sábado, 18 de marzo de 2023

La Jerusalén de Arriba - Padre Edgar Díaz

María Reina de la Nueva Jerusalén - Jan Van Eyck (1390-1441)

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“Yo creo, Señor; ¡Fortalece mi fe! Yo espero, Señor; ¡Consolida mi esperanza! Yo os amo, Señor; ¡Inflama mi amor! Yo me arrepiento, Señor; ¡Aviva mi dolor!

¿Qué importancia tiene que la Iglesia nos presente hoy para nuestra consideración la antigua Ley y la nueva Ley bajo las figuras de dos mujeres, Agar y Sara, una esclava, y la otra libre, según el pasaje de San Pablo a los Gálatas? 

¿Acaso no sabemos que Jesucristo vino para darnos la Ley nueva del Evangelio, y que quedó así superada la antigua Ley de Moisés que hace esclavos?

La gloria divina está interesada—sostiene Calès—en la restauración de Israel. Naciones y reyes temerán y honrarán a Dios cuando comprueben que Él ha reedificado a Sión (figura de Jerusalén e Israel) y ha desplegado su magnificencia; que ha escuchado la plegaria de aquellos a quienes los enemigos habían despojado y que parecían perdidos sin esperanza.

Pero la restauración de Israel será según el Evangelio, no según la antigua Ley Mosaica. Como esta restauración no se ha cumplido aún la profecía de Isaías que cita San Pablo en su Epístola a los Gálatas nos recuerda, en consecuencia, los designios de Dios que van encaminados hacia ese desenlace.

De ahí se desprende la importancia de hablar sobre el tema. La profecía de Isaías, citada por San Pablo, es, por lo tanto, clave de interpretación de los tiempos que estamos viviendo.

Israel debe convertirse. Y la Iglesia acogerlos: “El endurecimiento de Israel ha venido sobre una parte de Israel hasta que la plenitud de los gentiles haya entrado” (Romanos XI, 25).

Y entonces habrá un solo rebaño y un solo Pastor: “tengo otras ovejas que no son de este aprisco. A esas también tengo que traer; ellas oirán mi voz, y habrá un solo rebaño y un solo pastor” (San Juan X, 16). 

En la última semana de las 70 semanas de Daniel se dará comienzo al proceso de conversión de los judíos, gracias a la labor de los Dos Testigos del Apocalipsis (cf. capítulo XI, y muy probablemente también a la presencia de San Juan Apóstol), y la Iglesia les dará a luz, según las promesas hechas a Abrahán, y a su esposa Sara, estéril pero libre.

Con el retorno de Israel a Dios se formará un solo rebaño y un solo pastor. Es decir, judíos convertidos al Catolicismo y gentiles que ya son hijos de Dios por el Bautismo formarán el solo rebaño de la Iglesia Católica, y un único Pastor, Nuestro Señor Jesucristo. Ésta es la maravilla que Dios nos tiene reservada para los últimos tiempos.

San Pablo nos muestra lo imperfecto del Antiguo Testamento, aludiendo a Agar, la esclava, y su hijo Ismael, que son tipos de la Ley, que no conoce más que la esclavitud. 

Y a Sara, tipo de la “Jerusalén de arriba” (Gálatas IV, 6), que es la Esposa del Cordero, como la describe el Apocalipsis.

Esa es nuestra Madre. Así como Sara tuvo un hijo libre, gracias a la promesa de Dios, así los bautizados somos libres por ser hijos de Abrahán por la fe. Éste es el misterio: “Todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús” (Gálatas III, 26).

Asegura Santo Tomás de Aquino: “Nadie es hijo adoptivo de Dios, si no está unido al Hijo natural de Dios”. Es la filiación divina por medio del Bautismo.

“Porque escrito está que Abrahán tuvo dos hijos, uno de la esclava y otro de la libre. Mas el de la esclava nació según la carne, mientras que el de la libre, por la promesa. Esto es una alegoría…” (Gálatas IV, 22-24), es decir, hacen referencia una mujer y otra al Antiguo Testamento y al Nuevo Testamento respectivamente.

El Testamento dado a Moisés en el monte Sinaí “corresponde a la Jerusalén de ahora”, que aún mantiene en esclavitud a los judíos, mientras que el Nuevo Testamento, representado por Sara, es la “Jerusalén de arriba”, y es libre, y ésta es nuestra madre—nos dice San Pablo (cf. Gálatas IV, 25-26).

Magníficamente describe San Pablo este hecho llamando a la “Jerusalén de arriba” “Nuestra Madre”. Pero, más en concreto, ¿a qué se refiere con la expresión “Jerusalén de arriba”? ¿Y por qué la llama nuestra madre?

Es nuestra madre—comenta Fillion—pues es la madre de todos los cristianos, cualquiera sea su origen, y no de tal o cual raza privilegiada.

Y continúa Fillion—así como Sara no tuvo hijos durante mucho tiempo y solo se hizo fecunda en virtud de la promesa divina, así la Iglesia, que existía idealmente desde la primera promesa del Mesías redentor, había permanecido estéril hasta el tiempo de Cristo, recibió de Dios una maravillosa fecundidad y dio a luz para Cristo innumerables hijos, incluyendo a los judíos que se convertirán en los últimos tiempos.

Y en cuanto a la expresión la “Jerusalén de arriba”, como la mayoría de los autores sostienen que se refiere al cielo, Castellani observa regiamente en su libro “Cristo, ¿vuelve, o no vuelve?” qué es la “Jerusalén de arriba”.

La Visión que cierra el Apocalipsis es de la Nueva Jerusalén. Hay dos Jerusalenes nuevas—sostiene Castellani, la celestial y la terrena (terrena en el sentido que desde el cielo bajará a la tierra), madre de todos nosotros.

La Jerusalén celestial es la actual congregación de los salvados; o sea, lo que llamamos el Cielo, hállese donde se halle. El Profeta (San Juan) los ve debajo del altar, clamando venganza contra el poderío injusto y homicida del infierno y el mundo:

“Y vi el alma de los degollados por Cristo debajo del altar, orando y clamando: ‘¿Hasta cuándo, Señor santo y veraz, no juzgas y no vindicas nuestra sangre de aquellos que viven en la tierra?’ ‘Hasta que se completen vuestros hermanos y consiervos que han de ser matados como vosotros’” (Cf. Apocalipsis VI, 9-11).

El Cielo es la visión de Dios y la posesión fusionante y unitiva del alma con la deidad. Pero las almas beatas claman en cierto modo por sus cuerpos, cuyas son formas sustanciales.

Pero esta Jerusalén celeste, que ya funciona desde que Cristo “bajó a los infiernos” el día de su muerte, no es la Jerusalén terrestre que ve bajar ahora el Profeta (San Juan) “adornada como una esposa para el varón” (Apocalipsis XXI, 2).

Estotra es “un cielo nuevo y una tierra nueva” (Apocalipsis XXI, 1). Es el “tabernáculo de Dios con los hombres” (Apocalipsis XXI, 3), para que desde ahora vivan juntos; porque “Yo [dice Dios] renuevo ahora todas las cosas” (Apocalipsis XXI, 5). 

(La Jerusalén terrena, que baja del cielo a la tierra), no es la esposa de Dios, sino la prometida del Cordero, que desciende del cielo a la tierra con la claridad del cristal y el fulgor del crisolito y el jaspe. 

Es una ciudad cercada y medida, con doce puertas y doce fundamentos, en forma de cubo perfecto. El sol que la ilumina no es otro que el Cordero, la surca un río de agua viva, y hay en ella doce árboles que dan el fruto de la vida y tienen hojas que curan todo mal.

El Profeta (San Juan) la describe con términos corporales y la promete para los últimos tiempos, para después de la Segunda Venida. Es un error exegético, por tanto, identificarla con el cielo de las almas y con la bienaventuranza definitiva. Están descritas de diferente manera, la celeste y la terrena. Hasta aquí Castellani.

Es, claro, entonces, que San Pablo le está hablando a los Gálatas de los últimos tiempos, cuando descenderá desde el cielo la Jerusalén de arriba, la terrestre, la prometida del Cordero, morada de Dios entre los hombres durante el Reino de Dios sobre la Tierra, el cielo nuevo y la tierra nueva. 

Los hijos de Isaac según la promesa, o sea los descendientes de Abrahán por la fe a través de Sara, serán hijos de la Jerusalén celestial (o terrena, como la llama Castellani, porque desciende sobre la tierra), o sea de la libre, que el Apóstol contrapone a la Jerusalén actual. 

La Jerusalén abandonada—es decir la Jerusalén actual—será perdonada y fecunda (la conversión de Israel). Lo mismo dice Oseas (cf. Oseas II, 1-23) de la Israel adúltera, y también Miqueas (cf. Miqueas V, 2), refiriéndose especialmente a las diez tribus del Norte.

Es frecuente en la Escritura, como vemos en los textos citados, y especialmente en el Cantar de los Cantares, el misterio de Israel como esposa adúltera y perdonada por Dios (la Jerusalén actual), y el de la Iglesia (la Jerusalén bajada del cielo sobre la tierra) como virgen prometida a un solo Esposo (cf. 2 Corintios XI, 1 s.), el Cordero (cf. Apocalipsis XIX, 6 ss.; San Juan III, 29; Romanos VII, 4; Efesios V, 23-27). 

Este misterio, unido sin duda al de los hijos de Dios y al del pueblo “escogido para su Nombre de entre los gentiles” (Hechos de los Apóstoles XV, 14), aparece por dos veces descubierto al final del Apocalipsis, donde San Juan ve “la ciudad santa, la nueva Jerusalén, descender del cielo, de Dios, preparada como una novia engalanada para su esposo” (Apocalipsis XXI, 2), y más adelante, cuando el ángel le dice: “Ven y te mostraré la novia, la Esposa del Cordero”, y le muestra, desde un monte grande y elevado, “la ciudad santa de Jerusalén que descendía del cielo y venía de Dios, con la gloria de Dios” (Apocalipsis XXI, 9 ss.), de la cual hace entonces San Juan una maravillosa descripción.

El profeta Isaías, entonces, (cf. Isaías LIV, 1), citado por San Pablo, trata en su profecía de la nueva Jerusalén, la prometida del Cordero:

“Regocíjate, oh estéril, que no das a luz; prorrumpe en júbilo y clama, tú que no conoces los dolores de parto; porque más son los hijos de la abandonada que los de aquella que tiene marido” (Gálatas IV, 27).

La Nueva Jerusalén se asombra: “Entonces dirás en tu corazón: ‘¿Quién me los ha engendrado (a estos hijos)? Yo estaba privada de hijos y estéril, cautiva y repudiada. A estos, pues, ¿quién los ha criado? Cuando yo estaba sola, ¿dónde se hallaban ellos?” (Isaías XLIX, 21).

Más son los hijos de la abandonada, que, como observa Crampón, es Sión (Jerusalén actual), después de rechazada por Dios; pero la que tiene marido es también Sión (Jerusalén que desciende de los cielos sobre la tierra), que por una santa alianza estaba unida a Dios (cf. Jeremías XXXI, 32; Oseas II, 17-20). 

Sus hijos son los israelitas fieles y los paganos convertidos, que se incorporarán a la Santa Iglesia Católica, en el Reino de Jesucristo sobre la tierra. A éste se le agregarán cada vez más gentes de los pueblos paganos, de manera que la que parecía sola y desamparada, será madre de innumerables hijos espirituales. De ahí su asombro:

“¡Oh, Dios! Los gentiles reverenciarán tu Nombre, y tu gloria todos los reyes de la tierra. Porque Dios habrá restaurado a Sión, y Él se mostrará en su gloria” (Salmo 101 [102], 16-17).

Admirable promesa mesiánica: todos los pueblos y reyes adorarán al verdadero Dios. Expresa Santo Tomás de Aquino que esto no se cumplió con el regreso de Israel del cautiverio de Babilonia, sino que está vinculado a la conversión de Israel.

Según una de las más grandiosas ideas de los profetas—sostiene Desnoyers—la restauración de Israel tendrá por coronamiento la conversión de las naciones. Así se establecerá el Reino de Dios sobre la tierra. Y la misma idea es expresada por Bover-Cantera, y la llama “tradición”.

La gloria futura de Jerusalén y de la Iglesia se ve reflejada en el hecho de que Jerusalén, actualmente abandonada, se convertirá de repente en la Nueva Sión.

Los hijos de la nueva Sion, es decir, de la Iglesia, excederán sorprendentemente en número a los que la Jerusalén abandonada había tenido durante la antigua Alianza, incluso en su mejor momento.

Estamos en los umbrales de un punto decisivo de la historia de la humanidad: la conversión de los judíos y todos los pueblos reunidos, que adorarán al único Dios verdadero. 

Para ello, por el momento, la Iglesia debe pasar por su Pasión, como Cristo. Es por esto por lo que llamamos a este pasaje de San Pablo a los Gálatas con la referencia que hace del Profeta Isaías clave de interpretación de los tiempos cruciales que la Santa Iglesia Católica está viviendo. 

Es nuestro humilde aporte para dar confianza y esperanza a todos los Católicos de buena voluntad.

¡Venga tu Reino, oh, Señor! Sea tu Iglesia unida para el Reino tuyo. Líbrala de todo mal, consúmela en tu caridad, y de los cuatro vientos reúnela, santificada, en tu Reino, que para Ella preparaste, porque tuyo es el poder y la gloria en los siglos. 

¡Venga la gracia! ¡Pase este mundo! ¡Hosanna al Hijo de David! ¡Acérquese el que sea santo! ¡Arrepiéntanse y conviértase el que no lo sea! 

¡Ven Señor, no tardes! ¡Amén!

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Domingo IV de Cuaresma – 2023-03-19 – Gálatas IV, 22-31 – San Juan VI, 1-15 – Padre Edgar Díaz