La Transfiguración en el Monte Tabor - Carl Bloch |
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“Yo creo, Señor; ¡Fortalece mi fe! Yo espero, Señor; ¡Consolida mi esperanza! Yo os amo, Señor; ¡Inflama mi amor! Yo me arrepiento, Señor; ¡Aviva mi dolor!
Dice un autor francés, D’Aubigny:
“Si a cualquier pueblo, culto o salvaje, se dijera que la voz de un dios había sido escuchada en el espacio, o que se había descubierto un trozo de pergamino con palabras enviadas desde otro planeta... imaginemos la conmoción y el grado de curiosidad que esto produciría, tanto en cada uno como en la colectividad.
“Pero Dios Padre habló para decirnos que un hombre era su Hijo, y luego nos habló por medio de ese Hijo y enviado suyo diciendo que sus palabras eran nuestra vida.
“¿Dónde están, pues, esas palabras? y ¡cómo las devorarán todos! Están en un librito que se vende a pocos céntimos y que casi nadie lee. ¿Qué distancia hay de esto al tiempo anunciado por Cristo para su Segunda Venida, en que no habrá fe en la tierra?”
Monseñor Straubinger sostiene que en la Transfiguración Nuestro Señor mostró un anticipo de la gloria con que volverá al fin de los tiempos.
Tal es la gloria cuya visión nos refieren San Juan Evangelista:
“Y el Verbo se hizo carne, y puso su morada entre nosotros—y nosotros vimos su gloria, gloria como del Unigénito del Padre—lleno de gracia y de verdad” (San Juan I, 14)
Y San Pedro en su segunda Epístola:
“Porque no os hemos dado a conocer el poder y la Parusía de Nuestro Señor Jesucristo según fábulas inventadas, sino como testigos oculares que fuimos de su majestad” (2 Pedro I, 16).
San Pedro confirma el Dogma de la Segunda Venida de Cristo, que algunos negaban preguntando: “¿Dónde está la promesa de su Parusía?” (2 Pedro III, 4).
En la Transfiguración los Apóstoles fueron testigos oculares de su Majestad, donde por primera vez vieron al Señor en la gloria en la cual ha de venir. El texto original griego dice claramente: “dunamin kai parousian”.
Allí estaba la Iglesia: San Pedro, su cabeza visible; Santiago, representando las obras de la Iglesia; y San Juan, el Apóstol señalado para introducir con su Apocalipsis los últimos tiempos.
Y también estaban los Dos Testigos: Moisés y Elías. Moisés, promulgador de la Antigua Ley; y Elías, arrebatado vivo a los cielos, como anticipo del arrebato de la Iglesia en la Parusía.
Muy probablemente Moisés y Elías son los Dos Testigos del Apocalipsis que llevarán a cabo la tarea de Evangelización durante la primera parte de la 70 semana de Daniel, antes del Anticristo, principalmente entre los Judíos, quienes se convertirán, al menos inicialmente, gracias a la predicación de ellos.
Señala el Cartujo Ludolfo de Sajonia:
“Cuán grande señal y prenda tenemos de nuestra bienaventuranza, porque no era otra cosa aquella Transfiguración sino una demostración anticipada de la gloria del Segundo Advenimiento del Señor al juicio, cuando ese mismo gloriosísimo Rey y sus santos resplandecerán con mayor claridad que el sol”.
Habiendo sido San Pedro testigo ocular en la Transfiguración su testimonio no tiene comparación y marca la exégesis del texto de una manera contundente.
“Pues Él (Jesucristo) recibió de Dios Padre honor y gloria cuando de la Gloria majestuosísima le fue enviada aquella voz: ‘Éste es mi Hijo amado en quien Yo me complazco’; y esta voz enviada del cielo la oímos nosotros, estando con Él en el monte santo” (2 Pedro I, 17-18).
Así San Pedro nos exhorta con la certeza perfecta de las verdades del Evangelio. Esta certeza se basa, por un lado, sobre el testimonio de los Apóstoles, que miraban con sus ojos las maravillas que cuentan acerca de Cristo, y por otro lado, sobre los oráculos de los profetas del Antiguo Testamento:
“Y tenemos también, más segura aun, la palabra profética, a la cual bien hacéis en ateneros—como a una lámpara que alumbra en un lugar oscuro hasta que amanezca el día y el astro de la mañana se levante en vuestros corazones—entendiendo esto ante todo: que ninguna profecía de la Escritura es obra de propia iniciativa; porque jamás profecía alguna trajo su origen de voluntad de hombre, sino que impulsados por el Espíritu Santo hablaron hombres de parte de Dios” (2 Pedro I, 19-21).
San Pedro disipa dudas y pone bien en claro. Comienza con aclarar el origen de estas verdades, que, según algunos, podría haber sido atribuido a la predicación apostólica. Esto es totalmente falso. Ni él, ni sus compañeros, podrían engañarnos contándonos fabulas hábilmente compuestas.
Lo reafirma San Pablo, que escribió contra los doctores judaizantes:
“No enseñen diferente doctrina, ni presten atención a fábulas y genealogías interminables, que sirven más bien para disputas que para la obra de Dios por medio de la fe” (1 Timoteo I, 3-4)
Algunos falsos maestros, a los que se hace referencia aquí, sin duda tienden, al igual que los racionalistas contemporáneos, a indicar que las historias contadas en el Evangelio sólo son alegorías o leyendas.
No. El Evangelio no es alegoría o leyenda, por lo tanto, lo que expresa es la verdadera doctrina cristiana que les fue enseñada a los Apóstoles, ya sea directa o indirectamente, y en la Transfiguración, los Apóstoles fueron testigos directos del poder y del anticipo de la Parusía de Nuestro Señor.
La segunda epístola de San Pedro, entonces, va dirigida en contra de los que niegan el poder divino de Nuestro Señor y su futuro regreso, y San Pedro indica la verdadera fuente de su conocimiento, y el de los otros Apóstoles: fueron testigos presenciales.
Fueron testigos presenciales de “la Gloria majestuosísima”, y esta majestuosidad es una prueba directa del poder de Jesús, y prenda de la realidad de su Segunda Venida.
El Apóstol da además otro testimonio de la omnipotencia del Salvador: “la palabra profética”. Se refiere a todos los oráculos mesiánicos considerados en su admirable unidad. “Más segura aun”—analiza San Pedro—pues reafirma la voz de Dios, que oyeron los Apóstoles; más fuerte se hace esta voz, ratificada por el cumplimiento de los oráculos.
“A la cual bien hacéis en ateneros”—invitación tácita a leer y estudiar detenidamente este cuerpo de oráculos. De hecho, las profecías del Antiguo Testamento son una brillante luz que sigue iluminándonos, que “alumbra en un lugar oscuro”, refiriéndose al mundo actual, con todas sus miserias morales.
“Hasta que amanezca el día y el astro de la mañana se levante en vuestros corazones”—continua San Pedro la metáfora, en un hermoso lenguaje poético. El portador de luz, por esta figura de lenguaje, probablemente designa al Segundo Advenimiento de Jesucristo.
Mientras llegue ese momento, la voz de los profetas debe guiar e instruir a los cristianos, junto con la de los Apóstoles, lo cual San Pedro corrobora: cuando Cristo vuelva toda la oscuridad desaparecerá, y esto será plena luz para nosotros.
La razón por la que la palabra profética es verdaderamente una luz para los cristianos es que “ninguna profecía de la Escritura es obra de propia iniciativa”. De ahí se desprende que nadie la puede interpretar según su sentido personal y privado:
“Jamás profecía alguna tuvo su origen en la voluntad del hombre”. Se puede y se deben leer y estudiar; pero nadie tiene derecho a interpretarlas a su antojo, pues se podría fácilmente perder el verdadero significado.
En la Iglesia primitiva se admitía sin vacilación el siguiente principio: es necesario que nos expliquen los Libros Sagrados, es decir, que sean abiertos a nuestra inteligencia: “Entonces les abrió la inteligencia para que comprendiesen las Escrituras” (San Lucas XXIV, 45), San Lucas explica lo que les sucedió a los discípulos camino a Emaús.
Jesucristo mismo, y sus Apóstoles no pueden más que darnos la correcta interpretación de los textos: es la Iglesia quien se reserva este derecho. Si tuviéramos siempre presente este principio, se habrían evitado muchos errores y herejías. Cuando olvidamos eso, dejamos de lado el verdadero espíritu católico.
La interpretación de las Sagradas Escrituras, y especialmente de las profecías, no es un asunto privado, enteramente humano, como lo sería la explicación de un libro ordinario. La Biblia y los oráculos no vienen de los hombres; de donde se sigue igualmente que estos últimos son incapaces de explicar.
Solo Dios, que es el verdadero autor, puede proporcionar una interpretación auténtica, por medio de los instrumentos elegidos por Él. Aquellos que son llevados, o conducidos (como un barco por el viento): “impulsados por el Espíritu Santo hablaron hombres de parte de Dios”. Los escritores sagrados han hablado, no por sí mismo, sino inspirados por el Espíritu de Dios.
Por eso, si San Pedro, Apóstol del Señor, Autor de su segunda Epístola, Libro Sagrado inspirado por el Espíritu Santo, es decir, Palabra de Dios, nos asegura que: “os hemos dado a conocer el poder y la Parusía (dunamin kai parousian) de Nuestro Señor Jesucristo … como testigos oculares que fuimos de su majestad” (2 Pedro I, 16), en el Monte Tabor, luego, es contundente que el sentido primario y literal de este singular evento de la vida de Nuestro Señor es el haber sido una demostración de su poder, y un anticipo de su Parusía, siendo esto último algo que pocos intérpretes han tenido en cuenta.
Diversas interpretaciones sobre la Transfiguración encontramos generalmente entre los autores: la manifestación de la gloria, de la divinidad, y de la mesianidad de Nuestro Señor Jesucristo. Además, añaden a esto, Nuestro Señor confortó a los discípulos para los días tristes de la pasión que vendrían.
Particularmente señala San Agustín que la aplicación obvia del significado de la Transfiguración es mostrarnos el cielo: “el cielo es la herencia de los hijos de Dios”.
Y para que alcancemos el cielo la doctrina de Nuestro Señor nos lleva de la transfiguración a la inmortalidad, previa transformación de nuestra vida natural en la sobrenatural, pues la vida de la gracia encierra en germen aquella otra divina.
La primera transfiguración del hombre consiste entonces en llevar a su alma del pecado a la luz de la gracia, que nos configura con Cristo.
Y la segunda transfiguración es más difícil y son muchos los que no aspiran a ella. Consiste en subir de virtud en virtud a imitación del Señor que subió al Tabor.
Pero por exactas y muy beneficiosas, ciertamente, que sean todas estas interpretaciones, permanecen como en segundo plano ante el primer e importantísimo significado expresado por San Pedro mismo, a saber, que Nuestro Señor vendrá un día en su Segunda Venida con todo su poder, Dogma de la Santa Iglesia Católica. Creemos firmemente que éste es el principal mensaje de la Transfiguración.
Es por todo esto por lo que la voz del Padre dijo claramente a los Apóstoles: “Escuchadle” (San Mateo XVII, 5). Y Jesús nos exhorta: “Esta es la obra de Dios: que creáis en Aquel que Él os envió” (San Juan VI, 29).
San Pedro y los demás Apóstoles, en el Tabor, fueron testigos oculares de esta obra de Dios.
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¡Venga tu Reino, oh, Señor! Sea tu Iglesia unida para el Reino tuyo. Líbrala de todo mal, consúmela en tu caridad, y de los cuatro vientos reúnela, santificada, en tu Reino, que para Ella preparaste, porque tuyo es el poder y la gloria en los siglos.
¡Venga la gracia! ¡Pase este mundo! ¡Hosanna al Hijo de David! ¡Acérquese el que sea santo! ¡Arrepiéntanse y conviértase el que no lo sea!
¡Ven Señor, no tardes! ¡Amén!
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Basado principalmente en las notas de la Biblia de Fillion.
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Domingo II de Cuaresma – 2023-03-05 – 1 Tesalonicenses IV, 1-7 – San Mateo XVII, 1-9 – Padre Edgar Díaz