sábado, 25 de febrero de 2023

Jesús Tentado en el Desierto

Las Tentaciones de Jesús en el Desierto

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“Yo creo, Señor; ¡Fortalece mi fe! Yo espero, Señor; ¡Consolida mi esperanza! Yo os amo, Señor; ¡Inflama mi amor! Yo me arrepiento, Señor; ¡Aviva mi dolor!

El Evangelio de hoy, junto con el del Bautismo del Señor, son la gran obertura del drama de la vida pública, y una de las páginas evangélicas con más sentido oculto. 

No han sido escritas para personas que no entienden de la vida espiritual, puesto que al desenvolverse dentro de un ambiente por completo sobrenatural, son rechazadas de plano por éstas, sino para ser meditadas con recogimiento y provecho abundantes por el fiel.

¿Le era necesario al Señor retirarse al desierto para encerrarse en la soledad, el ayuno, y la oración, durante cuarenta días?

La causa eficiente de su ida al desierto fue sin duda el Espíritu Santo. Fue conducido por una moción interna: “Puesto que todos los que son movidos por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios” (Romanos VIII, 14), para vivir y permanecer durante algún tiempo, así armado con la virtud del Espíritu, por encima de la condición de la naturaleza humana – dice San Cirilo.

Suarez nos explica el motivo. Marchó al desierto para vivir una vida celestial y casi angélica, toda ella dedicada a la contemplación, de la que la soledad es gran ayuda. Aunque no la necesitaba, quien por su visión beatífica estaba tan unido a Dios que nada podía impedírsela, sin embargo, lo hizo para darnos ejemplo.

Allí el demonio le tentó tres veces, de lo leve a lo más grave – dice Santo Tomás de Aquino. Así lo hace también cuando nos tienta a nosotros. 

Primero, le tentó con lo que apetecen todos los hombres por espirituales que sean, a saber, el sustento de la naturaleza corporal por medio del alimento.

En segundo lugar, procedió a una cosa en la que los hombres espirituales caen a veces: que hagan algo por ostentación, lo cual pertenece a la vanagloria.

Y tercero, llevó la tentación a lo que ya no es propio de los hombres espirituales, sino de los carnales, esto es, a codiciar las riquezas y la gloria del mundo hasta el desprecio de Dios.

Por eso en las dos primeras tentaciones dijo: “Si Tú eres el Hijo de Dios” (San Mateo IV, 3.6), pero no en la tercera, la cual, no puede convenir a los hombres espirituales, que son por adopción hijos de Dios, como en las dos primeras.

En cuanto a esta última tentación, apetecer las riquezas y honores del mundo, es pecado cuando se apetecen desordenadamente tales cosas. Esto se manifiesta sobre todo por el hecho de que el hombre para conseguir estos bienes generalmente hace algo deshonesto.

Por lo tanto no se contentó el diablo con aconsejar el deseo de las riquezas y honores sino que pretendió que Cristo le adorase para obtener tales bienes, lo cual es la maldad mayor y lo más contrario a Dios.

No solamente dijo si me adoras sino que añadió: “Yo te daré todo si te postras ante mi” (San Mateo IV, 9). Y en la versión de San Lucas: “Yo te daré todo este poder y la gloria de ellos, porque a mí me ha sido entregada, y la doy a quien quiero” (San Lucas IV, 6).

Podría decirse que Satanás, “padre de la mentira” (San Juan VIII, 44) habla como impostor al atribuirse frente a Cristo un dominio que precisamente le está reservado a Jesús. 

Pero el reino de Satanás es solo el imperio de la mundanidad, con sus glorias y sus pompas, a las cuales renunciamos en el Bautismo, es decir, al mundo actual con sus prestigios, de quien es príncipe (cf. San Juan XII, 31; 1 Juan II, 15; V, 19).

Tal es el mundo que odia necesariamente a Cristo (cf. San Juan VII, 7), aunque a veces haga profesión de estar con Él. Sobre ese mundo adquirió Satanás, con la victoria sobre Adán, un dominio verdadero del cual sólo se libran los que renacen de lo alto (cf. San Juan III, 3), aplicándose la Redención de Cristo mediante la fe que obra por la caridad (Gálatas V, 6). 

A estos llama Jesús, dirigiéndose al Padre, “los que Tú me diste” y dice que ellos están apartados del mundo, y declara expresamente que no ruega por el mundo, sino sólo por aquellos que no son del mundo, antes bien son odiados por el mundo (San Juan XVII, 2.9.14).

Es por esta razón que la prueba de la tentación se presenta a estos, especialmente por los que Jesús oró, objeto de la elección de Dios.

Quien es sometido a la tentación entra en el misterio de la sabiduría de Dios – dice San Pablo: “La sabiduría de Dios se trata en el misterio” (1 Corintios II, 7).

En el libro de Tobías el ángel Rafael insinúa, en una breve sentencia, todo el misterio de la elección divina, y le dice a Tobías: “Y porque eres acepto a Dios, fue necesario que la tentación te probase” (Tobías XII, 13).

En el libro de Job vemos el mismo carácter de las pruebas de Dios, a través de la permisión de la tentación. Dios acepta el desafío de Satanás de probar a Job: “Verás – le dice éste – cómo te maldice en la cara” (Job I, 11; II, 5).

Dios que todo lo sabe permite, entonces, la tentación, no solo porque prevé que Job saldrá triunfante y beneficiado, sino también el mismo divino Padre se dispone a darle primero la fuerza para triunfar y luego el premio del triunfo, con lo cual vemos verificarse lo que dice San Agustín: “Dios corona (premia) en nosotros sus propios dones”.

Pero es necesario que ahondemos todavía para comprender mejor el plan divino en la prueba del justo, y más aún como cristianos, o sea como hombres a quienes se ha concedido el ser hijos de Dios, mediante la fe en la Redención de Cristo (cf. San Juan I, 12), como invitados al gran Banquete del Cuerpo Místico, pero que para ello necesitan revestirse del traje nupcial (cf. San Mateo XXII, 12). 

Si los justos del Antiguo Testamento ya se salvaron por la fe en la Promesa del Redentor, y no por la Ley, la cual nadie cumplía plenamente, ¿cuánto más necesaria no será, esa fe viva en los méritos de Cristo, después de la Encarnación y de la Pasión? 

Y sin embargo, nuestra fe es pobrísima, como ya lo reprochaba Jesús a los Apóstoles. Tan pobre es, que no hay nada bastante pequeño con que compararla, ya que si fuera solamente como el mínimo grano de mostaza, podríamos mandar a los árboles que se trasplantasen sobre el agua del mar, y nos obedecerían al instante, según la asombrosa promesa del mismo adorable Salvador (cf. San Lucas XVII, 6). 

Entendamos, pues, que lo que Dios necesita probar en nosotros, no es la resistencia física, como en los animales, ni “nuestras” virtudes, pues es dogma de fe que ninguna virtud tenemos propia. 

Es la fe (2 Pedro 1, 7), el crédito que damos a los misterios revelados; es la confianza que tenemos en la eficacia salvadora de la Redención; es, como dice San Bernardo, el aplicarnos verdaderamente a cada uno de nosotros, el valor de la Sangre de Cristo. Es ésta una verdad muy sobrenatural, que difícilmente la admitimos suficientemente en la realidad de nuestra vida espiritual. 

De ahí la necesidad de la prueba a través de la tentación. Porque el cristiano cuya fe no es viva, el que no se siente justificado por los méritos de Cristo que se le aplican mediante esa fe (cf. Efesios II, 8), fatalmente incurrirá en uno de los dos extremos: o la tremenda desesperación, viéndose incapaz de justificarse por sí mismo y no teniendo quien lo salve, o la detestable presunción del que se cree suficiente para salvarse por su solo esfuerzo. 

De ahí, pues, la necesidad que todos tenemos de ser probados en la fe: para que la comprobación de nuestra impotencia nos enseñe a recurrir al Padre Celestial, y a poner en Él toda nuestra confianza, por los méritos de su Hijo Jesucristo.

Recordemos que la elección de privilegio de Dios comporta la necesidad de corresponder a ella, de aceptarla con la alegría, la confianza y la gratitud que convienen a quien se siente objeto de una altísima distinción y sabe que ella le trae ventajas incomparablemente superiores a los esfuerzos que pueda demandarle.

La prueba de la tribulación es uno de esos altos dones de Dios, porque trae consigo privilegios muy grandes para el que la acepta en unión con Cristo, según sus propias palabras:

“Vosotros sois los que constantemente habéis perseverado conmigo en mis tribulaciones: por eso Yo os preparo el Reino como mi Padre me lo preparó a Mí…” (San Lucas XXII, 28-30).

¿Quién no aceptará, si tiene un ápice de fe, esa gloriosa vocación de su Padre, que lo escoge como a hijo predilecto, a semejanza de Cristo, y para ello lo prueba, simplemente con el propósito de poner rectitud y verdad en su corazón que todos tenemos maleado mientras Dios no lo purifica?

No es posible vivir ajeno a Cristo, sino que hemos de estar con Él o contra Él (cf. San Lucas XI, 23), no podemos rehuir la luz que viene del Salvador, sin incurrir en terrible condenación.

Por lo mismo que no podemos pecar contra la luz y rechazar la iluminación que nos viene de Cristo, no podemos tampoco renunciar a ese privilegio de la elección, para la cual Él mismo suele prepararnos probando nuestra fe por medio de la persecución, y de las tribulaciones (tentaciones), que nos ayudan a despegar totalmente el corazón de los bienes aparentes, para arraigarlo en los bienes reales e inmarcesibles (cf. 2 Corintios IV, 18). 

¿Y por qué no podemos declinar el privilegio, y permanecer simplemente en esa penumbra espiritual en que la mayoría de los hombres vegetan, como si no hubieran sido redimidos por la Sangre de un Dios? 

Jesucristo nos da la respuesta: “Porque se pedirá cuenta de mucho aquel a quien mucho se le entregó; y a quien se han confiado muchas cosas, más cuenta le pedirán” (San Lucas XII, 48). 

¡Ay de los que rechazan la invitación al banquete del Reino! “Pues os protesto que ninguno de los que antes fueron convidados, ha de probar mi cena” (San Lucas XIV, 24).

Por todo esto decimos que estas páginas no han sido escritas para quienes son ajenos por completo a lo sobrenatural, sino para ser meditadas con recogimiento y provecho abundantes por quienes piensan estar yendo por los caminos de Dios.

Que el Señor nos conceda la gracia de saber sobrellevar la prueba de la tribulación, así como Jesús rechazó las tentaciones en su retirada al desierto:

“Bienaventurado aquel hombre que sufre tentación, porque después que fuere probado, recibirá la corona de la vida, que Dios ha prometido a los que le aman” (Santiago I, 12).

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¡Venga tu Reino, oh, Señor! Sea tu Iglesia unida para el Reino tuyo. Líbrala de todo mal, consúmela en tu caridad, y de los cuatro vientos reúnela, santificada, en tu Reino, que para Ella preparaste, porque tuyo es el poder y la gloria en los siglos. 

¡Venga la gracia! ¡Pase este mundo! ¡Hosanna al Hijo de David! ¡Acérquese el que sea santo! ¡Arrepiéntanse y conviértase el que no lo sea! 

¡Ven Señor, no tardes! ¡Amén!

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Primer Domingo de Cuaresma – 2023-02-26 – 2 Corintios VI, 1-10 – San Mateo IV, 1-11 – Padre Edgar Díaz