sábado, 27 de agosto de 2022

Dom XII post Pent – 2022-08-28 – 2 Corintios III, 4-9 – San Lucas X, 23-37 – Padre Edgar Díaz

San Ignacio de Loyola

*

Uno de los puntos más fundamentales y muchas veces olvidados de la espiritualidad cristiana es que “nadie es fuerte por sus propias fuerzas, sino por la indulgencia y misericordia de Dios”, según nos enseña San Agustín.

En la Epístola a los Corintios San Pablo nos dice hoy que “la confianza que tenemos en Cristo, para con Dios, no es porque seamos capaces por nosotros mismos de pensar un buen pensamiento, como propio nuestro, sino que nuestra capacidad viene de Dios” (2 Corintios III, 5).

Está hablando San Pablo de la confianza que debe reinar entre cristianos—y por ende, la unidad y caridad—basada en la capacidad—que viene de Dios—de pensar bien, es decir, de acuerdo con la doctrina de Jesucristo.

“Nuestra capacidad viene de Dios”—nos dice hoy San Pablo—“y Dios es quien nos ha hecho capaces de ser ministros del Nuevo Testamento” (2 Corintios III, 5-6).

Una gran prueba de fe sería, entonces, desconfiar de los ministros de Dios. Su capacidad, repetimos con San Agustín, proviene no de sus propias fuerzas, sino de la indulgencia y misericordia de Dios, tanto para con el ministro y su obra en sí, como para con los fieles beneficiados por ese ministro.

Y nuestro ministerio es ministerio de Espíritu: “Cómo no ha de ser de mayor gloria el ministerio del Espíritu” (2 Corintios III, 8), que el ministerio de la letra que condenaba?

En el Evangelio de hoy el interlocutor de Jesús permanecía aferrado a la materialidad de la ley, al ministerio de la letra que condenaba. Insistía en interpretar la ley según su propio entendimiento, y este es un magnífico ejemplo que ilustra la Epístola de hoy, de cómo no somos capaces por nosotros mismos de pensar un buen pensamiento.

Jesús le pregunta: “En la ley, ¿qué está escrito? ¿Cómo lees?” (San Lucas X, 26). El interlocutor le respondió bien, pues conocía la ley. Hasta ahí iba todo bien. Entonces, Jesús le añade: “Haz esto, y vivirás” (San Lucas X, 28). Cumple con el Evangelio, y vivirás. O, como diría San Pablo, cumple con el ministerio del Espíritu, y vivirás. 

Sin embargo, el relato nos dice que el “doctor de la ley” (San Lucas X, 25) quería justificarse, y para ello, recurrió a un ardid: “¿quién es mi prójimo” (San Lucas X, 29), con lo que mostraba su mala disposición. No podía caer tan bajo “un doctor de la ley”.

En la historia de la Iglesia encontramos que San Ignacio de Loyola sufrió en su vida la falta de confianza de quienes le rodeaban pues le dirigían muchas falsas acusaciones por causa de su libro de los ejercicios espirituales. De dos fuentes partieron estas acusaciones.

La primera decía que doctrina tan alta no podía salir de un hombre de tan pocos estudios. Se pensaba mal de él; y no se tenía fe en que, en realidad, su libro era obra de Dios. Mas jamás San Ignacio iba a confesar—por humildad—que había recibido esta doctrina por revelación del Espíritu Santo.

La segunda fuente de acusaciones vino de parte de los sabios y letrados quienes interpretaban el libro de los ejercicios en mal sentido, debido a su mala disposición para con ellos.

En el siglo XVI, cuando todavía los ejercicios de San Ignacio no eran conocidos, era natural que muchos se acercasen a ellos con actitud de crítica. Cierta nube de misterio que desde el principio les circundó los hacía todavía más sospechosos en una época que vio nacer tantos movimientos heréticos.

A partir de estas falsas acusaciones San Ignacio pasó por una larga experiencia que le permitió conocer cómo la voluntad humana está inclinada más a condenar que a defender el bien. Ésta es la razón que le movió a escribir un “Presupuesto” en su libro.

El fin de este “Presupuesto” es prevenir los daños que podrían brotar de una actitud de crítica y sospecha del prójimo, mucho más cuando se critica y se sospecha de un ministro del Espíritu: “Se ha de presuponer que todo buen cristiano ha de ser más pronto a salvar la proposición del prójimo que a condenarla” (Número 22 del Libro de los Ejercicios Espirituales).

Mejor dispuestos a salvar que a condenar las palabras del prójimo: ¡Qué admirable doctrina! ¡Qué lejos estamos de cumplirla! Estamos más dispuestos a condenar que a salvar las palabras de un buen cristiano, triste realidad.

Y el “Presupuesto” de San Ignacio continúa. En caso de que realmente la proposición del prójimo no pudiera salvarse: “si no la puede salvar, pregúntele cómo la entiende. Si la entiende mal, corríjale con amor. Y si no basta, busque todos los medios convenientes para que entendiendo bien, se salve” (Número 22 del Libro de los Ejercicios Espirituales).

¡Cuánto necesitamos poner en práctica estos consejos! La base del éxito de nuestras relaciones con el prójimo radica en que desde el principio se establezca entre las personas un ambiente de plena confianza y de mutua comprensión.

Este “Presupuesto” le sirvió a San Ignacio como defensa; y sirven hoy como instrucción para nuestras vidas. El “Presupuesto” es, entonces, un brevísimo compendio de tres virtudes cristianas: justicia, caridad y prudencia. 

Exige y manda la justicia que a nadie se le condene sin pruebas evidentes. Sin tener evidencia de que se ha hablado u obrado mal, mal estaría de nuestra parte condenar la proposición del prójimo.

La caridad llega hasta mirar con buenos ojos lo que se presenta con apariencias poco favorables, pues busca primero salvar la reputación del prójimo.

Y la prudencia favorece la acción de la justicia y de la caridad, contando con razones probables cuando faltan las evidentes.

Estas tres virtudes componen la sencillez evangélica, la cual debemos hacer ley de nuestra vida. De la falta de esta sencillez evangélica estamos sufriendo hoy mucho.

Por más terribles que sean los tiempos en que estamos, por más difícil la situación, debemos en todo momento y sobre todas las cosas conservar la Fe Católica. 

¡Y esto es imposible si al Evangelio lo sometemos a nuestro propio juicio y consideración, siendo que San Pablo hoy nos habla de nuestra incapacidad de concebir un buen pensamiento! 

Es el Evangelio lo que hay que seguir, según la interpretación de la Iglesia, y no según el ministerio de la ley que mata, como fue el caso del doctor de la ley: “Haz esto, y vivirás” (San Lucas X, 28).

No hay duda de que la Fe Católica tal como se enseñó y se creyó hasta 1958 (cuando murió el Papa Pío XII) es verdadera. Y si era verdad entonces, lo es también ahora, ya que la verdad no puede cambiar. 

Por lo tanto, no podemos equivocarnos al aferrarnos a la Fe tal como se enseña en los catecismos y documentos magisteriales de la Iglesia antes de que se produjera toda la crisis de la Iglesia. 

Es importante, entonces, que nos eduquemos en la Fe Verdadera, para ver las diferencias que hay con la nueva fe introducida por el Vaticano II, y con la que introducen los nuevos doctores de la ley.

De un verdadero cristiano solo se puede esperar que sus pensamientos sean los correctos, porque vienen de Dios, como afirma hoy San Pablo, y como corrobora San Ignacio, al presuponer en sus ejercicios espirituales que la obligación primera para con el prójimo es pensar bien del prójimo.

¡Este principio es hoy un gran desafío para quien quiera mantenerse en la Verdadera Fe en Cristo! “Cuando vuelva el Hijo del hombre, ¿hallará por ventura la fe sobre la tierra?” (San Lucas XVIII, 8).

La prueba de fe será, entonces, no sobre cuanto sepamos de la ley—y el doctor de la ley conocía toda la ley—sino sobre cuanto nos hayamos separado de la recta interpretación dada por la Iglesia por causa de nuestros propios pensamientos.

Amén.