viernes, 16 de septiembre de 2022

Dom XV post Pent – 2022-09-18 – Gálatas V, 25-26; VI 1-10 – San Lucas VII, 11-16 – Padre Edgar Díaz

Detalle del Rostro de la Santísima Virgen María
Agnolo Bronzino (1503-1572)

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La petición que hacemos a Dios en esta Santa Misa es que Él sea quien gobierne a la Iglesia con su gracia, pues es eso mismo lo que Él mismo inspira a su Iglesia pedir. Luego, así será; la Iglesia será siempre gobernada por su gracia.

La Oración Colecta de la Misa continúa especificando la razón por la cual se pide a Dios que gobierne a su Iglesia con su gracia: “Sin Ti no puede ella permanecer incólume”. 

Por lo tanto, la Iglesia permanecerá siempre incólume, porque estará siempre siendo gobernada por Dios. La acción de Dios, de continua misericordia para con Ella, la purifica y protege con su gracia.

El precioso libro del Cantar de los Cantares describe a la Iglesia según cómo Ésta será cuando esté preparada para recibir a Nuestro Señor Jesucristo, que viene a desposarse con Ella.

Por el momento solo puede suspirar por “la fuente del jardín, que es pozo de aguas vivas” (Cantar de los Cantares IV, 15), Nuestro Señor Jesucristo. 

Y exclamar que nada le pertenece, sino que todo lo que tiene es tan solo el precioso depósito de dones y favores que el mismo Jesucristo ha puesto en Ella: “Un huerto cerrado es mi esposa, manantial cerrado, fuente sellada” (Cantar de los Cantares IV, 12).

Estas bellísimas imágenes de la Iglesia, cerrada y sellada para el mundo, y reservada únicamente, como debía serlo Israel separado de las naciones, al amor de su divino Esposo, indican cómo debe ser la actitud expectante de la Iglesia, hasta tanto no venga el Esposo.

La Iglesia debe conservar intacto el tesoro recibido de Dios en depósito: la sana doctrina, la Sagrada Escritura, los sacramentos: “Oh, Timoteo, cuida el depósito, evitando las palabrerías profanas, y las objeciones de la seudociencia” (1 Timoteo VI, 20), y, para eso, debe preservarse de la contaminación de herejía.

El verdadero concepto de Tradición es conservar fielmente el depósito entregado a la Iglesia en un principio. 

Lo que importa no es el tiempo más o menos largo que tiene una creencia o una costumbre, sino que ella sea la misma que se recibió originalmente, “lo que ha sido creído en todas partes, siempre y por todos”, como indica San Vicente de Lerins.

De ahí el empeño de San Pablo porque se conservase lo mismo que se había recibido sin abandonarlo, aunque un ángel del cielo nos dijese algo distinto: “Me maravillo de que tan pronto os apartéis del que os llamó por la gracia de Cristo, y os paséis a otro Evangelio” (Gálatas I, 6). 

¡Otro Evangelio! ¡Otra fe! Vemos aquí el más acuciante problema de nuestro tiempo, el pasarse a otro Evangelio. Ya lo dijimos otras veces, pero insistimos.

En su segunda venida Nuestro Señor viene a buscar la verdadera fe, y con esa fe, tal como se encuentra en el depósito de la Iglesia, espera ser recibido por el verdadero católico: “Pero el Hijo del hombre, cuando vuelva, ¿encontrará la fe sobre la tierra?” (San Lucas XVIII, 8).

Esta retórica de Jesucristo precisamente especifica aquello que espera encontrar en su Iglesia cuando vuelva: que Ésta haya custodiado y conservado la verdadera fe.

Sin lugar a duda tenemos que estar atentos a sus signos. Tenemos que estudiarlos día y noche, y pedir gracia para poder interpretarlos correctamente.

Pero nada nos asegurará más la debida interpretación como el guardar intacto el depósito de la verdadera fe, que es precisamente lo que Jesucristo quiere encontrar cuando venga a la tierra.

Y los desvíos de la verdadera fe pueden provenir de varias fuentes, algunas declaradamente enemigas. Sin ser exhaustivos, las nombramos: 

Del Vaticano II, y su nueva iglesia conciliar, manifiestamente anticatólica, y de los intentos que parecen estar llevando a cabo desde allí para iniciar una nueva religión mundial, que estaría al servicio del Anticristo;

Del compromiso que algunos grupos tradicionalistas buscan con el Vaticano II, y los herejes de la nueva iglesia conciliar, tal vez por no tener en claro el Dogma de la Infalibilidad Papal;

De la insistencia en mantenerse y difundir la herejía de que un Papa puede errar, tal vez, por el mismo motivo anterior, por no tener en claro el Dogma de la Infalibilidad Papal;

De optar por una interpretación alegórica de las profecías apocalípticas, cayendo en descuido de su interpretación literal, lo que lleva a una lectura desacertada de los tiempos, como pensar en una restauración de la Iglesia;

De la interpretación literal de las profecías apocalípticas dadas pero en un contexto de incompatibilidades con la verdadera fe. Éste es, por ejemplo, el caso de los Protestantes, y su libre examen de las Sagradas Escrituras.

En comparación, algunos buenos católicos caen en el mismo error que los Protestantes. Tal vez, para no errar, deberían considerar someter sus interpretaciones a una legítima autoridad de la Iglesia.

Al respecto, en una situación de emergencia más que clara como la de la Iglesia hoy, sin lugar a duda, la Iglesia suple la ausencia de autoridad que siempre ha tenido a través del Papa. 

Las mismas leyes de la Iglesia lo establecen, y hacen una excepción de la jurisdicción habitual y ordinaria, en favor de la Ley Absoluta de la Iglesia, que es la salvación de las almas, y que debe regir sobre todo. 

El canon 209 declara lo siguiente: “En caso de duda positiva y probable, tanto en la duda de hecho, como de derecho, y como en el error común, la Iglesia suple la jurisdicción, tanto en el fuero interno como en el fuero externo”.

Es decir, en el fuero externo, que es el caso que más nos interesa ahora, la Iglesia suple la ausencia de autoridad. Como dijimos al comienzo de esta homilía, es Dios quien gobierna a la Iglesia con su gracia.

Es más, tal vez debería precisarse que en realidad no hay duda positiva y probable sino una “casi” certeza de estar en una situación catastrófica, después del Concilio Vaticano II con la falsificación de nuestra religión.

El Derecho Canónico, entonces, asiste al Obispo y al sacerdote en la salvación de las almas, y de esto no debería haber duda.

Los Obispos, y los sacerdotes, no solo tienen el derecho de procurar la salvación de las almas, sino la obligación, y en esta obligación se basa el llamado urgente que se hace desde aquí de no desviarse de la verdadera fe.

La situación en la que nos encontramos no es más, entonces, que una tremenda prueba de fe.

Por eso, y por temor a caer nosotros también en estos errores, es preciso amonestar a quien se desvíe del depósito de la fe, pues es lo único que Jesucristo reclamará cuando venga. 

Los espirituales deben amonestar a quien haya cometido un delito, dice San Pablo hoy, no sea que caigamos nosotros también en la misma tentación (cf. Gálatas VI, 1), y más aún, si se trata de herejía. 

Al caído hay que darle siempre una mano, para que pueda levantarse, así como se resucita a un difunto: “Y se incorporó el que estaba muerto” (San Lucas VII, 15).

La fe intacta salva. Si tal es nuestra vida interior, tales serán nuestras actividades: “A Dios no se le puede engañar… de la carne solo se cosecha corrupción; mas el que siembra en el Espíritu, del Espíritu cosechará la vida eterna” (Gálatas VI, 7-8).

“Si alguien piensa que es algo, él mismo se engaña, siendo que es nada…” (Gálatas VI, 3). “Ningún hombre tiene de propio más que la mentira y el pecado”, dice el segundo Concilio Arausicano (Denzinger 195).

Quien se haya apartado de la verdadera fe, sepa que es nada, y que se le está dando una mano de ayuda. La nada jamás puede estar orgullosa de sí misma: “Si vivimos guiados por el Espíritu, procedamos también según el Espíritu” (Gálatas V, 25). 

La Iglesia, entonces, pide que soplen en toda su plenitud los vientos del Espíritu Santo para que Ella, no obstante su propia nada, que recuerda la manifestada por la Santísima Virgen en el Magnificat (cf. San Lucas I, 48), pueda agradar al Esposo cuando venga con los aromas y los frutos que Él le prodigó con su generosidad toda divina.

Mientras sopla el Espíritu y se extienden al mismo tiempo en el mundo las sombras de la apostasía se retira la Iglesia a la soledad del monte y ansiosa escucha allí del Esposo el sumo amor que Él le expresa.

¡Que soplen en toda su plenitud los vientos del Espíritu Santo! ¡Que “fluyan los arroyos del Líbano” (Cantar de los Cantares IV, 15)! para que cuando venga el Esposo la Iglesia pueda agradarle. 

Desde donde Él está, le persuade: “Ven conmigo del Líbano” (Cantar de los Cantares IV, 8).

Desde las guaridas donde Él mora como Pastor, le recuerda: “He aquí que vengo, saltando por los montes, brincando sobre los collados…” (Cantar de los Cantares II, 8).

Porque le ha robado el corazón, le insiste: “Me has arrebatado el corazón… con una de tus miradas, con una de tus perlas” (Cantar de los Cantares II, 9).

Se siente palpitar el corazón de la Iglesia… He aquí que viene por fin el Cristo, tan impacientemente esperado.

Él vuelve a la Iglesia amorosamente: Veniet ecce Rex! Regem venturum, Dominum, venite adoremus!

Jesús viene porque la Iglesia será toda hermosa: “Eres toda hermosa… no hay en ti defecto alguno” (Cantar de los Cantares IV, 7).

Es toda hermosa, porque a los ojos de Cristo son bellos quienes caminan por la senda de la verdadera fe y quienes se apartan de los pecados graves.

Es la Iglesia purificada en su fe.

Amén.