viernes, 23 de septiembre de 2022

Dom XVI post Pent – 2022-09-25 – Efesios III, 13-21 – San Lucas XIV, 1-11 – Padre Edgar Díaz

La Crucifixión de San Pedro - Anónimo francés aprox. 1450

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Le pedimos a Dios Padre que nos conceda, “según la riqueza de su gloria el ser fortalecidos en nuestra vida interior por virtud de su Espíritu, y que Cristo habite en nuestros corazones por la fe; y que estemos arraigados y cimentados en la caridad” (Efesios III, 16-17).

“Para que podamos comprender con todos los Santos, cuál es la anchura y la largura, y la alteza y la profundidad de este misterio, el amor de Cristo (por nosotros) que sobrepuja todo conocimiento, a fin de que seamos colmados de toda la plenitud de Dios” (Efesios III, 18-19).

Hermosamente San Agustín aplica a la Cruz las cuatro dimensiones aquí referidas. 

La bondad de Dios, al redimirnos, ha sido muy ancha, pues ha abarcado a todos los hombres; muy larga, pues ha abarcado a todos los tiempos; muy alta, pues nos ha llevado hasta los cielos; y muy profunda, pues nos ha sacado del abismo del infierno: “A Él sea la gloria en la Iglesia y en Cristo, por todas las generaciones de todos los siglos. Amén” (Efesios III, 21).

La Iglesia ha de glorificar al Padre, y debe hacerlo en Jesucristo, es decir, unida a Él y con Él: “Sin fe es imposible agradar a Dios, porque es preciso creer en su ser, y que es remunerador de los que le buscan” (Hebreos XI, 6).

No basta creer que hay Dios, creador del universo (cf. Romanos I, 20). Eso también lo creen los demonios, y no se salvan (cf. Santiago II, 19).

Es necesario mirar a Dios tal como Él se ha revelado, es decir, conocerlo tal como Él quiere ser conocido (cf. San Juan XVII, 3) para poder pensar bien de Él (cf. Sabiduría I, 1) y tenerle entonces esa fe absolutamente confiada, que lleve a pedirle constantemente la gracia de la perseverancia final, para no desfallecer en el camino.

Él es un Salvador que hace misericordia a cuantos confían en Él.

Sin esa fe es imposible ser contado en el número de sus hijos.

Por tanto, todo fiel cristiano debe mantener constantemente la fe, y profesarla, y estar dispuesto a defenderla con valor, y vivir según el estilo que la fe marca.

Hoy incumbe el deber de confesar paladinamente la fe, dado que, al igual que los príncipes del pueblo judío, que no supieron mostrar a Israel la llegada del Mesías, tampoco saben los pastores de los últimos tiempos, por sus concupiscencias, mostrar a la Iglesia los signos que indican su Segunda Venida.

Se comportan como los guardias que hacen rondas por la ciudad y maltratan a quienes son fieles a la verdad, como lo expresa el Cantar de los Cantares: “Me encontraron los guardias que hacen ronda en la ciudad. Me golpearon; me hirieron; y los que custodian las murallas me quitaron el manto” (Cantar V, 7). 

Se comportan como los impostores burlones magníficamente descritos por San Pedro en su Segunda Carta: “Sabiendo ante todo que en los últimos días vendrán impostores burlones que, mientras viven según sus propias concupiscencias, dirán: ‘¿Dónde está la promesa de la Parusía?’” (2 Pedro III, 3-4).

Los que con claridad ven que Jesús está viniendo son maltratados por los pastores. Pese a que las palabras de San Pedro fueron afirmadas por San Agustín como que se refieren a los tiempos del fin y al Anticristo, se oponen a tratar el tema, dejándolo en penumbras. 

Se comportan como anticristos, y como tales, quieren volver a crucificar a San Pedro, por haberles señalado con tal calificativo.

Si bien el retorno de Cristo está en lo oculto en cuanto al tiempo, porque nadie conoce el día y la hora, ni siquiera los ángeles, ni el mismo Hijo del hombre (cf. San Marcos XIII, 32; San Mateo XXIV, 36; Hechos I, 7), sabemos que vendrá pronto (cf. Apocalipsis XXII, 12; 1 Corintios VII, 29; San Juan XVI, 16; Santiago V, 8; Hebreos X, 25; Filipenses IV, 5; 1 Pedro IV, 7), y, por eso, debemos estar siempre esperándolo (cf. San Marcos XIII, 37; Santiago V, 8).

“Se les escapa—dice San Pedro de los impostores burlones—porque así lo quieren, que desde antiguo hubo cielos (y tierra) por la palabra de Dios; y que por esto, el mundo de entonces pereció anegado en las aguas; y que los cielos y la tierra de hoy están, por esa misma palabra, reservados para el fuego, guardados para el día del juicio, y del exterminio de los hombres impíos” (2 Pedro III, 5-7).

Se les escapa, dice San Pedro, porque así lo quieren; porque no se ponen en el trabajo de estudiar con rectitud la Palabra de Dios, observa con exactitud Monseñor Straubinger. 

Soberbia incredulidad que lleva a no leer los signos y a no advertir sobre el inminente castigo: cielos y tierra reservados para el fuego de regeneración en el día del juicio y exterminio de los impíos por la misma palabra de Dios.

Se les escapa porque huelgan en el mismo pecado de incredulidad de los fariseos en tiempo de Jesús, de ceguera voluntaria, que deliberadamente niega la evidencia: “Si fuerais ciegos—les dice Jesús—no tendríais pecado” (San Juan IX, 41).

Es el pecado contra la luz, que es Jesús (cf. San Juan IX, 5; San Juan III, 19), y, en consecuencia, contra el Espíritu Santo (cf. San Marcos III, 28-30; Hechos VII, 51).

Es el pecado que no tiene perdón, porque no es obra de flaqueza sujeta a arrepentirse (cf. San Lucas VII, 47), sino de soberbia reflexiva e hipocresía, que encubre el mal con la apariencia de bien para poder defenderlo (cf. San Mateo XXIII, 1-39; 2 Timoteo III, 5).

Quien ignora las profecías bíblicas fácilmente vive en la ilusión, y no percibe el sentido trágico de la vida presente, ni el destino tremendo a que marchan las naciones.

“Pero a vosotros, empero, carísimos, no se os escape …” (2 Pedro III, 8). ¡Que no se nos escape el estar atentos a la venida del Señor! Y San Pablo nos dice: “Mas vosotros, hermanos no vivís en tinieblas, para que aquel día os sorprenda como ladrón” (1 Tesalonicenses V, 4). 

“No es moroso el Señor en la promesa, antes bien—lo que algunos pretenden ser tardanza—tiene Él paciencia con vosotros, no queriendo que algunos perezcan, sino que todos lleguen al arrepentimiento” (2 Pedro III, 8).

Solo la caridad de Dios con los pecadores detiene esa manifestación del Señor que tanto anhela la Iglesia y sin duda también el Padre Celestial, ansioso de ver a su Hijo triunfante y glorificado entre las naciones.

“Pero el día del Señor vendrá como ladrón, y entonces pasarán los cielos con gran estruendo, y los elementos se disolverán para ser quemados, y la tierra y las obras que hay en ella no serán más halladas” (2 Pedro III, 10).

En la Parusía, los cielos y la tierra así como los vemos hoy serán pasados por fuego, pues no están sino reservados para el exterminio de los impíos.

A propósito dice San Pablo a los Corintios: “La obra de cada uno se hará manifiesta, porque el día la descubrirá, pues en fuego será revelado; y el fuego pondrá a prueba cuál sea la obra de cada uno” (1 Corintios III, 13).

“Si, pues, todo ha de disolverse así ¿cuál no debe ser la santidad de vuestra conducta y piedad, para esperar y apresurar la Parusía del día de Dios, por el cual los cielos encendidos se disolverán y los elementos se fundirán para ser quemados?”, exhorta San Pedro.

Sabiendo que todo lo va a consumir el fuego, cuidémonos de no ser incrédulos, sino de conservarnos inmaculados, y esforzarnos por anticipar ese día, con la mirada puesta en Cristo, autor y consumador de nuestra fe. 

Dice Teodoreto: “El que sigue la Ley de Dios, y conforma su vida a esta Ley, es amigo de pensar en la venida del Señor”. 

“Por lo cual, ceñid los lomos de vuestro espíritu y, viviendo con sobriedad, poned toda vuestra esperanza en la gracia que se os traerá cuando aparezca Jesucristo” (1 Pedro I, 13). Es la gracia de la perseverancia final, que debemos pedir incesantemente.

“Pues esperamos también conforme a su promesa cielos nuevos y tierra nueva en los cuales habite la justicia” (2 Pedro III, 13). 

Dios no destruirá por completo la tierra, sino que el fuego que enviará será un medio para purificarla. Toda la naturaleza estará libre de la maldición, y la justicia habitará en el mundo.

Esto mismo es lo que Jesucristo ha expresado: “En la regeneración, cuando el Hijo del hombre se siente sobre su trono…” (San Mateo XIX, 28). 

En la regeneración, en el nuevo nacimiento, en la renovación del mundo presente. Esta verdad ya había sido expresada en el Antiguo Testamento por el Profeta Isaías.

Con acierto dice Su Santidad, el Papa Pío XI, en la Encíclica “Divini Redemptoris”: “Mientras las promesas de los falsos profetas se resuelven en sangre y lágrimas, brilla con celeste belleza la gran profecía apocalíptica del Redentor del mundo: ‘He aquí que yo renuevo todas las cosas’”.

“Por lo cual, carísimos, ya que esperáis estas cosas, procurad estar sin mancha y sin reproche para que Él os encuentre en paz. Y creed que la longanimidad de nuestro Señor es para salvación, según os lo escribió igualmente nuestro amado hermano Pablo …” (2 Pedro III, 14-15).

Para que nos encuentre en paz, es decir, sin miedo, es decir, en la perfección del amor a Dios. 

De la Parusía habla también San Pablo, asevera San Pedro: “Él habla de esto mismo en todas sus epístolas” (2 Pedro III, 16). Hace notar San Pedro la atención que también San Pablo prestó en todas sus Epístolas a este sagrado asunto, hoy callado por los pastores.

Y continúa San Pedro hablando de las Epístolas de San Pablo: “En las cuales, hay algunos pasajes difíciles de entender, que los ignorantes y superficiales deforman, como lo hacen, por los demás, con las otras Escrituras, para su propia ruina” (2 Pedro III, 16). Se refiere a la demolición de la fe obrada por los burlones de la Parusía.

“Vosotros, pues, carísimos, que lo sabéis de antemano, estad en guardia, no sea que aquellos impíos os arrastren consigo por sus errores y caigáis del sólido fundamento en que estáis” (2 Pedro III, 17).

Con esta advertencia definitiva, puesta al final de su última Carta, San Pedro parece confirmar la trascendental amonestación que ya había hecho contra la mala doctrina de los falsos doctores, que enmudecen la Parusía de Cristo.

Contra esos impostores burlones insiste San Pedro que se tengan presentes en tal materia las mismas fuentes de que ya habló, es decir, los anuncios de los antiguos profetas, y la predicación de los apóstoles (cf. 2 Pedro III, 2).

“Antes bien, creced en la gracia y en el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. A Él sea lo gloria ahora y para el día de la eternidad. Amén” (2 Pedro III, 18).

No se presenta hoy el contenido de la fe en la riqueza de toda su extensión. Crucifican a Jesucristo de nuevo, para que no venga a reinar. 

Sin este decisivo Dogma, el mensaje resulta incompleto e insuficiente; de alguna manera es error que arrastra al error.

Es imperativo mantener la verdadera fe, pero sin recortes. Y profesarla, como corresponde a verdaderos católicos.

“¡Ay de los sacerdotes que por sus infidelidades y su mala vida crucifican de nuevo a mi Hijo!”, dijo Nuestra Madre en La Salette. 

Así como a Israel no quisieron mostrarle su Venida, tampoco quieren hoy mostrarnos su Parusía. 

¡Que no nos vayan a atrapar los guardias que hacen ronda en la ciudad, impostores burlones de la Parusía!

¡Amén!