viernes, 15 de julio de 2022

Matrimonio - Padre Edgar Díaz

La Creación de la Mujer del Costado de Adán

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La noción de matrimonio parte de la función principal por la que Dios ha creado la mujer: dar a luz a hijos. Por lo tanto, la mujer debe casarse principalmente para ser madre, y es oficio de ella, el engendrar, alumbrar y educar a sus hijos.

Por esa razón, no se llama al matrimonio “patrimonio”, como podría llamarse también, si atendemos a la función del esposo, cuyo oficio principal es el proveer a la familia con los bienes externos, a saber, alimentos y demás cosas necesarias.

Luego, un varón y una mujer jurídicamente hábiles se unen mediante un contrato para darse legítimamente el derecho mutuo, perpetuo y exclusivo, sobre sus cuerpos, aunque solo para los actos aptos para la generación y educación de los hijos.

De este contrato resulta un vínculo indisoluble, es decir, una unión permanente, perpetua y exclusiva de este varón con esta mujer para engendrar y educar hijos.

Naturalmente hablando es el medio elegido por Dios para procrear, es decir, para la propagación del género humano, siendo Dios el autor de la naturaleza humana: “Procread y multiplicad y henchid la tierra” (Génesis I, 28). Más tarde, Nuestro Señor Jesucristo elevaría esta unión natural a la dignidad de sacramento, por el cual los esposos, reciben la gracia.

En muy resumidas cuentas, lo esencial en el matrimonio, entonces, es el contrato o muto consentimiento para darse uno al otro el derecho exclusivo sobre el propio cuerpo para procrear y educar. De este contrato surge esencialmente un vínculo que constituye la sociedad permanente de los esposos.

No es de la esencia del matrimonio la sociedad misma que surge del vínculo, ni la potestad mutua de cada esposo sobre el cuerpo del otro esposo, ni la unión carnal entre ambos, sino efectos y consecuencias del matrimonio ya constituido.

De la Sagrada Escritura aprendemos que Adán y Eva estaban legítimamente casados antes del pecado original. Y sin embargo, no habían realizado hasta ese momento la unión carnal; de lo contrario habrían engendrado hijos antes del pecado, y estos hijos no habrían tenido Pecado Original, algo que va en contra de la fe (cf. Romanos V, 12). Solo después del Pecado Original consumaron el matrimonio (cf. Génesis IV, 1). Luego la unión carnal no pertenece a la esencia del matrimonio.

El fin primario del matrimonio es la generación y educación de los hijos. Santo Tomás explica que el matrimonio fue instituido principalmente para el bien de los hijos, no solo para engendrarlos, ya que eso podría verificarse fuera del matrimonio también, sino para conducirlos al estado de perfección querido por Dios.

Sigue Santo Tomás explicando que hay dos perfecciones que buscar. En primer lugar, el de la vida natural, el bien corporal físico y moral, y, en segundo lugar, el bien sobrenatural, el de la gracia, para engendrarlos para el Cielo. Dice Pío XI, “a esta tan necesaria educación de los hijos se proveyó de la manera más perfecta posible en el matrimonio, por el cual, estando los padres unidos entre sí con vínculo indisoluble, se hallan siempre a mano sus buenos servicios y mutuo auxilio” (Casti connubi).

Hay en el matrimonio un fin secundario, que es el de la ayuda mutua de los cónyuges, el fomento del amor recíproco, y el remedio de la concupiscencia: “No es bueno que el hombre esté solo…” (Génesis II, 18.22), y de su costilla creó a la mujer, una ayuda semejante, y se la presentó al hombre. Y San Pablo explica que “si no se puede guardar continencia, mejor es casarse, que abrasarse” (1 Corintios VII, 9).

Entonces, puede y debe haber entre los esposos la ayuda mutua, el fomento del amor recíproco y la sedación de la concupiscencia, siempre que se guarde la naturaleza intrínseca del acto conyugal.

Un error tremendo del modernismo que vivimos hoy es el del cambio en el orden de los fines del matrimonio, poniendo como primero y principal, la ayuda mutua, el fomento del amor entre ellos, y la sedación de la concupiscencia, y relegando el verdadero fin principal de tener hijos y educarlos a un segundo plano (cosa que llevaría a aberraciones tales como el onanismo).

Lo dice claramente el Papa Pío XII: “La verdad es que el matrimonio, como institución natural, por disposición divina, no tiene como fin primario e íntimo (es decir, el principal) el perfeccionamiento personal de los esposos, sino la procreación y educación (de los hijos). Los otros fines, aun siendo intentados por la naturaleza, no se hallan al mismo nivel que el primario, y menos aún le son superiores; antes bien, le están subordinados (no son independientes del principal)” (Pío XII, Discurso 29 de Octubre de 1951).

Sigue que los bienes del matrimonio son tres: la prole, la mutua fidelidad, y el sacramento, según clasificación de San Agustín.

En cuanto a la prole, Dios no solo quiere que la tierra se llene de hombres, sino que los quiere principalmente para que le den culto, es decir, para que sean adoradores suyos, le conozcan y le amen y, finalmente, lo gocen para siempre en el Cielo. De ahí se puede colegir cuán grande don es el tener hijos que vienen a este mundo por la virtud de Dios con la cooperación de los esposos (Pío XI, Casti connubi). Por los tesoros que los padres deben dar a sus hijos (fin principal) se sigue que va incluido en este fin principal el secundario, el de la ayuda mutua entre los esposos, explica Santo Tomás de Aquino.

El segundo de los bienes del matrimonio es la fidelidad, que consiste en la mutua lealtad de los cónyuges en el cumplimiento del contrato matrimonial. “Así como la promesa de matrimonio implica el que ninguno de los cónyuges tenga comercio carnal con otra persona, asimismo implica la obligación mutua de hacer uso del matrimonio, siento esto lo principal, como algo que dimana de la potestad que uno a otro se han dado sobre sus cuerpos; y por este motivo ambas cosas pertenecen a la fidelidad”. “Se dan palabra de cumplir lo prometido” (Santo Tomás de Aquino).

“Se completa el cúmulo de tan grandes beneficios, y, por decirlo así, se halla coronado, con aquel bien del matrimonio que, en expresión de San Agustín, se llama sacramento, palabra que significa tanto la indisolubilidad del vínculo como la elevación y consagración que Jesucristo ha hecho del contrato, constituyéndolo signo eficaz de la gracia” (Pío XI, Casti connubi).

Santo Tomás da la razón teológica de porqué el matrimonio fue instituido por Nuestro Señor Jesucristo, y ésta es que “en cuanto el matrimonio es la unión del hombre y de la mujer en orden a la generación y educación de la prole, esto es en orden al culto divino, los contrayentes deben recibir cierta bendición por parte de los ministros de la Iglesia.

El Sacramento del Matrimonio representa la unión de Cristo con la Iglesia por la del hombre con la mujer, según San Pablo: ‘Gran sacramento es éste, pero entendido de Cristo y de la Iglesia’ (Efesios V, 32). Y como los sacramentos producen lo que figuran, hay que creer que por este sacramento se confiere a los contrayentes la gracia, que les hace pertenecer a la unión de Cristo con la Iglesia; la cual les es muy necesaria para que, al buscar las cosas carnales y terrenas, lo hagan sin perder su unión con Cristo y con la Iglesia” (Santo Tomás de Aquino).

Explica Benedicto XIV, en la constitución Paucis, que “el legítimo contrato (del matrimonio) es, a la vez, la materia y la forma del sacramento del matrimonio; a saber, la mutua y legítima entrega de los cuerpos con las palabras y signos que expresan el sentido interior del ánimo, constituye la materia, y la mutua y legítima aceptación de los cuerpos constituye la forma”.

De ahí se sigue que el sujeto del matrimonio son el varón y la mujer bautizados y sin impedimentos dirimentes, porque reciben un verdadero sacramento, el cual deben recibir estando en gracia de Dios, y según las leyes y ceremonias determinadas por la Iglesia. Los ministros del Sacramento del Matrimonio son los mismos contrayentes, y no el sacerdote, quien hace de Testigo Cualificado por la Iglesia. Esto se desprende del hecho de que en peligro de muerte es válido y lícito el matrimonio celebrado ante testigos solamente, sin que asista ningún sacerdote.

En cuanto contrato natural, el matrimonio legítimamente celebrado establece entre los contrayentes un vínculo de suyo exclusivo e indisoluble y les da pleno derecho a los actos necesarios para la generación de los hijos.

Como sacramento, el matrimonio confiere la gracia sacramental a los que lo reciben sin poner óbice, y el derecho a las gracias actuales para cumplir convenientemente los fines del matrimonio.

Finalmente, la unidad y la indisolubilidad son propiedades esenciales del matrimonio, las cuales obtienen una firmeza peculiar en el matrimonio por gracia del sacramento.

La unidad está definida en la Sagrada Escritura: “Dejará el hombre a su padre y a su madre y se adherirá a su mujer, y vendrán a ser los dos una sola carne” (Génesis II, 24); lo cual fue confirmado expresamente por Cristo (cf. San Marcos X, 7-9), quien añade terminantemente: “El que repudia a su mujer y se casa con otra, adultera contra aquella; y si la mujer repudia al marido y se casa con otro, comete adulterio” (San Marcos X, 11-12).

Por lo tanto, no es, ni puede ser lícito jamás que un hombre casado tenga otra(s) mujer(es), o que una mujer casada tenga otro(s) hombre(s). Esto se opone directamente al fin primario y a los fines secundarios del matrimonio.

En el caso de la mujer, el trato con varios hombres la hace estéril, y se le hace imposible la educación de los hijos, puesto que se ignoraría quien es el padre. Va también directamente en contra de los fines secundarios, la mutua fidelidad, como es evidente, y no remedia la concupiscencia, sino que la exacerba más.

Solo por razones especialísimas dispensó Dios la ley que prohibía la posesión de varias mujeres simultáneamente. Consta en la Sagrada Escritura que Abrahán, Jacob, Elcana, David, Joás, y otros patriarcas y santos varones tuvieron varias mujeres a la vez. Como sería impío acusarles de adulterio, hay que concluir que lo hicieron expresamente autorizados por Dios por una inspiración interna que se lo dio a conocer claramente. Así lo enseña Santo Tomás de Aquino.

“La ley que manda no tener más que una mujer no es de institución humana sino divina; y jamás fue promulgada de palabra o por escrito sino que fue impresa en el corazón, como todo lo demás que de cualquier manera pertenece a la ley natural. A eso obedece que, en orden a esa materia, solo Dios pudo conceder dispensa mediante una inspiración interna, la cual principalmente recibieron los santos patriarcas… en un tiempo en que convenía no observar dicho precepto natural a fin de multiplicar más ampliamente la prole y educarla para el culto divino, y esto porque se debe poner más empeño en procurar el fin principal que el secundario…” (Santo Tomás de Aquino).

Esta dispensa, sin embargo, fue revocada para siempre por Nuestro Señor Jesucristo: “¿Cómo es que Moisés ordenó dar libelo de repudio a la mujer?... Por la dureza de vuestros corazones os permitió Moisés divorciar a vuestras mujeres, mas al principio no fue así. Y Yo os digo que quien repudia a su mujer (salvo caso de adulterio) y se casa con otra, adultera” (San Mateo XIX, 3-9).

La segunda propiedad esencial del matrimonio, incluso como simple contrato natural, es la indisolubilidad, o sea, la permanencia intrínseca y vitalicia del vínculo establecido entre los cónyuges, de suerte que solo la muerte lo puede romper: “Lo que Dios unió no lo separe el hombre” (San Mateo XIX, 6), y esto lo dijo Nuestro Señor refiriéndose al matrimonio como contrato natural, no ya como sacramento.

Y explica Santo Tomás: “Siendo, pues, la prole un bien común del marido y de la mujer, es preciso que la sociedad de estos se mantenga indisoluble perpetuamente, conforme al dictamen de la ley natural. Por eso, la indisolubilidad del matrimonio es de ley natural”, aún cuando no hayan podido tener hijos, puesto que esto es un caso excepcional, y, en tal caso, aún siguen en pie los fines secundarios del matrimonio, los cuales, exigen por sí mismos la indisolubilidad”.

El vínculo matrimonial es intrínsecamente indisoluble aun en caso de adulterio, aun cuando la Sagrada Escritura pareciera decir lo contrario: “Quien repudia a su mujer—excepto el caso de fornicación—la expone al adulterio” (San Mateo V, 32); y: “Y Yo digo que quien repudia a su mujer (salvo caso de adulterio) y se casa con otra, adultera” (San Mateo XIX, 9).

En estos textos es evidente que Jesucristo no hable de la disolución del vínculo, sino solo de la licitud de la separación o mutua convivencia con el cónyuge culpable, ya que, de lo contrario, envolverían manifiesta contradicción. Porque, si el vínculo quedara disuelto, ¿por qué se dice en el primer texto que el que se casa con la repudiada (por cualquier causa que haya sido) comete adulterio?; ¿y por qué se dice en el segundo que adultera el marido que se casa con otra después de haber repudiado a su mujer adúltera? (cf. San Mateo XIX, 9).

Estas afirmaciones no tendrían sentido ninguno si el vínculo matrimonial hubiera quedado roto por el adulterio de la mujer. Luego es del todo claro y evidente que ni siquiera el adulterio de la mujer rompe el vínculo matrimonial.

En absoluto, Dios puede disolver el matrimonio como contrato natural, y de hecho, lo permitió en el Antiguo Testamento por la concesión del libelo de repudio, porque esta indisolubilidad, si se provee por otra parte al cuidado y necesidades de los hijos, pertenece al derecho natural secundario, que puede ser dispensado por Dios como autor de la naturaleza, aunque únicamente por Él. Dios lo concedió, por “la dureza del corazón” (San Mateo XIX, 8) de los judíos; pero “al principio no fue así” (San Mateo XIX, 8), y Cristo restituyó el matrimonio a su primitiva pureza.

En definitiva, el matrimonio válido (es decir que no exista ningún impedimento dirimente), rato y consumado (o sea, después de la unión carnal de los cónyuges) no puede ser disuelto por ninguna potestad humana, ni por ninguna causa, fuera de la muerte. Jamás disolvió la Iglesia un matrimonio, pues tiene expresa prohibición absoluta e inapelable de hacerlo: “Lo que unió Dios, no lo separe el hombre” (San Mateo XIX, 6). Sí puede la Iglesia disolver un matrimonio válido pero no consumado, a ruego de una de las partes, y aunque se oponga la otra, y por razones que no podríamos explicar aquí por razones de espacio (canon 1119).

Solo Dios podría disolver el vínculo, y solo, dice Santo Tomás de Aquino, para simbolizar o manifestar algún misterio divino, fuera en absoluto del orden natural de las cosas. Por lo demás, no se conoce un solo caso de esta dispensa divina concedida a un matrimonio válido rato y consumado.

Solo la muerte de uno de los cónyuges rompe el vínculo matrimonial, de suerte que el cónyuge sobreviviente puede contraer válida y lícitamente segundo matrimonio.

El divorcio decretado por las leyes civiles en el sentido de disolución del vínculo de un matrimonio válido es una monstruosa inmoralidad absolutamente ilícita e inválida ante Dios. En algunos casos la Iglesia concede la separación de la convivencia mutua, pero siempre teniendo en cuenta que el vínculo permanece, lo cual hace imposible un nuevo casamiento mientras viva el otro cónyuge.

Y, por último, abordamos muy brevemente el gran problema suscitado por el fenómeno llamado “anticoncepción”. Demás está decir que el onanismo, el uso de preservativos, pastillas anticonceptivas-abortivas, dispositivos y automutilación, constituyen pecados mortales que mandan al infierno pues van en contra del fin principal de tener niños. 

Por lo demás, brevísimamente, la mentalidad moderna de “planificación de embarazos” absteniéndose del uso del matrimonio en días fértiles para la mujer es totalmente opuesta a la intención de Dios de querer “henchir la tierra”. No es el hombre quien debe planificar, sino Dios.

Fuera de algunos casos en los que podría estar justificado el abstenerse de manera temporal y no permanentemente (grave peligro para la salud—muerte; graves penurias económicas), esta mentalidad anticonceptiva no condice con el cristianismo.

No está permitido, entonces, usar de este método natural de anticoncepción con total libertad. Eso es falso y es pecado si no se hace por una justa causa y si se convierte en la manera habitual de usar del derecho del matrimonio, según estableció egregiamente su Santidad el Papa Pío XII. 

El matrimonio no armoniza con la anticoncepción; es, pues, para tener hijos: “la voluntad de evitar habitualmente la fecundidad de la unión, aunque se continúe satisfaciendo plenamente la sensualidad, no puede menos de derivar de una falsa apreciación de la vida y de motivos extraños a las rectas normas éticas” (Pío XII, Discurso 29 de Octubre de 1951).

Como se ve, el Papa declara inmoral el uso habitual de la continencia periódica cuando faltan las graves razones que la harían lícita.

De un pasaje de San Agustín sobre los sacramentos, el Concilio de Trento señaló: “Dios no manda cosas imposibles; pero, cuando manda, advierte que hagas lo que puedas, y que pidas lo no que no puedas; y Él ayuda para que puedas”.

Amén.