sábado, 11 de febrero de 2023

El camino de la esperanza - Padre Edgar Díaz

El camino que conduce a Dios - Margaret Ellis 

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“Yo creo, Señor; ¡Fortalece mi fe! Yo espero, Señor; ¡Consolida mi esperanza! Yo os amo, Señor; ¡Inflama mi amor! Yo me arrepiento, Señor; ¡Aviva mi dolor!

¡La culpa no es de Dios! No. La culpa no es de Dios, sino del alma que no quiere oír.

No es culpa de Dios; es culpa de los hombres que se han vuelto tan perezosos mentalmente hablando, tan cegados por las riquezas y placeres, tan indispuestos a ver lo que no quieren ver, que son incapaces de asimilar la Palabra de Dios.

No se predica para que no entiendan, sino que de la prédica se sigue que no oirán y no comprenderán.

El siguiente pasaje de Isaías explica que la función del Profeta era ir a predicar, es decir, ilustrar. Pero se seguía que no se le escuchaba:

“Y dijo Él: “Ve y di a este pueblo: Oíd, y no entendáis; ved, y no conozcáis. Embota el corazón de este pueblo, y haz que sean sordos sus oídos y ciegos sus ojos; no sea que vea con sus ojos, y oiga con sus oídos, y con su corazón entienda, y se convierta y encuentre salud” (Isaías 6:9-10).

Precisamente el Profeta nos está diciendo que por oír, entender, ver y conocer a Dios, viene la conversión y la salvación.

Así, quienes no quieren entender, dadas las claras manifestaciones de Dios, Dios les castiga. En Egipto dijo a Moisés:

“Haz delante del Faraón todos los prodigios que he puesto en tu mano; Yo, empero, endureceré su corazón, y no dejará ir al pueblo” (Éxodo IV, 21).

No peca Dios al endurecer el corazón del Faraón. Pues, dice San Pablo:

“De quien Él quiere tiene misericordia, y a quien quiere lo endurece” (Romanos IX, 18).

Dios habría podido castigar al Faraón de mil maneras, pero prefirió castigarle “negando la misericordia”, dice San Agustín.

Semejante castigo cayó, según San Pablo, sobre aquellos que Dios “entregó a la inmundicia en las concupiscencias de su corazón” (Romanos I, 24); lo cual, como observa Santo Tomás, no hizo empujándolos al mal, sino abandonándolos, retirando de ellos su gracia.

Valorado el endurecimiento del corazón del Faraón además con el concepto semita de causa y efecto, según el cual todo lo que de alguna manera se puede aplicar a Dios —v.gr., permitiendo, no oponiéndose positivamente a algo—, el endurecimiento del corazón se lo atribuyen sin más a Él, pero vemos que en realidad con las “plagas” buscaba Dios que el Faraón cediese, oyera, entendiese, viera, conociera y se convirtiese. 

Con Israel sucedió algo similar, porque “vino a los suyos,” y ¡tantos! “no lo recibieron” (San Juan I, 11).

Por esta misma razón pedimos en la sexta petición del Padrenuestro: “Y no nos dejes caer (literalmente: no nos introduzcas) en la tentación”.

Dios no ciega más que indirectamente, apartando poco a poco a los impíos de la luz de la verdad y gracia, a fin de castigarlos por su malicia, la malicia de no querer oír, entender, ver y conocer a Dios. 

Jesucristo habla en parábolas no (según se cree a menudo) para poner ejemplos que aclaren, sino precisamente a la inversa “porque viendo no ven y oyendo no oyen ni comprenden. Para ellos se cumple esa profecía de Isaías: ‘Oiréis pero no comprenderéis, veréis y no conoceréis’” (San Mateo XIII, 13-15). 

Esta forma sumamente misteriosa de las parábolas—dice Straubinger—explica el hecho sorprendente de que aún quede mucho por entender en ellas, al cabo de dos mil años, como lo demuestra la gran diversidad de las opiniones que sobre ellas han expuesto los más reputados autores, según puede verse, por ejemplo, con respecto a los antiguos, en la “Catena Áurea” de Santo Tomás. 

En una homilía sobre esta parábola San Juan Crisóstomo explica que los distintos tipos de terrenos, a saber, piedra, camino y espinas, representan a los perezosos, los ricos, y los dados a los placeres, a los cuales no se les dirige directamente para no desesperarlos y para que sea la conciencia de cada uno la que acuse.

Mas, ¿qué razón de ser tiene eso de sembrar sobre espinas, sobre piedras, sobre el camino?, se pregunta San Juan Crisóstomo. Tratándose de semilla y de tierra, ciertamente no tendría razón de ser; pero, tratándose de las almas y de la doctrina, es motivo de mucha alabanza. 

El labrador que eso hiciera, en verdad, sería reprendido con justicia; pues no es posible que la piedra se convierta en tierra, ni que el camino no sea camino, ni que las espinas dejen de ser tales; mas, con los humanos no es así. 

Porque posible es que la piedra se transforme en tierra gruesa; y que el camino no sea ya pisado ni permanezca abierto a todos los pasajeros, sino que se torne campo fértil; y que las espinas desaparezcan y la semilla fructifique en ese terreno. 

Si esto no fuera posible, no hubiese Dios sembrado. Y si en todos estos campos no se verificó la mudanza, no es culpable el sembrador, sino los que no quisieron cambiar de vida. Él puso cuanto de su parte estaba; si los demás malograron lo que recibieron, no tiene la culpa quien mostró tanta benignidad.

No echemos la culpa a otra cosa que al ánimo corrompido. Muy bien se puede ser rico sin dejarse dominar por la codicia, y vivir en este siglo sin que nos ahogue la solicitud.

“El engaño de las riquezas” (San Mateo XIII, 22), dice el Evangelio. Todo es falaz en ellas; no son sino mero nombre, vacío de realidad. Así, el placer, la gloria, el embellecimiento..., nada de verdad encierran, sino pura fantasía.

Pero no basta librarse del apetito de las riquezas, sino que es necesario ejercitar también las demás virtudes. No nos basta para salvarnos una parte tan solo, sino que es necesario, primero diligencia en el oír, y memoria continua de lo oído:

“¿Cómo creerán, sino oyeren?” (Romanos X, 14).

Esto es principal: si no entendemos lo que se dice, no aprenderemos tampoco lo que debemos hacer; ni tendremos la fortaleza, ni alcanzaremos el desprecio necesario de las cosas presentes.

Después de referirse a los modos de perdición, habla, por fin, la parábola de la tierra buena. No da así lugar a la desesperación, antes abre el camino a la esperanza del arrepentimiento, y muestra que todos pueden convertirse en buena tierra.

Una rindió ciento, otra sesenta, otra treinta. La diferencia proviene de la naturaleza del terreno. La causa de la diversidad en la producción no está en el labrador ni en la semilla, sino en la tierra que la recibe. No en la naturaleza, sino en la voluntad.

Y aquí se descubre la benignidad de Dios, que no exige a todos la misma medida de voluntad, sino que acoge a los primeros, no desecha a los segundos y da cabida a los terceros. Y dice esto para que no crean los que le siguen que basta oír para salvarse.

En consecuencia, oigamos la palabra de Dios con buen ánimo; echemos raíces profundas y purifiquémonos de las vanidades de la vida. Todo eso junto; no una cosa sí, la otra no. 

De lo contrario, el hombre, creado para amar a Dios, estaría perdiendo el objeto de su amor por no oírlo, y así yendo por la vía de la perdición.

Como nos dice San Pablo: “Toleran de buena gana a los necios. Toleran a quienes los esclavizan, a quienes los devoran, a quienes les quitan lo suyo, a quienes les tratan con altanería, a quienes les hieren en el rostro” (2 Corintios XI, 19-20), pero no toleran a Dios, Bondad Suprema e Infinita.

En lo que parecen ser los albores de la Parusía elevamos nuestro corazón y nuestras peticiones para que el Señor tenga misericordia de nosotros:

¡Venga tu Reino, oh, Señor! Sea tu Iglesia unida para el Reino tuyo. Líbrala de todo mal, consúmela en tu caridad, y de los cuatro vientos reúnela, santificada, en tu Reino, que para Ella preparaste, porque tuyo es el poder y la gloria en los siglos. 

¡Venga la gracia! ¡Pase este mundo! ¡Hosanna al Hijo de David! ¡Acérquese el que sea santo! ¡Arrepiéntanse y conviértase el que no lo sea! 

¡Ven Señor, no tardes! ¡Amén!

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Domingo de Sexagésima – 2023-02-12 – 2 Corintios XI, 19-33-XII, 1-9 – San Lucas VIII, 4-15 – Padre Edgar Díaz