sábado, 18 de febrero de 2023

El Himno a la Caridad de San Pablo

Dios Padre - Cima de Conegliano

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“Yo creo, Señor; ¡Fortalece mi fe! Yo espero, Señor; ¡Consolida mi esperanza! Yo os amo, Señor; ¡Inflama mi amor! Yo me arrepiento, Señor; ¡Aviva mi dolor!

El Himno a la Caridad de San Pablo nos transporta al grado más alto de la vida cristiana: el amor, o en otros términos, la gracia de amar al Padre y al prójimo como Jesús amó.

Es que el amor es lo más grande del Reino de Dios. Es el olvido de sí, que aguanta todo, que nunca fenece, signo infalible de la gracia de Dios.

San Pablo expone un sublime himno lírico a la caridad; es un retrato, sin duda el más auténtico y vigoroso que jamás se trazó del amor, el más alto de los dones y de las virtudes teologales, para librarnos de confundirlo con sus muchas imitaciones: el sentimentalismo, la beneficencia filantrópica, la limosna ostentosa, etc.

Fija así el Apóstol de los Gentiles el concepto de la caridad según sus características esenciales, pues son las que cualquiera puede reconocer simplemente en todo amor verdadero. Si no es así no es amor:

“El amor es paciente; el amor es benigno, sin envidia; el amor no es jactancioso, no se engríe; no hace nada que no sea conveniente, no busca lo suyo, no se irrita, no piensa mal; no se regocija en la injusticia, antes se regocija con la verdad; todo lo sobrelleva, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta” (1 Corintios XIII, 4-7).

Una formidable lección de amor:

“Y si repartiese mi hacienda toda, y si entregase mi cuerpo para ser quemado, mas no tengo caridad, nada me aprovecha” (1 Corintios XIII, 3).

Antes que las obras materiales está la sinceridad del amor con que las hacemos:

“El amor no busca lo suyo” (1 Corintios XIII, 5).

De lo contrario nuestro natural egoísmo viviría sembrando ruinas desenfrenadamente. 

No significa que hayamos de empeñarnos en buscar las cosas desagradables para nosotros y las agradables para los demás sino en cuidar ante todo que ninguna de nuestras ventajas pueda ser en detrimento de otro. 

Muchas cosas agradables nos permite Dios que no producen daño ajeno. Más aún, todas nos las promete Él por añadidura si tenemos esta disposición fundamental de caridad que no aceptaría nada que fuese con perjuicio del prójimo.

Mas para poder pensar en la caridad como amor de nuestra parte a Dios y al prójimo, hemos de pensar antes en la caridad como amor que Dios nos tiene y que Él nos comunica, sin lo cual seríamos incapaces de amar. Así lo enseña la Santa Iglesia Católica (Denz. 198 s.). 

“Dios es amor” (I Juan IV, 8); y ese amor infinito del Padre por el Hijo nos es extendido a nosotros por la misión del Espíritu Santo (cf. Romanos V, 5), el cual pone entonces en nosotros esa capacidad de amar al Padre como lo amó Jesús, y de amarnos entre nosotros como Jesús nos amó (cf. San Juan XIII, 34; XV, 12).

Señala el Concilio de Trento que la fe, “la primera de las tres virtudes teologales”, siendo el “principio de la humana salvación, el fundamento y la raíz de toda justificación”, es la base y condición previa de toda posible caridad, pues es cosa admitida que no pueda amarse lo que no se conoce.

Y al respecto, para ubicarnos en la medida correcta de nuestro conocimiento de Dios, nos dice San Juan de la Cruz: “Más ignoramos de Dios que lo que conocemos de Él”.

Una expresión clásica enseña que “el fuego de la caridad se enciende con la antorcha de la fe”. En vano pretenderíamos ser capaces de amar como es debido si antes no hemos buscado el motor necesario entregando el corazón al amor que viene del conocimiento de Cristo, como lo dice la Escritura. 

En ella se nos revela el Amor del Padre que “nos amó primero” (I Juan IV, 10) hasta darnos su Hijo (cf. San Juan III, 16):

“Y la vida eterna es: que te conozcan a Ti, solo Dios verdadero, y a Jesucristo Enviado tuyo” (San Juan XVII, 3).

El conocimiento del Padre y del Hijo —obra del Espíritu de ambos “que habló por los profetas”— se vuelve vida divina en el alma de los creyentes, los cuales son “partícipes de la naturaleza divina” (2 Pedro I, 4).

Vemos hasta qué punto el conocimiento y amor del Evangelio influye en nuestra vida espiritual:

“Santifícalos en la verdad: la verdad es tu palabra” (San Juan XVII, 17).

Jesús habría podido decirle al Padre que nos santificase en la caridad, que es el supremo mandamiento. Pero Él sabe muy bien que ese amor viene del conocimiento. De ahí que en el plan divino se nos envió primero al Verbo, o sea la Palabra, que es la luz; y luego, como fruto de Él, al Espíritu Santo que es el fuego, el amor.

Es decir, sólo la fe que obra por la caridad, la fe en el amor y la bondad con que somos amados (cf. 1 Juan IV, 16), podrá convertir nuestro corazón egoísta, a esa vida que indica San Pablo, en que el amor es el móvil de todos nuestros actos:

“Por cuanto en Cristo Jesús ni la circuncisión vale algo, ni la incircuncisión, sino la fe, que obra por amor” (Gálatas V, 6).

Y San Juan:

“Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él, y en él haremos morada” (San Juan XVII, 17).

El amor es el motor indispensable de la vida sobrenatural: todo aquel que ama, vive según el Evangelio; el que no ama no puede cumplir los preceptos de Cristo, ni siquiera conoce a Dios, puesto que “Dios es amor” (1 Juan IV, 8). Del amor a Dios brota de por sí la obediencia a su divina voluntad.

Culmina el Himno a la Caridad con una estupenda noticia. Toda la gracia del amor conduce a la gloria de la que participaremos junto a Nuestro Señor.

En efecto, San Pablo asegura que:

“Porque ahora miramos en un enigma, a través de un espejo; mas entonces veremos cara a cara. Ahora conozco en parte, entonces conoceré plenamente de la manera en que también fui conocido” (1 Corintios XIII, 12).

Sólo por el espejo de la fe, perfeccionada por el amor y sostenida por la esperanza, podemos contemplar desde ahora el enigma de Dios: 

“Al presente permanecen la fe, la esperanza y la caridad, estas tres; mas la mayor de ellas es la caridad” (1 Corintios XIII, 13).

¿Cómo podríamos de otra manera ver las realidades espirituales con los ojos de la carne, de una carne caída que no sólo es ajena al espíritu sino que le es contraria? (cf. Gálatas V, 17). De ahí el inmenso valor de la fe, y el gran mérito que Dios le atribuye cuando es verdadera, haciendo que nos sea imputada como justicia. 

Porque es necesario realmente que concedamos un crédito sin límites, para que aceptemos de buena gana poner nuestro corazón en lo que no vemos, quitándolo de lo que vemos, sólo por creer que la Palabra de Dios no puede engañarnos cuando nos habla y nos ofrece su propia vida divina, mostrándonos que aquello es todo y que esto es nada. 

De ahí que nuestra fe, si es viva, honre tanto a Dios y le agrade tanto, como al padre agrada la total confianza del hijito que sin sombra de duda le sigue, sabiendo que en ello está su bien. 

Él nos da entonces evidencias tales de su verdad cuando escuchamos su lenguaje en las Escrituras, que ello, como dice Santa Angela de Foligno, nos hace olvidar del mundo exterior y también de nosotros mismos. 

Pero, sin embargo, el deseo de ver cara a cara, ese anhelo de toda la Iglesia y de cada alma, con el cual termina toda la Biblia: “Ven, Señor Jesús” (Apocalipsis XXII, 20), crece en nosotros cada vez más porque se nos ha hecho saber que ese día (la Parusía), al conocer de la manera en que hemos sido conocidos, seremos hechos iguales a Jesús. 

En efecto, el mismo San Juan nos revela que esta anhelosa esperanza de ver a Jesús, nos santifica, así como Él es santo (cf. I Juan III, 3).

Y San Pablo nos muestra que no se trata de desear la muerte sino la transformación que él mismo revela nos traerá Cristo en su venida:

“Porque anhelamos ser sobrevestidos de nuestra morada del cielo… suspiramos preocupados… (por) sobrevestirnos, en forma tal que lo mortal sea absorbido por la vida” (2 Corintios V, 2-4).

En la Parusía, entonces, algunos vivos, no sufrirán la muerte. Querríamos llegar a la vida eterna sin pasar por la muerte, pero este deseo solo es realizable con la condición de hallarnos vivos en el momento de la Parusía (cf. 1 Tesalonicenses IV, 13-18; 1 Corintios XV, 50-54”. 

San Agustín y San Jerónimo siguen esta interpretación, según la cual se librarán de la muerte los amigos de Cristo que vivan en el día de su segunda venida. Así también lo sostiene Santo Tomás de Aquino (I-II, Q. 81, art. 3 ad 1).

La caridad, entonces, es, como dice Santo Tomás, la que, mientras vivimos, da la vida a la fe y a la esperanza, pero un día sólo la caridad permanecerá para siempre y, como dice el Doctor Angélico en otro lugar, la diferencia en la bienaventuranza corresponderá al grado de caridad y no al de alguna otra virtud.

Por esta razón, entre mil otras, ella es la más excelente de las tres virtudes teologales, si las miramos como distintas entre sí.

Notemos que así cumplirá Dios, de un modo infinitamente admirable y superabundante, aquella loca ambición de nuestros primeros padres (“No moriréis”, cf. Génesis III, 4), que Satanás les inspiró sin sospechar que en eso consistía el ansia del mismo Dios por prodigar su propia vida divina, mas no por vía de rebelión, que era innecesaria, sino por vía de Paternidad, haciéndonos hijos suyos iguales a Jesús y gracias a los méritos redentores de Jesús.

El conocimiento de Dios nos santifica y nos da la capacidad de amar con verdadero amor, al Padre, y al prójimo, así como Jesús nos ama. El amor al Padre, y al prójimo, vivifica nuestra fe convirtiéndola en verdadera.

Tal es la obra que hace en nosotros el Espíritu Santo. (Cf. Efesios I, 5; Romanos VIII, 14).

Elevemos nuestro corazón y nuestras peticiones para que el Señor nos conceda la gracia del amor. Y una vez más, reiteramos nuestro anhelo y esperanza por el día de su Parusía:

¡Venga tu Reino, oh, Señor! Sea tu Iglesia unida para el Reino tuyo. Líbrala de todo mal, consúmela en tu caridad, y de los cuatro vientos reúnela, santificada, en tu Reino, que para Ella preparaste, porque tuyo es el poder y la gloria en los siglos. 

¡Venga la gracia! ¡Pase este mundo! ¡Hosanna al Hijo de David! ¡Acérquese el que sea santo! ¡Arrepiéntanse y conviértase el que no lo sea! 

¡Ven Señor, no tardes! ¡Amén!


Basado principalmente en las notas de la Biblia de Mons. Straubinger.

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Domingo de Quincuagésima – 2023-02-19 – 1 Corintios XIII, 1-13 – San Lucas XVIII, 31-43