San Bernardo de Claraval amamantado por la Santísima Virgen María (Milagro) “No debe extrañarnos que el Salvador vuelva de donde partió...” |
*
San Pablo pone especial énfasis sobre lo que más nos interesa en nuestro destino eterno: el gran misterio de nuestra resurrección corporal, que es consecuencia de la de Cristo, y nos descubre arcanos de inmenso consuelo, tristemente ignorados por muchos.
San Pablo recibió su Evangelio de la boca del mismo Jesús, y no por otros medios (cf. Gálatas I, 1.12; Efesios III, 3), de ahí que su testimonio sobre la resurrección valga tanto como el de los demás apóstoles.
Por eso, para quien pocas veces se ponga a pensar sobre este misterio que hace vibrar de emoción, es necesario recordarles sus palabras: “Quiero ahora recordaros el Evangelio que os prediqué, y que vosotros recibisteis, y en el cual perseveráis…” (1 Corintios XV, 1).
El Evangelio en el cual perseveráis… ¿Es esto así? No refleja esta afirmación la realidad que reflejaban los Corintios, a quienes San Pablo les dirige esta Epístola. ¿Quién persevera hoy en el Evangelio? Tal es el estado calamitoso del Catolicismo, y más aún, de quienes dicen mantener la Tradición de la Iglesia Católica...
El gran problema es que el amor a Dios se ha enfriado en la gran mayoría de los corazones. Casi nadie busca hacer lo que le agrada a Dios, ni la santidad o perfección. A nadie le interesa lo que el Sacerdote diga… Todos, en cambio, se mueven por intereses particulares, de grupo, o partidismo.
Cada grupo se ha constituido en su propia iglesia con sus propias ideas particulares, entablando feroz batalla contra los demás grupos que no concuerdan. Personas particulares se erigen en maestros dando cátedra de su propia religión.
Esto no es Catolicismo. Esto no es el Evangelio que nos predica San Pablo. El Catolicismo es Universal, no sectario, como han caído algunos grupos de la Tradición. No tienen nada de católico sino que profesan su propias ideas y doctrinas.
Estamos viviendo una verdadera tragedia. Por eso, para salvarse, la invitación es a ser verdaderamente Católico: es decir, creer y profesar con toda el alma todo lo que la Iglesia Católica ha creído y profesado hasta la muerte del último Papa, Pío XII.
A quien no ama la verdad, Dios le aparta su gracia, y le deja que crea en el error, en la mentira más burda. Es el peor castigo que Dios puede proporcionar. Ésta es la fiebre y condición que padece el hombre actual, y también muchos de los que se dicen tradicionalistas.
El hombre de hoy se ha erigido en Dios, y no admite ninguna autoridad. Por lo tanto, la verdad para él es su verdad, a la cual sigue imperiosamente. Utiliza la lógica al revés. Busca primero una conclusión que le satisface, y después se esfuerza grandemente en buscar toda clase de falsos razonamientos. Como una conclusión falsa necesita de premisas falsas, todo termina en sofismas y engaños.
Si tuvieran un poquito de aprecio a la verdad huirían de todos sus montajes. Si tuviesen un poco de amor a Jesús, llorarían. No a las propias ideas, “porque de otra suerte, en vano habríais abrazado la fe” (1 Corintios XV, 2). ¡Mucho cuidado con seguir a estos maestros del mundo!
Cuando el alma se aparta del mundo y de los peligros que sus maestros enseñan no tarda en hallar a Jesús, porque Jesús se anticipa amorosamente a quienes sinceramente le buscan: “Luminosa e inmarcesible es la sabiduría (Jesús); y se deja ver fácilmente por los que la aman (por los que aman la verdad), y hallar por los que la buscan; se les anticipa…” (Sabiduría VI, 13-14).
Jesús mismo nos dice: “Al que viene a Mí no lo echaré fuera” (San Juan VI, 37), porque vino a cumplir la amorosa voluntad del Padre que lo envió para que Él sea nuestra salvación: “Bajé del cielo para hacer no mi voluntad, sino la voluntad del que me envió… que no pierda nada de cuanto Él me ha dado, sino que lo resucite en el último día… y tenga vida eterna” (San Juan VI, 38-40).
Entonces el alma que es humilde descubre que se le ha dado esa sabiduría inaccesible para los sabios de este mundo: “Encubres estas cosas a los sabios y a los prudentes (a los que se constituyen en maestros de este mundo), y las revelas a los pequeños” (San Mateo XI, 25), porque el Evangelio no es privilegio de estos maestros (quienes en realidad manipulan el Evangelio a su gusto), sino que abre sus páginas a todo hombre de buena voluntad.
Repite el alma humilde, tan gozosa como asombrada, la exclamación de David:
“Estoy más instruido que todos mis maestros,
porque tus enseñanzas son mi meditación.
Entiendo más que los ancianos,
porque observo tus preceptos.
Aparto mis pies de toda senda mala,
para ser fiel a tus palabras.
No me desvío de tus decretos,
porque me enseñaste Tú.
¡Cuán dulces son a mi paladar tus palabras!
Más dulces que la miel en mi boca.
Por tus preceptos me hago inteligente;
por eso, aborrezco todo camino de iniquidad”
(Salmo CXVIII—CXIX, 99-104).
Notable superioridad de quien realmente sigue a Dios sobre todos los maestros, doctores y sabios de este mundo.
Por medio de una serie y continua meditación hace Dios comprender al espíritu humilde cuál sea su verdadero espíritu.
Superioridad del conocimiento espiritual, verdadero conocimiento, que viene por la fe, sobre el puramente intelectual, del que muchos se enorgullecen refregándolo en la cara (cf. San Lucas X, 21; Salmo CXXX-CXXXI, 1; Job XII, 20; Sabiduría VIII, 10; 1 Corintios II, 10.14; 2 Timoteo III, 15), y la del corazón recto para entender a Dios y sus cosas (cf. San Mateo V, 8).
Por eso, San Pablo exulta por lo que él es por gracia de Dios, y porque esta gracia no ha sido estéril en él: “He trabajado más copiosamente que todos ellos (los demás apóstoles); bien que no yo, sino la gracia de Dios conmigo” (1 Corintios XV, 10).
Y continúa San Pablo:
“Lo primero, pues, que os enseñé y que yo aprendí, fue: que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; y que se apareció a Cefas, y después a los Once. Posteriormente se dejó ver por más de quinientos hermanos juntos… Después se apareció a Santiago, luego a todos los Apóstoles; finalmente y después de todos, se me apareció también a mí… el menor de los Apóstoles…” (1 Corintios XV, 3-9).
La resurrección de Cristo es, pues, un hecho innegable.
Y los habitantes del Reino de Cristo en la tierra serán los resucitados y los transformados sin haber pasado por la muerte, pero que serán como resucitados: en la Parusía, dice San Pablo, “los muertos en Cristo resucitarán primero… y los vivientes… seremos arrebatados juntamente con ellos en nubes hacia el aire al encuentro del Señor; y así estaremos siempre con el Señor” (1 Tesalonicenses IV, 16-17).
El sentido obvio de este texto—opina el Diccionario de Teología Católica—parece ser que los justos que al fin del mundo (es decir, al fin del presente orden de cosas) se encontraren con vida, pasarán de este mundo sin ser sometidos a la muerte.
Todos los hijos dispersos de Dios serán congregados en uno (cf. San Juan XI, 52), los que vengan de “este aprisco” (cf. San Juan X, 16) y los que vengan de “otro aprisco que Él tiene”, con los que, al momento del retorno de Jesús a la tierra, se formará un solo rebaño con un solo pastor, la Iglesia de los elegidos ya congregados.
Por eso tuvo que padecer endurecimiento una parte de Israel: “El endurecimiento de una parte de Israel ha venido hasta que la plenitud de los gentiles haya entrado” (Romanos XI, 25).
La plenitud de los gentiles significa el número prodigioso de gentiles que Dios ha resuelto llamar a la fe antes de la última conversión de los judíos, con lo que terminará lo que Jesús llama el tiempo de los gentiles.
Los siglos destinados para la conversión de los gentiles llegarán a su fin y entonces habrá sonado la hora para los judíos: “Jerusalén será pisoteada por gentiles hasta que el tiempo de los gentiles sea cumplido” (San Lucas XXI, 24).
Esta verdad, que cada vez se acerca más a nosotros, ha sido contemplada magníficamente por el gran Doctor de la Iglesia, San Bernardo de Claraval, cuya fiesta celebramos ayer.
Comentando este versículo del Cantar de los Cantares: “Encontré al que ama mi alma. Lo así y no lo soltaré hasta introducirlo en la casa de mi madre” (Cantar de los Cantares III, 4), ve en Israel a la madre de la Iglesia y dice:
“Ciertamente la caridad de la Iglesia es bien grande, pues (desea para Israel lo que desea para ella). ¡Qué mayor bondad que estar dispuesta a compartir… Aquel que ama su alma!
“No debe, empero extrañarnos —puesto que la salud viene de los judíos (San Juan IV, 22)— que el Salvador vuelva de donde partió a fin de salvar a los restos de Israel...
“Que la Iglesia, pues, conserve firmemente la salud que Israel perdió, hasta que la plenitud de las naciones haya entrado y que así Israel sea salvo. Más aún, ella (la Iglesia) le desea (a Israel) el nombre y la belleza de la Esposa”.
En estos tiempos tan turbios, quien quiera salvarse, debe conservar firmemente la salud que Israel perdió, no sea que “en vano hayamos abrazado la fe” (1 Corintios XV, 2).
Que la idea de vivir separados para siempre de Cristo lleve a temer el poco tiempo que queda a los gentiles: ¡huyamos de nuestros montajes!
Busquemos con sinceridad la verdad, que siempre se nos anticipa como Sabiduría, para que no nos convirtamos en maestros de este mundo y perezcamos.
¡Venga la gracia! ¡Pase este mundo! ¡Hosanna al Hijo de David! ¡Acérquese el que sea santo! ¡Arrepiéntanse y conviértase el que no lo sea! ¡Ven Señor, no tardes! ¡Amén!