sábado, 1 de abril de 2023

Domingo de Ramos - Padre Edgar Díaz


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El Domingo de Ramos, de la vida de Nuestro Señor, fue su entrada triunfal como Rey en la ciudad de Jerusalén. Mientras los buenos israelitas reconocían la realeza de Nuestro Señor, sus enemigos la rechazaban.

Bien sabía nuestro Salvador que entre los jefes de la nación había de prevalecer el sentir hostil hacia Él y que la afirmación de su realeza sobre Israel, anunciada por el ángel a María como una realidad futura, sería el capítulo principal de su acusación por los judíos cuando estos le hiciesen comparecer ante el gobernador romano:

“Pero tenéis costumbre de que para Pascua os libere a alguien. ‘¿Queréis, pues, que os deje libre al Rey de los judíos?’” (San Juan XVIII, 39).

Entonces Pilato:

“Dijo a los judíos: ‘He aquí vuestro Rey’. Pero ellos se pusieron a gritar: ‘¡Muera! ¡Muera! ¡Crucifícalo!’ Pilato les dijo: ‘¿A vuestro Rey he de crucificar?’” (San Juan XIX, 14-15).

Es impresionante ver, a través de la historia de Israel, que este rechazo de Cristo Rey parecía ya como anunciado por las palabras de Dios a Samuel, cuando el pueblo pidió un soberano como el de los gentiles: 

“Oye la voz del pueblo en todo cuanto te digan; porque no te han desechado a ti, sino a Mí, para que no reine sobre ellos” (1 Reyes VIII, 7).

Episodio memorable del Antiguo Testamento, el cual es una prueba muy clara de la cólera de Dios cuando concede a los hombres lo que pretenden contra los designios de su amorosa Providencia. 

Los planes de Dios parecen destruidos. La realeza del Eterno es sustituida por una realeza humana que regirá a Israel en adelante. El hombre va a dirigir sus miradas hacia el hombre, en lugar de elevarlas, cargadas de esperanza, hacia un rey divino. 

De aquí resultaron innumerables calamidades, si bien el Señor, como siempre lo hace, supo sacar bien de tantos males y preparar para su Mesías la familia del rey David. 

Ese rechazo de que Dios aquí se queja, fue repetido ante Pilato, en el texto que ya leímos (cf. San Juan XIX, 15) y seguirá repitiéndose hasta el final, como el mismo Jesús lo anuncia:

“Sus conciudadanos lo odiaban, y enviaron una embajada detrás de él diciendo: ‘No queremos que ese reine sobre nosotros’” (San Lucas XIX, 14). 

Lo rechazan todos aquellos que adoran el ídolo del “yo”, o del dinero. 

Queda claro, entonces, que en el Antiguo Testamento Israel le reclamaba a Dios un Rey como el de las demás naciones, que ejerciera el gobierno de la nación y la justicia. No se trataba, pues, de aclamar un Rey solo de los corazones.

En ocasiones anteriores, “Jesús sabiendo, pues, que vendrían (los israelitas de buena voluntad) a apoderarse de Él para hacerlo Rey, se alejó de nuevo a la montaña, Él solo” (San Juan VI, 15), pues no era aún la hora de ejercer su reinado.

Y ese Domingo de Ramos, tan especial, insistieron en reconocerlo como Rey. Solo una vez, entonces, Nuestro Señor se dejó proclamar Rey, y esa vez fue el Domingo de Ramos:

“Al día siguiente, la gran muchedumbre de los que habían venido a la fiesta, enterados de que Jesús venía a Jerusalén, tomaron ramas de palmeras, y salieron a su encuentro; y clamaban: ‘¡Hosanna! ¡Bendito sea el que viene en nombre del Señor y Rey de Israel!’” (San Juan XII, 12-13).

Esta exclamación es el Hosanna hebreo que el pueblo judío gritó con júbilo el Domingo de Ramos, único día en que fue reconocido el “Cristo Príncipe”, según lo había predicho el Profeta Daniel:

“Conoce y entiende—le dice el Ángel Gabriel al Profeta Daniel—desde la salida de la orden de restaurar y edificar a Jerusalén, hasta un Ungido, un Príncipe, habrá siete semanas y sesenta y dos semanas” (Daniel IX, 25).

El Hosanna hebreo refleja lo que expresa el Salmo:

“Sí, oh, Yahvé, ¡da la victoria! Sí, oh, Yahvé, ¡da prosperidad!” (Salmo 117 [118], 25).

Esa victoria y esa prosperidad serán características de la venida de Nuestro Señor, al fin de los tiempos, y es, además, lo que arroja luz a toda la Sagrada Escritura, pues Ésta no se entendería si esperáramos que este Rey ejerza desde el cielo solo un poder espiritual o intelectual sobre las almas: 

“Bendito el que viene” (San Lucas XIX, 38): Es la célebre aclamación mesiánica con la que será saludado nuevamente en ese día. Es lo que Marta le dijo a Jesús: 

“Sí, Señor. Yo creo que Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que viene a este mundo” (San Juan XI, 27).

El que viene: en griego, ho erjómenos, participio presente que traduce literalmente la fórmula hebrea: Ha-ba, con que el Antiguo Testamento anuncia al Mesías Rey venidero. 

Así lo vemos cuando el Bautista envía su embajada a preguntarle:

“¿Eres Tú el que ha de venir, o debemos esperar a otro?” (San Lucas VII, 19).

Y en la primera multiplicación de los panes exclamaron:

“Éste es verdaderamente el profeta, el que ha de venir al mundo” (San Juan VI, 14).

Y Jesús se aplica la misma expresión que Él cita de los salmos con relación a su segunda venida: 

“Por eso os digo, ya no me volveréis a ver, hasta que digáis: ‘¡Bendito el que viene en nombre del Señor!’” (San Mateo XXIII, 39 citando el Salmo 117 [118], 26).

Lo mismo dijo en otras ocasiones:

“En verdad, os digo, algunos de los que están aquí no gustarán la muerte sin que hayan visto al Hijo del hombre viniendo en su Reino” (San Mateo XVI, 28).

“Desde este momento veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y viniendo sobre las nubes del cielo” (San Mateo XXVI, 64; San Marcos XIV, 62).

“Entonces, verán al Hijo del hombre viniendo en las nubes con gran poder y gloria” (San Marcos XIII, 26).

Así, varias veces anunció Jesús su Parusía. Siempre usando esta palabra (viniendo) en el sentido de futuro, así como la había usado el Bautista, al anunciar la primera venida:

“Mas Aquel que viene después de mí es más poderoso que yo…” (San Mateo III, 11), donde la Vulgata la traduce por venturus (venidero). 

Es decir que aunque Jesús ya vino, sigue siendo el que viene, o sea el que ha de venir, pues cuando vino no lo recibieron:

“Él vino a lo suyo, y los suyos no lo recibieron” (San Juan I, 11).

Entonces, Él anunció a los judíos que vendría de nuevo:

“Así también Cristo, que se ofreció una sola vez para llevar los pecados de muchos, otra vez aparecerá, sin pecado, a los que le están esperando para salvación” (Hebreos IX, 28).

Puesto que:

“La ciudadanía nuestra es en los cielos—dice San Pablo, de donde también, como Salvador, estamos aguardando al Señor Jesucristo” (Filipenses III, 20).

En adelante, entonces, el participio presente (viniendo) tiene el sentido de futuro como lo usa Jesús en los anuncios de su Parusía que hemos mencionado:

“‘Yo soy el Alfa y la Omega’, dice el Señor Dios, el que es, y que era, y que viene, el Todopoderoso” (Apocalipsis I, 8). 

Así lo hace también San Pablo:

“Porque todavía un brevísimo tiempo, y el que ha de venir vendrá y no tardará” (Hebreos X, 37), tomando esa palabra que Habacuc (II, 3 s.) usa en los LXX para anunciar al Libertador de Israel, y aplicándola, como dice Crampon, al Cristo venidero en los tiempos mesiánicos, o sea, como dice Pirot, “cuando venga a juzgar al mundo”.

Después de haber recibido Jesús esta aclamación en aquel día, según lo refieren con distintos matices los cuatro Evangelistas, Jesús anunció, al final de su último discurso (cf. San Mateo XXIII, 39)—el último gran discurso de Jesús en el Templo, en el que denuncia la hipocresía de los Escribas y Fariseos (cf. todo el capítulo XXIII de San Mateo)—que estas mismas palabras serían la señal en el día de su triunfo definitivo:

“Volverán los ojos hacia Aquel a quien traspasaron” (San Juan XIX, 37), citando a Zacarías XII, 10. 

Comentando el pasaje en que Jesús aplica a Sí este versículo, dice Fillion que con estas palabras “terminaba el ministerio propiamente dicho de nuestro Señor. Él mismo iba a morir y aquellos a quienes se dirigía entonces no debían volver a verlo sino al fin de los tiempos”. 

En efecto, las palabras “hasta que digáis: Bendito el que viene en nombre del Señor” se refieren, según los mejores intérpretes, al Retorno de Jesucristo al fin del mundo, como juez soberano y a la conversión de los judíos, que tendrá lugar en esa época. 

Reconociendo en Él a su Redentor, lo aclamarán entonces con la aclamación mesiánica: “Bendito el que viene…” como ya hemos hecho referencia (Salmo 117 [118], 26).

Si no estuviéramos seguros de que el discurso fue pronunciado después del día de Ramos, veríamos en él una profecía de las aclamaciones de Betfagé y del Monte de los Olivos (es decir, de las aclamaciones del pueblo el Domingo de Ramos). Pero el discurso es ciertamente posterior. 

Tenemos, pues, aquí el primer anuncio, aún impreciso de esa misteriosa Parusía de que va a tratarse en los capítulos siguientes de San Mateo y que no es otra que la Venida gloriosa del Hijo del Hombre al fin de los tiempos—comenta Pirot. 

En conclusión, Nuestro Señor ya vino, y fue rechazado. Sin embargo, numerosos textos de la Sagrada Escritura insisten en que debemos aún aguardarlo, y recibirlo: es su segunda venida.

Las consideraciones que siguen sobre las cualidades del Rey que viene son todas de Santo Tomás de Aquino, y no hacen más que confirmar el reinado de Cristo sobre la tierra. ¿Cuáles son esas cualidades?

Es Rey anunciado como tal en su nacimiento: 

“¿Dónde está el que ha nacido Rey de los judíos?” (San Mateo II, 2); 

Por Natanael, en sus primeros días de vida pública: “Tú eres el Rey de Israel” (San Juan I, 49); 

Y en su salida del mundo, cuando Pilato colgó sobre la cruz el letrero: “Jesús Nazareno, Rey de los judíos” (San Juan XIX,19).

Vendrá con autoridad: “He aquí que tu Rey viene a ti” (San Mateo XXI, 5).

Tiene poder infinito. Bienaventurado y único monarca, “Rey de reyes y Señor de los señores” (1 Timoteo VI, 15). 

Poderosísimo y, por lo tanto, temible. Considerémosle castigando a Lucifer con el infierno, y a la humanidad con el diluvio, a Sodoma con la lluvia de fuego... y digamos con Jeremías: 

“No hay ninguno semejante a ti, ¡oh, Yahvé! Tú eres grande, y grande y poderoso es tu nombre. ¿Quién no te temerá, oh Rey de los pueblos?” (Jeremías X, 6-7).

Sapientísimo. Sus leyes son justísimas y congruentes. Pero advirtamos cuál es nuestro comportamiento para con su legislación, porque, si un rey temporal prohibiese, bajo duras penas de mutilación o muerte, la embriaguez, los prostíbulos, etc., los evitaríamos cuidadosos, en tanto que siendo Dios quien los prohíbe...

En los primeros siglos, los fieles oían la predicación de Cristo y la seguían, siendo por ello amados del Señor, mientras que hoy despreciamos su sabiduría y guardamos mejor las leyes humanas que las suyas.

Rey justísimo. No lo olvidemos. Desde el principio del mundo preparó aquella cárcel que podemos describir con las palabras de Isaías: Lugar a punto desde hace mucho tiempo, esto es, desde la creación del mundo; hondo, para que nadie pueda evadirse, y ancho, para que quepan todos los culpables, en el que no falta paja y leña, “que el soplo de Yahvé va a encender como torrente de fuego” (Isaías XXX, 33). 

Hartas veces nos anunció Cristo en su vida el juicio que hará de los malos.

Clementísimo. Dice el libro de los Proverbios: 

“Bondad y fidelidad guardan al Rey, y la clemencia le afirma el trono” (Proverbios XX, 28).

La misericordia rodea de tal modo la justicia de Dios, que siempre la precede y sigue. Pacientemente espera al pecador y con promesas y castigos le está llamando, y, como buena madre que vapulea a su hijo, su corazón le duele al hacerlo y desea cesar en el castigo y consolar al que fue malo.

Si un día nos ve solos y abandonados hasta de los mismos ángeles, corre hacia nosotros como se lo pedía Ester:

“Señor mío… socórreme a mí desolada, que no tengo ayuda sino en ti” (Ester XIV, 3).

Santo Tomás describe así las cualidades de este Rey que no se entenderían si no fuera a ejercer su reinado sobre la tierra, cosa que aún no ha sucedido.

Después del Domingo de Ramos, lo que sigue es la Pasión, Crucifixión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo. 

Nos despertaremos el Domingo próximo con su Resurrección, que precede a la de todos los mortales, y que esperamos ansiosos de poder gozar, si así Dios lo permite, el mismo día en que el Rey venga.

Amén.

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Domingo de Ramos – 2023-04-02 – Filipenses II, 5-11 – San Mateo XXI, 1-9 – Padre Edgar Díaz