la destrucción del criterio objetivo del bien. 

La Iglesia es Teocéntrica, o sea, coloca todo bajo la soberanía exclusiva y suprema de Dios Nuestro Señor. Cristo es el Rey, tanto de los individuos como de las sociedades. Sin embargo, hoy estos son “humanistas” y liberales, pues la norma suprema que prevalece es la voluntad y el parecer humano, desligado de toda referencia a Dios.

Son estos los que se arrastran en pos de los ídolos mudos que por ser mudos son incapaces de hablar. Solo la Iglesia puede hablar y enseñar.

De ahí que San Pablo no quiere que los cristianos ignoren los misterios del Espíritu: “En orden a las cosas espirituales no quiero que seáis ignorantes” (1 Corintios XII, 1). 

Y opone la Ley de Cristo: “Ninguno puede exclamar: ‘Jesús es el Señor’, si no es en el Espíritu Santo” (1 Corintios XII, 3) —que no es ídolo mudo, porque habló y sus Palabras son la verdad que hace libres a los que las buscan y conservan (cf. San Juan VIII, 31 s.).

Opone la Ley de Cristo a la oscura esclavitud de los paganos que, sin vida espiritual propia, se dejaban pasivamente conducir a la superstición: “Os hago saber, pues, que nadie que hable en el Espíritu de Dios, dice: ‘anatema sea Jesús’; y ninguno puede exclamar: ‘Jesús es el Señor’, si no es en Espíritu Santo” (1 Corintios XII, 3).

He aquí la regla general para distinguir si el espíritu es verdaderamente católico o es liberal: todas las manifestaciones de palabra o de hecho que se oponen a Jesús y a su Iglesia, esto es, a su gloria, o a su enseñanza, son malas.

El Espíritu Santo, que por voluntad del Padre es el glorificador de Jesús (cf. San Juan XVI, 14), es también quien nos anima y capacita para confesar que Jesús es el Señor (cf. San Marcos IX, 38; I Juan V, 1.5; Filipenses II, 11). 

Las almas iluminadas por el Espíritu Santo se elevan a la espiritualidad propia “de los hijos de Dios” (Rom. 8, 14) merced a la mansión en ellas del divino Espíritu. 

San Basilio nos recuerda que “el Espíritu Santo es fuente de un gozo sin fin que consiste en la asimilación de Dios. ¡Convertirse en Dios! Nada puede apetecerse de más bello”.

“Pero todas estas cosas las obra el mismo y único Espíritu, repartiendo a cada cual según quiere” (1 Corintios XII, 11), continúa San Pablo.

Como hay muchos miembros, pero un solo cuerpo, así hay también muchos carismas, pero un solo Espíritu. Ninguno se juzgue despreciado si otros están dotados de un don más apetecido. 

Cada uno guarde su puesto y el don que el Espíritu le ha concedido, pues que no se trata de dones personales y todos los carismas son inútiles sin la caridad. 

No hay felicidad mayor que la de saber que, de toda eternidad, Dios tenía un destino elegido especialmente para cada uno, por su infinito amor, de modo que en ese destino estará para nosotros el maximum de la dicha que a cada uno conviene, tanto en la eternidad como desde ahora. 

Pretender cambiar esa posición por iniciativa propia sería, no solamente querer superar el amor de Dios y su sabiduría, sino también alterar el fin que Él mismo se propuso al crear a cada uno. 

Por lo demás, si bien las palabras “según quiere” se refieren al divino Espíritu, también es, en cierta manera, “según quiere” cada cual, es decir según acepta y desea. Porque el mismo Dios nos advierte que Él llena de bienes a los hambrientos (cf. San Lucas I, 53) y nos invita a abrir bien la boca para poderla colmar (Salmo LXXX, 11). 

Sólo se trata, pues, de hacerse pequeño como un niño para recibir lo que se niega a los sabios y a los prudentes (San Lucas X, 21).

Tal es el sentido de las palabras de San Agustín: “Si quieres ser predestinado, hazte predestinado”.

¡Venga la gracia! ¡Pase este mundo! ¡Hosanna al Hijo de David! ¡Acérquese el que sea santo! ¡Arrepiéntanse y conviértase el que no lo sea! ¡Ven Señor, no tardes! ¡Amén!