sábado, 11 de marzo de 2023

¡Dichoso el seno que te llevó! - Padre Edgar Díaz

La Virgen y el Niño Jesús - Rafael Sanzio (1503)

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“Yo creo, Señor; ¡Fortalece mi fe! Yo espero, Señor; ¡Consolida mi esperanza! Yo os amo, Señor; ¡Inflama mi amor! Yo me arrepiento, Señor; ¡Aviva mi dolor!

“¡Dichoso el seno que te llevó!” (San Lucas XI, 27).

Después de haber curado al endemoniado ciego y mudo, y terminado su argumentación contra los escribas y fariseos, la adhesión de la turba a Jesús se manifestó por boca de una sencilla mujer que exclamó: “¡Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te amamantaron!” (San Lucas XI, 27).

De repente fue Jesús interrumpido en su discurso por una voz que hacía referencia a su Santísima Madre, la Bienaventurada Virgen María.

La mujer exclamó vivamente sus palabras. Así lo afirma Maldonado: 

“Las palabras tienen mucho énfasis. Se manifiesta este énfasis en la gran emoción y gran fe en la proclamación. Ella habla desde el interior de su alma, exclamando, por así decirlo, con toda su alma”.

Jesús no desatiende la alabanza de la buena mujer, pero la corrige, dando una orientación del todo práctica para quienes estaban oyendo la predicación del Reino de Dios: “Más bien dichosos los que oyen la palabra de Dios y la guardan” (San Lucas XI, 28).

A primera vista, la réplica de Jesús a esta mujer, así como aquella otra que hizo acerca de su verdadera familia: “Mi madre y mis hermanos son aquellos que escuchan la Palabra de Dios y la practican” (San Lucas VIII, 21), no parecen ser muy favorables a María, la Madre de Jesús. 

Sin embargo, hay que reconocer que en la exclamación de la mujer aparecen las palabras de María como una realidad cumplida: “Desde ahora me felicitarán todas las generaciones” (San Lucas I, 48).

Frente a las interpretaciones falsas propuestas por exegetas y autores que ceden en la depreciación de la Madre de Jesús, los Padres, doctores, teólogos y exégetas católicos han dado explicaciones distintas, pero todas coincidentes en la afirmación de que con semejantes palabras Jesús no ha intentado arrojar la más mínima penumbra sobre la excelencia que compete a su Madre Santísima.

Quienes sí ponen obstáculos a esta excelencia de María son aquellos que detestan la doctrina de la Santa Iglesia Católica.

Si bien los fariseos no pudieron engañar entonces al alma sincera de esta mujer con la insoportable calumnia que arrojaron en contra de Jesús de expulsar los demonios con el poder de Belcebú, lo han logrado en nuestros tiempos, sobre todo, con los protestantes, transmitiéndoles sus sentimientos de odio contra Jesús y su Santísima Madre.

Desafortunadamente muchos exégetas protestantes ven, en la ingenua y conmovedora exclamación de la humilde mujer, tan solo una “admiración in-inteligente hacia el maravilloso Taumaturgo y Predicador”.

Dicen que es “el primer ejemplo del espíritu de mariolatría (¡perdón por copiar estas líneas! – se excusa Fillion), que luego penetró en la Iglesia para corromperla, al poner a la Virgen María por sobre el Hijo que llevaba en su seno. Pero nada más falso que esto.

Y muy recientemente se escuchó desde Roma una de las más aberrantes herejías: “La Virgen no fue siempre santa; se hizo santa como todos los demás santos”—sostiene Bergoglio, es decir, fue pecadora como todos los santos, clara impugnación del Dogma de la Inmaculada Concepción, que tiene como fundamento precisamente la maternidad divina.

Una mujer en medio de la multitud mantiene lo contrario al elevar elogios a la Virgen. Probablemente era esta mujer una madre, ya que conoce y usó el lenguaje de las madres. Sus palabras, despojadas de toda pretensión, se vuelven para decir: ¡Oh! ¡Feliz tu Madre! 

Entre los hebreos, y sus obras clásicas, abundan expresiones de alabanzas similares: ¡Oh mujer feliz!, la madre que te generó”.

No intenta el Señor comparar la maternidad divina con la gracia santificante, sino que los extremos reales de la comparación son, de una parte, la maternidad tomada en sentido genérico, la maternidad común, ordinaria, y de otra parte, la fe práctica y las buenas obras, llevadas a cabo por una buena voluntad.

Antepone a la maternidad puramente carnal la maternidad según el espíritu. Esta maternidad espiritual hace concebir en el corazón la palabra de Dios oída y, custodiando la palabra concebida, la alimenta y la hace engendrar frutos de buenas obras.

Pero aunque se hubiera establecido comparación entre la maternidad de Dios y la gracia, nada se seguiría en contra de la dignidad de aquella, pues la maternidad divina, aunque sea más noble y más alta que la gracia, no por esto hace a María inmediata y formalmente bienaventurada.

Jesús no se opuso a la verdad expresada por la alabanza a su Santa Madre, pero quiso aclarar que “más bien dichosos son los que oyen la palabra de Dios y la guardan” (San Lucas XI, 28), porque a Nuestro Señor le encantaba llevar hacia las esferas superiores a los que lo escuchaban.

Confirma así Jesús los elogios tributados a María, mostrándonos que la grandeza de su Madre viene ante todo de escuchar la Palabra de Dios y guardarla en su corazón. “Si María no hubiera escuchado y observado la Palabra de Dios, su maternidad corporal no la habría hecho bienaventurada”—sostiene San Juan Crisóstomo.

Por eso, providencialmente, que la mujer de la turba haya ensalzado a la Madre de Jesús llamándola bienaventurada dio ocasión al Señor para hablar de la bienaventuranza que es común a todos, enseñándonos el medio para conseguirla.

He aquí lo que afirma San Pedro Canisio:

“El Señor añadió una afirmación general que pudiera servir y aprovechar a todos los oyentes, y, con ocasión de lo dicho por la mujer, dio la regla que es necesario saber y observar para vivir bien y felizmente, a fin de que nadie pensase que María era o había de ser la única bienaventurada en la tierra y en el cielo”.

Nuestro Señor opuso un hecho a otro hecho, y, con eso, afirmó que es mejor unirse a Él por obediencia que por relaciones puramente externas. Fue como decir, en términos indirectos, que María fue bendecida dos veces.

Jesucristo preveía que nuestra interpretación de los textos que parecen contener alguna contradicción sería la acertada. En efecto, aquellas frases de Jesús en que su pensamiento no parece del todo explícito han de conformarse en su interpretación con los pasajes más claros de la revelación.

Así, sabía Jesús que su Madre había recibido la palabra de Dios como nadie y que el ángel la había llamado bienaventurada entre todas las mujeres, porque iba a concebir al Verbo en su seno, pero también porque la encontraba llena de gracia, y porque había hallado gracia delante del Altísimo (cf. San Lucas I, 30).

Sabía también de la alabanza de Santa Isabel a María Santísima la cual nos indica la fuente de su bienaventuranza peculiar: “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre… Bienaventurada tú, que has creído” (San Lucas I, 42-45).

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En conclusión, una de las verdades más dulces que, Cristo ha querido dejar como nota distintiva de su verdadera Iglesia, según los teólogos, es la devoción a su Madre, que ha reunido en sí todos los títulos de bienaventurada.

No niega Cristo en su contestación la bienaventuranza que tiene María en razón de su maternidad divina, sino que la incluye, y la supone, como verdadero motivo de bienaventuranza.

La bienaventuranza de María es superior a la de todos los santos, en cuanto que ha recibido la palabra de Dios mejor que todos y en cuanto que esa palabra ha producido en el alma de María los frutos más excelentes. En este sentido bien podemos decir con San Beda:

“Bellamente el Salvador corroboró la exclamación de la mujer, afirmando que son bienaventurados no solo la que había merecido engendrar corporalmente al Verbo de Dios, sino todos aquellos que, abiertos los oídos de la fe, cuidan de concebir espiritualmente el mismo Verbo y darlo a luz y alimentarlo con la práctica de las buenas obras, tanto en su corazón como en el del prójimo”.

Y continúa el Santo:

“Porque la misma Madre de Dios es ciertamente bienaventurada por haber sido hecha colaboradora del Verbo, que se había de encarnar en el tiempo; pero mucho más bienaventurada por ser la eterna guardadora del que debe ser siempre amado”.

O, como expresa San Agustín: 

“La maternidad no era para María otra bendición que el haber generado más fructíferamente a Cristo en su corazón que en su cuerpo. María es más feliz por tener fe en Cristo que por haberlo concebido en su carne”.

Dice Gersón: “Permítenos alabarte, ¡oh, Virgen santa!, tres y cuatro veces bienaventurada.

Bienaventurada, primeramente, porque creíste, exclama Isabel.

Bienaventurada porque fuiste llena de gracia, según la salutación de Gabriel.

Bendita y bienaventurada porque es bendito el fruto de tu vientre.

Bienaventurada porque en ti hizo cosas grandes el que es Todopoderoso.

Bienaventurada por ser Madre del Señor.

Bienaventurada porque fuiste fecundada conservando el honor de la virginidad.

Y, por último, bienaventurada porque ninguna hay semejante a ti, que fuiste la primera y no tendrás a nadie que te secunde.

¡Bienaventurada Virgen María!

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¡Venga tu Reino, oh, Señor! Sea tu Iglesia unida para el Reino tuyo. Líbrala de todo mal, consúmela en tu caridad, y de los cuatro vientos reúnela, santificada, en tu Reino, que para Ella preparaste, porque tuyo es el poder y la gloria en los siglos. 

¡Venga la gracia! ¡Pase este mundo! ¡Hosanna al Hijo de David! ¡Acérquese el que sea santo! ¡Arrepiéntanse y conviértase el que no lo sea! 

¡Ven Señor, no tardes! ¡Amén!

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Domingo III de Cuaresma – 2023-03-12 – Efesios V, 1-9 – San Lucas XI, 14-28 – Padre Edgar Díaz