sábado, 3 de septiembre de 2022

Dom XIII post Pent – 2022-09-04 – Gálatas III, 16-22 – San Lucas XVII 11-19 – Padre Edgar Díaz

Abrahán - Giovanni Francesco Barbieri

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Lo prometido solo se da por la fe: “Las promesas fueron hechas a Abrahán y a su descendiente” (Gálatas III, 16), dice San Pablo hoy. No dice el texto “descendientes”, como si fuesen muchos, sino “a su descendiente”, y Éste es Cristo.

“Un testamento ratificado por Dios…” (Gálatas III, 17) no puede ser anulado por nada. Sus promesas se cumplen infaliblemente. De lo contrario, Dios no sería fiel a sus palabras. Y la promesa es dada a todo creyente: “La promesa es por la fe en Jesucristo, para que fuese dada a los que creyesen” (Gálatas III, 22), promesa de salvación para toda la humanidad.

La elección de Israel fue colectiva—como pueblo. Un hombre—Abrahán—fue llamado por Dios a constituir un pueblo, y a ese hombre Dios le hizo una promesa; a él, y a su Descendiente, Cristo Jesús, Hijo y Heredero de la Promesa. El Descendiente vendría de ese pueblo, constituido por Abrahán, a quien Dios le había dado la promesa.

A diferencia del pueblo judío, la elección del cristiano es perfectamente individual, no colectiva, y esto sin perjuicio de la unidad del Cuerpo Místico de Cristo, y la rica comunicación de bienes espirituales que existe entre sus miembros, según el Dogma de la Comunión de los Santos.

A todos los que creen en esa promesa se le es dado la gracia de participar de ella. ¡Maravillas de Dios! San Pío X explica el Dogma de la Comunión de los Santos en su Catecismo.

El Dogma de la Comunión de los Santos establece que por la íntima unión que existe entre los miembros de la Iglesia, estos gozan de bienes espirituales comunes que le pertenecen: la gracia que cada uno de ellos recibe en los sacramentos redunda en el bien de los demás. Y la fe, la esperanza, y la caridad, igualmente. 

Además, los méritos infinitos de Jesucristo, los merecimientos sobreabundantes de la Santísima Virgen y de los Santos, y el fruto de toda obra buena, bienes todos de los que gozan los miembros del Cuerpo Místico de Cristo, bienes que llamamos internos.

También gozan de los bienes externos de la Iglesia, que son los Sacramentos, el Santo Sacrificio de la Misa, y las oraciones públicas de la Iglesia, las funciones religiosas, y las demás prácticas exteriores que unen a los fieles entre sí.

Lamentablemente, quien está en pecado mortal no participa de esos bienes, ni tampoco aporta a esos bienes comunes, pues esos bienes se comunican a todos los miembros a través de la gracia de Dios, y quien está en pecado mortal no está en gracia. 

No participan de estos bienes los que están en pecado mortal, ni tampoco aportan, porque la gracia de Dios, vida sobrenatural del alma, es la que une a los fieles a Dios y a Jesucristo como miembros vivos, capacitándolos para realizar obras meritorias para la vida eterna.

Por no tener la gracia de Dios, son excluidos de la comunión perfecta de esos bienes espirituales y no pueden realizar tales obras meritorias. No están estos cristianos en unión perfecta con la Iglesia.

Si bien alguna utilidad perciben de los bienes internos y espirituales, esto es mínimo. Es como que penden de un hilo muy delgado que podría cortarse en cualquier momento: solo tienen el carácter cristiano, que es indeleble, recibido en el Bautismo, y la virtud de la fe, que es raíz de toda justificación.

Las oraciones y buenas obras de los fieles les ayudan para alcanzar la gracia de convertirse a Dios. No obstante, esto es como siempre estar a punto de comenzar de nuevo; a largar de nuevo en la carrera, pues no perseveran.

Solo lo mínimo: una tímida participación de los bienes externos de la Iglesia, como el estar presente en una Santa Misa, con tal que no estén separados de la Iglesia por la excomunión, pero nada más que eso. Son, pues, mantenidos a duras penas, gracias a los méritos de quienes se esfuerzan y aportan.

En cambio, quienes viven en gracia y se benefician de la comunión de bienes. Son llamados “santos”, porque todos son llamados a la santidad, y fueron santificados por medio del Bautismo. Muchos de ellos han llegado ya a la perfecta santidad. Son los que sobre sus hombros mantienen el edificio, pesada carga.

La comunión de los santos se extiende también al cielo, y al purgatorio, por medio de la caridad. Los Santos en el cielo ruegan por quienes aún estamos en la tierra, y por las almas del purgatorio, y desde la tierra podemos dar honor y gloria a los Santos, y podemos aliviar a las almas del purgatorio, aplicándoles en sufragio, Misas, Limosnas, Indulgencias, y otras buenas obras.

¿Cómo no vamos a dar honor a la Santísima Virgen rezando el Santo Rosario por Ella y sus intenciones, que no son otras que aquellas que redundan en nuestro propio beneficio?

Jesús nos muestra, pues, que es Él quien elige a cada uno, ya que, como dijimos al principio, la elección de cada cristiano es individual: “Vosotros no me escogisteis a Mí, sino que Yo os escogí a vosotros” (San Juan XV, 16), para hacerlo hijo de Dios por la fe: “A todos los que le recibieron, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios; a los que creen en su Nombre” (San Juan I, 12).

Luego, nuestra vida no es ya la del siervo que obedece a la Ley, como lo fueron los de Israel hasta tanto llegara Nuestro Señor, sino la del hijo y heredero: “De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por merced de Dios” (Gálatas IV, 7), hijo y heredero que sirve por amor.

Dice San Juan Crisóstomo: “la Ley solo sirvió de ayuda a la fe; no fue para dañar o desacreditar la fe, sino solo un auxilio, fue una introductora y pedagoga, preparándole el camino (a la fe en Nuestro Señor)”. “Venida la fe”—dice San Pablo—“ya no estamos bajo el ayo” (Gálatas III, 25).

Nadie se hace hijo de Dios si no está unido a Jesús, asevera Santo Tomás de Aquino. Por eso, la Ley del Antiguo Testamento solo preparaba para Cristo, y no sirvió en ningún momento para insertarlos en el tronco divino. 

No conoció el Antiguo Testamento la grandiosa idea del Cuerpo Místico de Nuestro Señor Jesucristo y de la Comunión de los Santos, misterio que estaba velado desde toda la eternidad aún para los ángeles, y reservado para ser revelado por San Pablo. Solo conocieron la materialidad de una unión que era en un pueblo en vistas a tener fe en el Mesías Salvador.

Y por eso San Pablo insiste en que la promesa no fue hecha a la materialidad, sino a la fe, y el episodio del Evangelio hoy muestra cómo solo un extranjero—por la fe, y a diferencia de los demás que eran de su propio pueblo—se volvió a dar gloria a Dios: “¿No hubo quien volviese a dar gloria a Dios sino este extranjero?” (San Lucas XVII, 18), se extraña Jesús. 

No llevó la ley a dar gloria a Dios. Los nueve leprosos judíos no volvieron a agradecer a Jesús: “levántate y vete—le dijo Jesús al leproso samaritano—tu fe te ha salvado” (San Lucas XVII, 19). Los “oficiales”, por así decir, no glorificaron a Dios...

Lo prometido, entonces, se dio a este extranjero por la fe; no por pertenecer al pueblo elegido, que de hecho no pertenecía, sino por la fe en Jesucristo. En cambio, los que pertenecían no regresaron a glorificar a Dios…

Y cuando vuelva por segunda vez lo prometido no será dado sino por la fe en Jesucristo. No por otro motivo, “no por ser revolucionarios, ni innovadores”, indica San Pío X en su encíclica Pascendi, “sino por ser tradicionalistas”. Es decir, por conservar la verdadera fe. 

Es por esto por lo que los últimos tiempos se caracterizan por ser una tremenda prueba de fe, que pocos soportarán: “Has de saber que en los últimos días sobrevendrán tiempos difíciles” (2 Timoteo III, 1), asegura San Pablo. 

Y explica por qué: “Porque los hombres serán amadores de sí mismos y del dinero… y de los placeres, más que de Dios” (2 Timoteo III, 2-4).

En los últimos días solo veremos a nuestro alrededor “hombres de entendimiento corrompido, réprobos en la fe” (2 Timoteo III, 8), como está sucediendo y como estamos sufriendo en carne propia.

Llegados los últimos tiempos, lo prometido se vuelve cada vez más cercano: la segunda venida de Jesús sobre la tierra para reinar sobre esta tierra.

Pero como nos indica el Evangelio, volveremos a ver la misma proporcionalidad que existió entre los leprosos: de diez, solo uno reconocerá la obra de Dios, pues espera y desea la venida de Nuestro Señor Jesucristo.

¡Venga la gracia! ¡Pase este mundo! ¡Hosanna al Hijo de David! ¡Acérquese el que sea santo! ¡Arrepiéntanse y conviértase el que no lo sea! ¡Ven Señor, no tardes! ¡Amén!